Tun tun, tun tun… el sonido de un corazón que late fuerte suena por unos altoparlantes. En la pantalla, como en un pequeño cine, proyectan imágenes de la selección brasileña en el mundial de 1950.
Un locutor describe lo que pasa: “1-0, gana Brasil, ¡la Copa es nuestra!”, dice, y se emociona, y los latidos no cesan, tun tun, tun tun. En la pantalla aparecen fanáticos celebrando, en blanco y negro. Unas 40 personas son los espectadores, que ya presienten lo que viene, como el final conocido de una película trágica. “1-1, empata Uruguay”, dice la voz, algo nerviosa. Tun tun, los latidos se ponen débiles. Y, de repente, ya no suena nada… Hay un silencio estremecedor. En la pantalla hay gol de Uruguay, 1-2, el famoso Maracanazo de 1950 que Brasil nunca va a olvidar. “El corazón de Brasil ¡para!”, dice el locutor, y nadie comenta nada.
La gente sale del cubículo. Los que son brasileños parecen impactados por el recuerdo; los demás, la mayoría, hacen gala de sus conocimientos de aquel episodio que marcó el fútbol brasileño. Un hombre, colombiano, con su camiseta de la Selección se apresura a explicarle a una mujer, tal vez su pareja, que ese fue el Maracanazo, cuando Brasil se creía campeón antes de jugar, según dice. La mujer responde que sí, que ella ya ha escuchado esa historia, que no la crea tan ignorante.
Ese recuerdo, nostálgico en Brasil, es uno de los tantos que se reviven en el Museo de Fútbol, un palacio en São Paulo ubicado justo en el estadio Pacaembú, donde los emblemas y la historia brotan en cada rincón, en cada pasillo. Por estos días de Copa América, la entrada es gratuita, y llegan muchos fanáticos de diferentes países, grupos de turistas, periodistas. Quienes vienen aquí no son curiosos, son verdaderos fanáticos del fútbol, y en particular de la historia del fútbol brasileño que aquí se abre como una enciclopedia.

En el museo se conmemora el crecimiento del fútbol brasileño, además del que ha tenido el fútbol femenino.
Carlos Ortega. Enviado especial de EL TIEMPO
En la entrada uno se pierde entre cantidades de fotos colgadas en altas paredes; hay de todo, de los mundiales, de las figuras brasileñas, hay emblemas de los clubes de ese país, no solo los paulistas, hay fotos históricas, banderines coloridos, notas de periódicos. Es una pared llena de tesoros. Esa sola entrada ya anticipa lo que habrá más adelante. Arriba, en el segundo piso, el mismísimo Pelé da la bienvenida al museo, en una proyección de video. Y es que Pelé es uno de los personajes principales que atraviesa el museo de lado a lado.
Son las 3 de la tarde y el museo está repleto este día. Familias enteras lo recorren. Las mujeres, quizá por alguna afinidad, pasan más tiempo en una sección especial para el fútbol femenino en donde sobresale la figura de Marta, la mejor futbolista del mundo, ícono nacional. Los hombres se pierden como niños chiquitos mirando cada detalle, leyendo las descripciones, conociendo, recordando. Los hombres aquí sacan pecho, ponen cara de expertos y les hablan a sus mujeres como expertos. “Este era un brasileño borrachín, le pagaban por partido, pero era un crac, y este de acá sí que jugaba fútbol”, dice en español un hombre de unos 60 años y señala diferentes fotos en una pared. Su familia lo mira como absorta en su sabiduría futbolera o como por hacerlo sentir importante.
Si alguien quiere conocer la historia de Brasil en los mundiales, tiene que venir aquí. Hay fotos enormes, a color, descripciones precisas. Sale Pelé, otra vez, y Ronaldo Fenómeno, Rivaldo, Ronaldinho Gaúcho. Los brasileños tendrían que construir otro museo para enaltecer a todas las estrellas que han tenido. Es un lugar que da envidia.
“Colombia debería tener un museo así, con todas esas figuras que hemos tenido, el Pibe, el Tino, Higuita”, dice la misma mujer que ya se sabía la historia del Maracanazo. Luego pregunta que si Ronaldinho ya se retiró, y su pareja se ríe pero no le responde, como si la pregunta no estuviera a su altura, o como si no supiera la respuesta. Se hace el desentendido porque está justo en un salón de la fama en donde aparece la foto de Ronaldo, el fenómeno. “Esta foto sí la quiero”, dice el hombre, y corre hacia ella y se para al lado de la imagen, que es de su mismo tamaño. “Ni Messi hacía lo que hacía Ronaldo. Aunque aquí ya estaba muy gordo, esto era cuando estaba por retirarse”, dice el hombre, y la mujer que parece su pareja lo compara con él y responde que en algo se parecen, y ambos se ríen.

En el ,Museo pueden verse y tocarse las réplicas de los trofeos ganados por la selección. Está ubicado en el estadio Pacaembú, uno de los escenarios tradicionales de São Paulo.
Carlos Ortega. Enviado especial de EL TIEMPO
Hay otras figuras más antiguas que no todos conocen, porque fueron menos famosas o no tuvieron la difusión de ahora, o sencillamente porque eran de otra época, como Zico, un emblemático de la selección brasileña en la década del 80. “A este le decían el Pelé blanco”, dice el hombre de más edad, y todos le creen, o al menos nadie chista nada. También se topan con la foto de Falcao, y antes de que alguien vaya a aclarar cualquier cosa, una mujer dice que ella ya sabe que ese es el Falcao brasileño, que no la crea tan boba.
Con la Copa en las manosPesa casi 7 kilos, los mismos kilos de la original; es dorada, brillante, deseada, hermosa. Es la Copa del Mundo, una réplica exacta que reposa en el Museo del fútbol y tiene el mismo tamaño, características y peso. Solo hay una diferencia, esta la puede tocar cualquier persona. “No como la original, que solo la tocan los campeones del mundo”, dice el hombre colombiano, y la mujer que lo acompaña se esfuerza por mantener alzada la Copa, por el peso que le dobla las manos.
La gente hace fila para tomarse una foto con el trofeo; lo alzan con mucha delicadeza, algunos lo llevan bien arriba, con ambas manos, para sacarse una foto de campeón. Al lado, otro trofeo no menos importante, la réplica de la Jules Rimet, la primera Copa que se entregaba a los campeones. “Ese se lo robaron en la década del 80, eso fue muy famoso”, dice uno de los hombres expertos. Y sus acompañantes asienten, pero no prestan mayor atención; la Copa que conocen, la que les gusta, es la otra.

El Museo del Fútbol en Brasil es un lugar que no pueden dejar de conocer los aficionados al balompié.
Carlos Ortega. Enviado especial de EL TIEMPO
En ese salón está la historia de los mundiales, y cómo no, en la sección de México 86 aparece Diego Maradona con ese mismo trofeo, el original, aunque en la foto parece más grande y más pesado. El 10 argentino lo levanta a dos brazos, se ve el brazalete de capitán en el izquierdo, y su cara de sonrisa infinita. “Ja, fue mucho mejor Pelé”, dice un fanático al que no hay que preguntarle si es colombiano. Lleva sombrero vueltiao.
El recorrido sigue, por más salones, innumerables fotos, copas, recuerdos, datos. Aquí vienen los que quieren culturizarse en fútbol o los que quieren alardear su cultura en fútbol.
“¿Cuantos mundiales ganó Cafú, tres?”, pregunta la misma mujer que se sabía la historia del Maracanazo, justo frente a una foto del futbolista, y el hombre, su pareja, le responde que sí, que está en lo cierto, que se nota que le pone cuidado cuando él habla de fútbol, y se ríe, pero luego duda y corrige, “No, no, un momento, ganó dos, dos mundiales”.
En la siguiente de las 15 salas temáticas que hay en el museo suena música de estadio, que no es otra que la de los rugidos de la afición del São Paulo en el estadio Morumbí, donde juega de local. Uno se puede quedar allí unos segundos, cerrar los ojos y seguro que se traslada a la cancha, porque el sonido aturde. Solo falta que vibre la estructura, y parece que sí lo hiciera.
“Yo me acuerdo de esa época”, dice el hombre sabio que recorre los pasillos como en cámara lenta, como si no quisiera conocer sino revivir cada instante. Se lo ve como nostálgico, parado justo en uno módulos en los que se ven goles históricos de Brasil. Lo curioso es que hay un dial, y el visitante puede moverlo, jugar, y al sintonizar suena la voz del narrador de la época describiendo esas jugadas: “Goooool do Brasiiiiiil”, suena, y la piel se eriza.
El recorrido, después de dejar atrás unas vitrinas con la evolución de los balones y los guayos, termina con una vista hacia la cancha del Pacaembú. Ahí, una pareja de colombianos se toman fotos y dicen que espectacular el museo, que muy completo, y se preguntan por qué en su país no hay uno así.
PABLO ROMERO
Enviado especial de EL TIEMPO
En Twitter: @PabloRomeroET