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Fútbol Colombiano

Cábalas de hincha para ver campeón al América

El ambiente en el estadio Pascual Guerrero fue fundamental para que América derrotara a Junior y lograra el título.

El ambiente en el estadio Pascual Guerrero fue fundamental para que América derrotara a Junior y lograra el título.

Foto:Luis Robayo - AFP

Una fanática, periodista, cuenta su historia en la estrella 14. 

Orlando Ascencio
Ni mi papá ni yo lloramos. Repetimos todo igual. O casi. Cuando ascendimos, a finales de noviembre de 2016, viajé desde Bogotá el día anterior. Para la estrella 14, fue igual. El tema de la boletería se convirtió en el gran drama de la final. La venta salió el lunes 2 de diciembre, un día después de empatar cero a cero en Barranquilla. Ese partido lo vi en casa de Silvia Restrepo, vicerrectora de la Universidad de los Andes, hincha furibunda del América. Me fui en el minuto 85, convencida de que no puedo ver los últimos cinco minutos de los partidos.
Tan pronto terminó, convenimos ir a Cali a ver la final juntas. El lunes madrugué a comprar las boletas, pero cuando llegué a la taquilla me dijeron que se habían terminado. En efecto, las boletas se acabaron 50 minutos después de haber salido a la venta. Los revendedores hicieron su agosto. Las de la tribuna norte las ofrecían a 400 mil, las de oriental primer piso a 600 mil y occidental alcanzaba el millón. Le escribí a Silvia diciéndole que definitivamente no había boletas. Así pasó toda la semana. Hasta terminar ofendida con los revendedores y convencida de la mafia que hay detrás de todo el tema.
El jueves, mi primo Mario escribió diciendo que había hecho hasta lo imposible, pero que definitivamente boletas no había. Entonces, propuso un plan alterno para ver el partido en un bar de la 66. Acepté resignada. Aunque la resignación nunca ha sido mi fuerte.
El viernes volé a las seis de la tarde. Estando en el avión, ya a punto de despegar, recibí el mensaje de Santiago Pardo. Santiago, el mismo con el que fui al partido del ascenso. Como una premonición. Como un ángel. O más bien, como el mismísimo demonio.
Un hincha besa el pasto en agradecimiento por la estrella 14 del América.

Un hincha besa el pasto en agradecimiento por la estrella 14 del América.

Foto:Juan Pablo Rueda - EL TIEMPO

Pensé en mi sal. Pues últimamente cada vez que iba al estadio o veía los partidos por televisión, perdíamos. El América empezó los cuadrangulares con partido en Bogotá contra Santa Fe, un venido a más que estuvo en la cola para el descenso y tras una campaña excelente, quedó clasificado entre los cuatro de su grupo. Conseguí boleta a última hora. Faltando dos horas para el partido. Me puse mi camiseta y arranqué para El Campín íngrima, sola. Ese día perdimos dos a uno.
Acción del juego del partido Santa Fe vs. América.

Acción del juego del partido Santa Fe vs. América.

Foto:Mauricio León / EL TIEMPO

Salí del estadio convencida de ser la sal. Hay un cuento de Eduardo Sacheri, en el libro La vida que pensamos, que habla sobre un hincha que debe ir al estadio cada vez que su equipo juega. El conjuro para no perder. En mi caso, estaba convencida, la cosa era al contrario. Yo era la sal. De manera que el partido de vuelta con Santa Fe, el que nos clasificó a la final como primeros del grupo, tuve que oírlo por radio. No fui capaz de verlo. Y cada vez que el América llegaba, salía corriendo a prender el televisor para ver la repetición de la jugada. Al final el dos a cero nos dejó a todos llenos de ilusión.
De manera que cuando Santiago me dijo que había conseguido boletas, lo dudé. Pero enseguida recordé aquel noviembre de 2016 y caí en cuenta que todo lo que estaba ocurriendo era un deja vú. Convencida de que la sal algún día se sacude, le dije que claro, que íbamos a la final juntos, así nos diera un infarto. Caí en cuenta que estaba pasando todo casi de la misma manera que cuando ascendimos y le dije que teníamos que repetir al pie de la letra lo que hicimos aquella vez.
Cuando el América ascendió, viajé con Santiago el día anterior y esa noche salimos a beber un trago para matar la ansiedad. Esta vez hicimos lo mismo. Cali estaba prendida, como una antesala a la locura. Jorge Cardona, editor general de El Espectador, me había dado el consejo: “Métanse un whisky doble antes de partir a la cancha”. Y nosotros, juiciosos, le hicimos caso. Sólo que reemplazamos el whisky por Blanco del Valle (¡obvio!). Total, que la noche del viernes terminamos en El Peñón, que estaba a reventar, todo Cali tenía un ambiente festivo. La ciudad de Niche sonando en todas las esquinas, la del calor que se pega en el cuerpo, la de las lucecitas amarillas que se prenden a la orilla del río. Mi Cali divina que con solo pisarla da ansiedad y la quita. Esa Cali que mata, pero que al mismo tiempo inyecta ganas de vivir.
El sábado amaneció nublado. Y no pude ir a nadar. Esa fue otra cábala sin cumplir. El día que ascendimos, antes de salir para el estadio, estuvimos un buen rato en la piscina. Santiago me lo dijo: “No te olvides de nadar”. Pero no fui. No porque lo olvidara, sino porque la mañana se fue entre llamadas. Antes de irme, me tomé la foto con mi papá. Igual que el día del ascenso. Le pregunté si mejor me ponía los lentes de contacto. “No”, fue su respuesta tajante. Claro, el día del ascenso también me fui al estadio con las gafas puestas.

Rumbo al estadio

La cita fue en el Parque del Perro. La misma camiseta, los mismos tenis, exactamente el mismo ritual. A mediodía, justo antes de entrar al estadio, le mandamos una foto a Chucky García, mi cómplice en esta vida –y seguramente en la otra– en esta agonía de ser hincha de este equipo. Chucky ya estaba alistándose para ver el partido junto a sus tres gatos: Parce, Fina y Chapita, y con la camiseta del Bilbao puesta, uno de sus otros equipos favoritos más sufridos. Esa es su cábala. Sus gatos y esa camiseta. Silvia, mi otra cómplice, y que se quedó sin ir al estadio, se puso la camiseta negra del América, pues está convencida de que cada vez que se la pone la Mechita gana.
Santiago, las mismas gafas y la misma camiseta que se puso en el partido del ascenso. Y Ángela, la esposa de mi primo Mario que se quedó con la reserva en el bar de la 66 hecha, llevó la camiseta en la mano y la bandera que siempre lleva desde que tiene memoria. “No me la puedo poner. Me la llevo en la mano. Si me la pongo, perdemos”, fue lo que me explicó cuando le pregunté por qué no la tenía puesta.
Mi hermano, que es el más cabalero que conozco, vivió la final en San Francisco. No se puso la camiseta del América, pero sí un saco rojo para el invierno californiano. Sus rituales van desde levantarse a la misma hora que se levantó el partido anterior que el América ganó, ponerse los mismos calzoncillos, la misma camiseta, el mismo pantalón, los mismos tenis, dormir la noche anterior con la misma pijama y si hay que salir de la casa, subirse por la misma puerta del bus o entrar a la misma estación de metro y por el mismo torniquete. Sentarse en la misma silla. Beber en el mismo vaso. Y así. Cuando estábamos en la B y estudiaba en la universidad le pedía a sus compañeros de clase sentarse en las mismas sillas en las que se habían sentado el lunes del partido anterior (porque el América, cabe recordarlo, jugó cinco años todos los lunes y cinco años lo vimos). Y desde que tiene memoria, los días que hay partido, escucha por las mañanas, la música del América en una lista de Youtube que dura 57 minutos.
A las dos de la tarde entramos al estadio. Felices y convencidos de que nada podía salir mal. Cada uno con su cábala. Luego vinieron las atajadas de Volpi, el primer gol del rompecorazones y el pecho que me empezó a doler. Luego el dolor de cabeza y esos síntomas de ansiedad tan conocidos. Sentarse. Respirar. Inhalar por la nariz, exhalar por la boca. Respirar y volver a respirar. Luego el segundo gol de Sierra y el Pascual Guerrero a punto de caerse. El gol anulado del Junior. El Barón Rojo que no paró de saltar un solo minuto con sus bengalas y su pólvora. Esa caldera que es el Pascual en las finales con su ‘y dale y dale y dale rojo dale’. Esa hinchada, cuarenta años después del primer título, con el corazón en la boca. Cali en su máxima expresión. La ciudad que tanto amamos metida toda en un estadio rojo. Cali hirviendo. El fútbol, ese que para muchos es un opio y un cáncer, ese que muchos tildan de ser un deporte que enajena las mentes, ese mismo fútbol le dio a Cali la felicidad más grande de sus últimos tiempos. Y ni mi papá ni yo lloramos. ¡Campeón, América Campeón!
ALEJANDRA LÓPEZ GONZÁLEZ
Autora del libro '¡Dale Rojo, Dale!' (Intermedio Editores, 2017)
Para EL TIEMPO
Orlando Ascencio
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