El cuerpo queda suspendido en el aire, como si flotara, pero este es un flote efímero. El artista no puede ver el arco, pero lo imagina. Los compañeros mirarán expectantes su vuelo, su contorsión, y sonreirán con picardía. Los otros, los inocentes adversarios, se pondrán pálidos de terror. Quedarán paralizados, boquiabiertos, incrédulos. Y el público empezará a levantarse de sus sillas con la misma velocidad con la que aquel cuerpo flotante se pone en posición, justo cuando la pelota va cayendo del cielo y las piernas van dibujando en el aire la fantasía.
Es una acrobacia que no todos pueden intentar; que no cualquiera puede presumir. Se necesita de la valentía para impulsarse desde el suelo hacia las nubes. Se debe ser ligero como el viento y fundirse con él. El movimiento tiene que ser rápido, sutil y elegante. Las piernas deben dialogar en el aire: la derecha va arriba mientras la izquierda va impulsándose desde abajo, o viceversa, depende del artista, y de dónde venga la pelota. Todo será en perfecta armonía. Faltará el movimiento final: conectar el esférico con precisión, directo al corazón de la pelota, para impulsarla lejos, a su destino. Ojalá, a la red.
Dicen que nació en el césped peruano. Debaten que su cuna está en las canchas chilenas. En algunas partes le llaman chalaca, y en otras, chilena. Lo que sí es seguro es que esta maravilla se gestó en los potreros, en el lodazal, en cada cancha polvorienta, y latinoamericana. De allí atravesó las fronteras y los océanos para hacerse famosa en todo el mundo. Y si hubiera fútbol en el resto del universo, de seguro ya la habrán copiado, al fin y al cabo esta obra se debe contemplar mejor desde el cielo.

Lo importante es que la obra no muere, que se mantiene vigente, aunque cada vez es más escasa. Eso la hace aún más admirable. Hugo Sánchez, aquel prodigio mexicano del balón, la practicaba con devoción. Era su jugada secreta e inverosímil. Podía improvisarla cuando menos se esperaba, con la belleza que exige. Roberto Cabañas, otro maestro de la pirueta, la evolucionó: pateaba de medio lado, en el aire, y entonces le llamaron la cabañuela: una prima hermana de la chilena.
El cuerpo sigue suspendido, pero ya va cayendo, se va acercando al suelo. Los brazos están estirados hacia atrás y anticipan el desplome: parecen el tren de aterrizaje; un aterrizaje que debe ser perfecto, igual de preciso y de elegante que el despegue. Pero pocos lo verán caer. Las miradas ya lo perderán de vista y se marcharán con el recorrido de la pelota, persiguiendo su destino, ojalá, el de la red. Si está lejos o cerca, no importa. La belleza no distingue esos obstáculos.
Entonces el público, ya de pie, golpeará sus manos en un sonoro y frenético aplauso; sus compañeros de equipo lo felicitarán, y quizá lo alzarán en hombros si hay gol. Y los rivales, pobres ingenuos, pobres incrédulos, podrán sentarse a llorar, humillados por la magia de una chilena.
PABLO ROMERO
Redactor de EL TIEMPO
En Twitter: PabloRomeroET
Comentar