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'Cambiate, nene, a ver qué sabes hacer' (Último tango)

'Cambiate, nene, a ver qué sabes hacer' (Último tango)

Jorge Barraza recuerda los primeros años de la carrera de Maradona. Habla su descubridor.

- Si Diego está en una fiesta con un traje blanco y le tiran una pelota embarrada, él la para con el pecho.

Genial definición sobre el amor a la pelota de aquel chico de Fiorito. La dio su segundo maestro, Francisco Cornejo. El primero fue Dios.

Ya estaba grande, Francis. Se le había tostado la piel de color cobre. Era de haber pasado miles de horas al sol en el medio de campitos pelados y canchitas sin rayas de cal, achinando los ojos para ver mejor, con un silbato en la boca y dando sus indicaciones de siempre: “Tocá y andá a buscar la devolución”, “jugá por abajo”, “No revolees la pelota”, “levantá la cabeza”, “no te la comas, hay un compañero solo”… Todos esos códigos universales que los viejos maestros de inferiores repiten infinidad de veces a sus pollos de ocho o nueve años que corren desparramados y silvestres, con más entusiasmo que orden, naturalmente impulsados por el libre albedrío. El día que había llovido y se inundaba el rectángulo de Argentinos Juniors salían a buscar otro, una plaza, un potrero cerca, para no perder la práctica.

(Ingrese al especial: Diego Maradona: un año de misterio en la muerte del mito)

Los primeros años de Maradona en el fútbol

A un año de la muerte de Diego Maradona, reflota la figura del hombre que halló aquel tesoro, lo prohijó y entrevió lo que todos descubriríamos después. Siete años tuvo al prodigio hasta depositarlo en los brazos de la Primera División y a los ojos de todos. Le vio hacer garabatos y malabares imposibles con la pelota. Ya se hablaba en el ambiente de que había un geniecillo en las inferiores de Argentinos Juniors y Crónica, el diario de mayor tirada de la época, destinó un cronista a seguir la campaña de la Novena y se le daba espacio. Recordamos títulos como “Argentinos 12 - San Lorenzo 0, Maradona diez”. Hacía de a tres, de cinco, de a seis goles por partido. Al año siguiente empezó en Octava y enseguida se salteó todas las categorías hasta la mayor. José Pekerman estaba en Primera en ese entonces, era un ocho prolijo e inteligente, siempre lo cuenta: “Entrenábamos los profesionales y después entraban al campo los más chiquitos y los grandes nos quedábamos a verlos por Diego, ya era un espectáculo”.

Solterón empedernido, Francisco Cornejo vivía de su trabajo de ordenanza en el Banco Hipotecario, frente a la Plaza de Mayo. Allí entró de muchacho, allí se jubiló. Y entre una cosa y la otra, Argentinos Juniors, la pasión de su vida; los pibes, el semillero, las pruebas. Si veía un picadito en una esquina se paraba a observar, siempre ante la posibilidad de encontrar alguno bueno. Todos los técnicos y ojeadores del mundo infanto-juvenil sueñan con hallar algún día ese filón que redima tantos desvelos, la joya que corone décadas de trabajo abnegado y sin paga. Porque antes, para no dar un sueldo, porque no había cómo, los nombraban “delegados” y les daban un carné. El carné les confería cierta autoridad, funciones y privilegios. Como entrar gratis a los partidos. Y el amor del delegado al club completaba la relación. Francis era de La Paternal, vivía próximo a la cancha de Argentinos, cuando Argentinos era poco más que un sello de goma. Oficiaba de delegado de la novena, la de chicos de 14 años, y de ahí para abajo visualizaba a todo el piberío.

“Entrenábamos los profesionales y después entraban al campo los más chiquitos y los grandes nos quedábamos a verlos por Diego, ya era un espectáculo”: José Pekerman.

Fuimos al banco a entrevistarlo para El Gráfico, año ’85. Preguntamos por el señor Cornejo.

-¿Francis, el descubridor de Maradona…? -nos respondieron en recepción- Segundo piso.

Allá fuimos. Encontramos a un señor humilde, al que no le sobraban palabras.

-No me diga descubridor -nos atajó a modo de súplica-. A Maradona lo descubría hasta una señora de ochenta años que nunca vio un partido. A los dos minutos de verlo con la pelota se daba cuenta de que era un fenómeno.

Se le apareció la virgen a Francis, como se le apareció a Waldemar de Brito en 1953. Ya entrenador y después de una carrera brillante como delantero en São Paulo, Botafogo, San Lorenzo, Flamengo, Fluminense, Palmeiras y Selección Brasileña, Waldemar fue a parar inopinadamente a un minúsculo club del interior paulista: el BAC, Baurú Atlético Clube. Y no para la Primera, sino a dirigir a los garotos. Allí se encontró con un niño flaquito que era la locura: Edson Arantes do Nascimento. Cuando uno se topa con una perla de tal dimensión busca mantenerlo en el más estricto secreto, ocultarlo para que nadie se lo quite, porque en el submundo de los infantiles todo se sabe rápido. Lo ayudó la situación, era perfecta: estaba en un club pequeño que nadie conocía en ese mar de pueblos que es el estado más populoso del Brasil. Y cuando llegó el momento, le compró un traje, lo subió a un tren y lo llevó al Santos, donde lo dejaría fichado, porque tenía buenos contactos.

“Nosotros no podíamos entender como una figura de tanto prestigio como Waldemar había venido a Baurú a entrenar al Baquinho, era algo extraordinario”, comenta Pelé hoy.

A Francis se le apareció una tarde de marzo de 1969 en la forma de un zurdito muy menudo. Lo había traído Goyo Carrizo, un chiquito de igual edad que él.

-“Don Francis, tengo un amigo que juega mejor que yo, ¿lo puedo traer?”, me preguntó Goyo, que era el mejor del equipo. Teníamos un grupo muy bueno y todos los puestos cubiertos, no necesitábamos a nadie más, le dije que sí para no defraudarlo. Me lo presentó, era muy bajito, le pregunté de qué categoría era y me respondió: “De la 60, don”. Apenas si levantaba la vista, era tímido. Armé un partido y lo puse a jugar junto con Goyo y con Montaña, los dos chicos que eran de su barrio, para que se sintiera acompañado y tomara confianza.

Cornejo estaba a punto de asistir al milagro que dio sentido a su vida.

La devoción que despierta Maradona es enorme. Desde niño deslumbró en las canchas.

Foto:

AFP

-No tuve que observarlo mucho para darme cuenta de que Goyo tenía razón: jugaba mejor que él, mucho mejor. En apenas unos minutos había hecho tres o cuatro jugadas increíbles: metía caños con una enorme facilidad, les pasaba la pelota por encima de la cabeza a los defensores y seguía la jugada o se la daba a Goyo; cosas así, que me parecieron imposibles para un chico de su edad. Luego hizo algo que nunca más vi… Cuando a un jugador la pelota le viene de aire, lo que hace es bajarla con el pie y después la deja caer al suelo y ahí patea o toca. Es lo que hacen todos. Pero aquel pibe no, hizo otra cosa: la dominó con la zurda, en el aire y, sin dejarla tocar el piso, con el pie todavía en el aire, le volvió a pegar para hacerle un sombrerito a un rival y mandarse hacia el arco contrario. La jugada siguió, pero yo me quedé mirándolo. ‘Es un enano’, pensé. No podía tener ocho años. Aunque la edad no tenía nada que ver con eso. Si era más grande o más chico no tenía ninguna importancia, porque esa jugada no tenía edad. Un jugador normal, incluso uno muy habilidoso, puede pasarse la vida sin poder hacerla aunque la ensaye una, dos, mil o un millón de veces. Para hacer una jugada así -y como la hizo él: con toda naturalidad, como si fuera la cosa más sencilla del mundo-, tenía que ser alguien muy diferente de los otros.

Ahí comenzó una lucha, titánica por cierto: había que hacerlo jugar y al mismo tiempo esconderlo para que no se lo robaran otros clubes más poderosos. En cada torneo que participaban todo el mundillo del fútbol infantil lo veía y comentaba: “Hay un monstruo en Argentinos Juniors”. Por suerte, no había representantes todavía, pero deambulaban los ojeadores de Boca, de River, de Racing y podían ofrecerles a los padres un dinero importante, un trabajo a don Diego, una casa mejor para los 12 miembros de la familia Maradona… Y Argentinos no podía competir con nadie.

El día que River se quiso llevar a Diego

En la Argentina no se puede fichar a un chico hasta los 14 años, cuando ingresa en Novena División. Mientras, puede representar a las categorías infantiles de un club, pero sin relación formal alguna. ¡Y faltaban seis años para poder registrarlo en la AFA y asegurarlo para Argentinos…!

-Descubrirlo no, el mérito mío fue haberlo protegido y levantado una muralla a su alrededor para que nadie se le acercara y le hiciera propuestas económicas a la familia. Pero cuando ya cumplía catorce fue a la casa Bruno Rodolfi, director general de las divisiones menores de River con una propuesta suculenta al padre para que firmara para ellos. Eran cien mil pesos de la época, mucho dinero para gente que no tenía nada. Lo debatieron en familia hasta la madrugada. Yo en vilo, esperando qué resolvían. Pero don Diego se portó: “Lleva seis años ahí, va a seguir en Argentinos”, dijo.

Ese año -1975- jugó toda la temporada en Novena y fueron campeones. Al siguiente pasó a Octava y al comenzar el segundo semestre de 1976 debutó en Primera aún con 15 años. Nunca más salió. Luego viviría varias vidas: glorias, excesos, peleas, escándalos, homenajes... Su figura adquiriría ribetes novelescos, cinematográficos y literarios universales. Fue amado y denostado, es un ícono de la genialidad y la irreverencia, está sentado junto a Pelé y Muhammad Alí, pero Diego fumando un habano. Todo empezó aquel sábado de marzo de 1969.

-¿De qué categoría sos, pibe…?

-De la 60, don.

-Cambiate, a ver qué sabés hacer…Último tango...

Jorge Barraza
Para EL TIEMPO
En Twitter: @JorgeBarrazaOK

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