Felicidad, algarabía, regocijo. Mejor dicho, fiesta total. No se trataba de una de esas típicas celebraciones de fin de semana que se suelen llevar a cabo en la zona rosa de Bogotá. Por el contrario, esta festividad se estaba realizando en pleno campo, ese que usualmente es olvidado.
En el evento se abrazaban y se despedían, con lágrimas en sus ojos, indígenas, afros, desmovilizados, soldados, campesinos y víctimas de la violencia. Contra todo pronóstico, durante 78 días lograron convivir juntos y establecer lazos de amistad. El municipio de Quimbaya, Quindío, era testigo de que, más allá de la firma de un acuerdo, sí es posible la paz.
– ¿Por qué el alboroto?
“Lo que pasa es que estamos recibiendo nuestros diplomas. Me acabé de graduar como Formadora de Formadores de Asistencia Técnica en el campo ¿Por qué lloramos? Porque durante casi tres meses, personas de distintas partes del país logramos compartir esta experiencia como toda una familia”, afirma en medio de la alegría Adriana Gómez, una de las estudiantes.
Ella es una de las 1.600 personas que han hecho parte de los cursos técnicos agropecuarios que, desde hace tres años, brindan el Ministerio de Agricultura en conjunto con la Fundación Centro Interactivo de Ciencia y Tecnología del Sector Agropecuario (Fundapanaca), para que los líderes rurales puedan adquirir conocimientos y así difundirlos en sus comunidades.
“Por medio de este programa, que se realiza con el dinero de la Unión Europea, cuyo modelo es aprender haciendo, no solo capacitamos a las personas para realizar labores en el campo –dice Mauricio Martínez, psicólogo de Fundapanaca–, sino que estamos construyendo paz, enseñando a los participantes a soñar juntos. Créame que ver abrazado a un exguerrillero con un militar no tiene precio”.
El fin último del proyecto es que las personas que se educan, durante 78 días en el municipio de Quimbaya, transmitan e implementen lo aprendido en sus comunidades.
Entonces, luego de ganarse el cupo a través de un sistema de convocatorias y de viajar al Quindío para estudiar, lo que tienen que hacer los aprendices es devolverse a su tierra e impactar, como mínimo, a nueve personas.
“Hoy –13 de diciembre– se les están dando los diplomas a los estudiantes. Sin embargo, ellos tienen que implementar lo aprendido en sus comunidades. Entonces, hasta que los estudiantes no nos envíen fotos y pruebas de los resultados, nosotros no les damos el acta de grado”, explica Martínez, al referirse el éxito de esta metodología.
Como evidencia de los resultados positivos del programa está Adriana Martínez, quien explicó, unos párrafos antes, el porqué del alboroto. Ella es cabeza de familia, madre de un hijo de 16 años y otro de 8. Pese a no ser favorecida en las primeras convocatorias, siguió intentando y no halla la hora de regresar a Putumayo, donde vive desde que fue desplazada del Cauca, para enseñar todo lo que aprendió.
“Estoy alegre porque, si bien no he visto a mis hijos desde que estoy aquí, aprendí lo suficiente para enseñarles a las personas de mi comunidad –afirma–. Siempre he hecho parte de las juntas de acción comunal, y ahora que tengo más conocimientos, puedo colaborarles a los campesinos en todo lo que necesiten. Sobre todo porque el Gobierno quedó de ayudarnos con un fondo rotatorio para emprender proyectos”.
Jamás es tardeUno de los aspectos que llama la atención, además de la convergencia cultural y social de este programa, es que no hay ningún requisito, tan solo saber leer y escribir. Ni siquiera la edad es un impedimento. Para la muestra un botón.
“A mis 58 años de edad estoy seguro de que esto es lo mejor, me ha brindado la posibilidad de seguir aprendiendo para ayudar a las personas de mi tierra. Fue bonito ver cómo, junto con otro adulto mayor de 72 años, nos relacionamos con los demás estudiantes para aprender”, dice Pedro León Gómez, campesino del Meta, quien aseguró que volvió a soñar como cuando era niño.
Por su parte, el joven Álvaro Martínez, líder rural del Tolima, quien también hizo parte del proceso, reconoció que no solo aprendió a ser un mejor campesino, sino una mejor persona. En el Quindío dio rienda suelta a la reconciliación, al convivir con desmovilizados, aun cuando años atrás un guerrillero mató a su padre.
“Allá olvidé el conflicto y todo lo que este se llevó. Ahora pienso vivir feliz y tranquilo junto con mi familia en mi finca. Aunque mi mayor sueño es ser ingeniero agrónomo”.
EL TIEMPO
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