El día que se anunció la muerte de David Bowie, las peores pesadillas se hicieron realidad. Lloramos con Héroes de fondo intentando dar respuesta a lo imposible, a la inexistente inmortalidad de nuestros ídolos. Nos consolamos con la idea de que nos queda su música a la mano, a un clic de distancia, pero no basta. Nos dio fuerza saber que aún quedan otros guías espirituales (McCartney, Dylan, Gilmour, Richards, Townshend) que mantendrían el equilibrio emocional en un mundo que se cae a pedazos.
Uno de esos estandartes era Leonard Cohen. Gentil, cortés, elegante, oscuro y prudente en todo el sentido de la palabra, gozaba de aparente buena salud y una chispa creativa que le permitió dejar cuatro trabajos memorables entre 2012 y 2016. Se mantenía de gira, pues se debía a su público y nada parecía indicar que se uniría tan pronto a Bowie, Glenn Frey, Prince y Marianne, su musa de la juventud y de quien se despidió en el verano con una hermosísima carta.
Ella fue la responsable de darle vida a una de sus canciones más hermosas, So Long Marianne. En la carta de despedida, Cohen dejó una pieza suelta para el rompecabezas que no supimos armar: “Bien, Marianne, hemos llegado a este tiempo en que somos tan viejos que nuestros cuerpos se caen a pedazos; pienso que te seguiré muy pronto. Que sepas que estoy tan cerca de ti que, si extiendes tu mano, creo que podrás tocar la mía”.
Hijo de un sastre y una enfermera, Cohen nació en un hogar judío en Montreal (Canadá), en 1934. A los 9 años perdió a su padre y tuvo que madurar antes de tiempo. Sus tíos y el peso de ser un primogénito judío le concedieron la inmensa responsabilidad de ser el hombre de la casa, de velar por su madre y su hermana.
Pronto encontró en la escritura la fórmula para la salvación emocional, para superar la ausencia de una imagen determinante en el desarrollo de todo ser humano. A los 16 años tuvo el primero de varios big bang. Sucedió en una librería donde cayó rendido ante la poesía de Federico García Lorca, su principal influencia.
En el libro Poemas selectos se detuvo ante Gacela del mercado matutino. Sylvie Simmons, autora del libro biográfico Soy tu hombre, recuerda que Cohen se erizó con la fuerza de esos versos, algo que solo le había sucedido en la sinagoga durante los rezos matutinos. La soledad de la poesía de Lorca lo marcó, algo se rompió en él y cambió para siempre. Se identificaba plenamente con Lorca. Había encontrado su voz.
“La manera como plasmaba sus pensamientos era como si abarcara el cosmos. Sus versos iluminaban un paisaje por el que solo yo transitaba. Quería responder a aquellos poemas. Cada poema que nos afecta es como una llamada que necesita respuesta, queremos responder con nuestra propia historia”, recuerda Cohen en el libro de Simmons. Y a partir de ese momento empieza una larga y fructífera conexión con España que tiene en la música flamenca otro punto de encuentro, que fue reconocido y enaltecido en 2011 durante el discurso que Cohen dio por el Príncipe de Asturias.
La conexión con la literatura se fortaleció durante sus años de estudiante de Literatura en McGill. Allí leyó a T. S. Eliot, Dostoievski, James Joyce, Dylan Thomas, Allen Ginsberg, Rimbaud, Mann, Ezra Pound, Goethe, Schiller y toda la gran fuente de la creación literaria occidental que se desarrolló fuera de Canadá, un país que apenas empezaba a construir una corriente de escritores y pensadores.
Cohen tuvo la suerte de ser alumno de dos de los más importantes referentes de la poesía canadiense de la primera mitad del siglo XX: Louis Dudek e Irvin Layton; este último, centro del universo de la poesía canadiense de aquella época y fundamental en su desarrollo como escritor. Fruto de esas experiencias, en 1954 publicó sus primeros poemas en la revista literaria de la universidad y ganó un importante concurso de poesía. Su talento era reconocido y lo comparaban con Yeats y Joyce.
Sus primeros escritos giraban en torno al misticismo religioso, al miedo y a la búsqueda del amor. Desde muy joven, Leonard Cohen aprendió a amar a las mujeres gracias a su madre. “Me enseñó a nunca ser cruel con las mujeres”, recuerda en su biografía. Los frutos de ese periodo se recogen en su primer volumen de poemas, Comparemos mitologías (Visor, 2002), que vieron la luz en 1956, un año clave en la vida de Cohen, pues le dio un importante galardón a su trabajo y lo puso en los reflectores de los medios.
En Montreal y Toronto se empezó a hablar de la gran promesa de la poesía canadiense. Ese año decidió mudarse a Manhattan. Cansado del ambiente académico de McGill, decidió tomar un posgrado en la Universidad de Columbia.
Nueva York le abrió su mente y le permitió ser testigo de unos cambios vertiginosos en materia cultural y social. Allí se enamoró de la música de Woody Guthrie, Hank Williams y Johnny Cash. También de los poetas beat. Emprendió viajes por varios lugares del mundo donde fue testigo de hechos que lo ayudaron a madurar.
Fue a Cuba a apoyar a Fidel, a Inglaterra y a Israel. Pero tal vez el más importante fue a la isla de Hidra en Grecia, donde conoció a Marianne, la gran musa. En 1966 volvió a Nueva York en el auge de la psicodelia y el hipismo. Se encontró con una ciudad que había cambiado vertiginosamente en poco tiempo.
Ahora era la ciudad de Andy Warhol y la Factoría, la ciudad de los Velvet Underground, Nico y Judy Collins, clave en su carrera como cantautor. A ella le cedió una de sus primeras canciones, Suzanne, hecho que le abrió las puertas de la disquera Columbia. John Hammond, el mismo que reclutó a Dylan, se dejó seducir por la poesía de Cohen. En un lapso de diez años, el canadiense había publicado seis libros, cuatro de ellos de poesía y dos novelas biográficas, siendo la más relevante El juego favorito (1963), un compendio de vivencias de la niñez hasta sus viajes.
Ahora apostaba por ser un cantautor como Dylan, a quien admiraba profundamente. Songs of Leonard Cohen apareció en diciembre de 1967, un disco extraño en una escena que se movía por otras aguas, pero que dio cuenta de una sensibilidad única para plasmar ideas o pensamientos que iban desde el amor, el desamor, la religión, la guerra, el nazismo, la muerte y sus preocupaciones espirituales.
Bajo el paraguas del folk, Cohen creó un disco extraordinario que con el tiempo se convirtió en un clásico gracias a canciones como Suzanne, Sisters of Mercy, So Long, Marianne y The Stranger Song, todas engalanadas por un timbre de voz místico, barítono y único en ese momento. No había un artista que sonora igual, y con la edad que murió Cristo, Cohen abrió las puertas para crear obras sólidas durante 50 años de carrera musical.
Entre 1967 y 2016, Cohen dejó otros cinco libros y 14 trabajos en estudio. Dos en los 60, cuatro en los 70, con pelea incluida con Phil Spector por Death of a Ladies’ Man de 1977, el álbum que Cohen consideró fue su disco menor logrado. Curioso, pues si se escucha con detenimiento tiene grandes canciones como True Love Leaves No Traces, Paper Thin Hotel y su manifiesto emocional Death of a Ladies’ Man, la muerte del mujeriego. “He offered her an orgy in a many mirrored room. He promised her protection for the issue of her womb”. Basta con ver la portada del disco para comprender el mensaje que nos quería dar Cohen.
Tras una pausa de cinco años, volvió en 1984 con el disco Various Positions, un álbum que tuvo en una organeta Casio su punto de partida. Cuando Cohen se lo llevó a CBS, su disquera, fue rechazado tajantemente por Walter Yentnikoffv. “Leonard, sabemos que usted es grande, pero no sabemos si el disco es bueno”.
El empresario se tuvo que tragar sus palabras, pues en ese álbum, además de Hallelujah, su canción más conocida y más veces versionada, se encuentran Take This Waltz y Dance Me to the End of Love, la canción que exaltó la belleza de la música a pesar del horror del Holocausto.
Cuatro años más tarde, Cohen regresó con el álbum I’m Your Man, el más exitoso en términos comerciales y que le dio un importante grado de visibilidad a finales de los años 80.
En los 90, su legado fue ampliamente reconocido a través de tributos y homenajes liderados por Bono y Nick Cave.
Llevar una vida austera y humilde le permitió ver con otra perspectiva la década. Su álbum The Future de 1992, único editado en ese periodo, es una especie de canto profético ante la desbordada violencia racial que se vivía en Los Ángeles con la canción Anthem como referente.
Tras una gira y el agotamiento que conlleva estar lejos de casa, se dedicó de lleno a su familia, a la pintura y a la poesía y a resolver asuntos emocionales. En ese proceso estuvo durante cinco años en el monasterio de Mount Baldy, donde se ordenó como monje gracias a la guía espiritual del maestro Roshi.
Tenía una gran deuda con sus actos y errores y era el momento de poner en orden la casa. Quería dedicarse a su hogar y la poesía. Pero el nuevo milenio le dio algunas sorpresas desagradables por cuenta de un terrible desfalco financiero de la mano de su representante, Kelly Lynch. Varios millones de dólares fueron robados de su cuenta bancaria, perdió los derechos de sus canciones.
En el 2005, con 71 años, Cohen se enfrentó a la bancarrota con altura, como todo un caballero. Tomó las acciones pertinentes sin armar escándalos mediáticos, empeñó su casa y recuperó algo de dinero gracias al abogado Robert Kory. Decidió que debía trabajar nuevamente para cubrir ese hueco financiero.
Sabio y sobrio, salió de gira por Canadá y Europa entre 2007 y 2009. Editó un álbum en vivo memorable, Live In London, y decidió darle continuidad a su carrera mientras la salud se lo permitiera. Y así fue, pues nos regaló otros tres álbumes en estudio. Hace un par de semanas había presentado su nuevo disco, You Want It Darker, justo al otro día que se anunció el Nobel de Literatura para Dylan.
Es un gran disco en el que Cohen explora las preocupaciones de un hombre adulto ante la inminente llegada de la muerte. Dijo que estaba preparado para el final, pero también acudió a la ironía para sustentar tal afirmación. “Solo estoy dejando la casa en orden”. No se le veía enfermo o deteriorado.
Su muerte, inesperada, fue otro tremendo golpe en un año que será tristemente recordado por la cantidad de artistas que se ha llevado. Cohen era esperanza, sabiduría, elegancia, sobriedad y firmeza. Nació con traje y murió con traje. Solo él podía despedirse de este mundo de esa manera. De un mundo desolado, huérfano, agrietado, sin esperanza y sin luz, que pierde a uno de sus más grandes sabios. Se acerca el fin de la Historia, de la Historia que se empezó a gestar desde la utopía de un mundo mejor y que hoy se derrumba ante la mirada celestial de los héroes. So long, Leonard. ¡Qué vacío nos dejaste!
JACOBO CELNIK
Escritor y periodista. Experto en música contemporánea, especialmente el rock.
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
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