“Averigua con tus padres dónde naciste y descríbelo”. A esta tarea se enfrentó Federico, el protagonista de la nueva novela de la escritora colombiana Yolanda Reyes. Pero no tenía cómo realizarla.
“¿Qué pasa si uno no sabe dónde nació? ¿Cómo es no tener claros esos primeros años? Son preguntas de esta historia –dice la escritora–. A veces lo sabemos, pero no nos acordamos. Finalmente, nacer y estar en una familia son construcciones culturales. Alguien nos cuenta. Todos somos la historia que alguien nos contó”.
Qué raro que me llame Federico es el título de esta obra, tomado de un verso de García Lorca. Muy largo, larguísimo, pensaba Reyes antes de publicarla. Pero tenía en su mente otro título del escritor español Luis García Montero (Mañana no será lo que Dios quiera) y pensó atreverse, como él, a titular con un verso.
Precisamente, García Montero aceptó leer la obra y darle un comentario. Se declaró conmovido, como muchos primeros lectores que siguieron la historia de un niño colombiano que tiene la suerte de encontrar una madre en Belén, una española soltera.
“Una de las preocupaciones de la novela fue: ¿cómo se construye ser la madre de alguien o ser el hijo de alguien?”, dice Reyes. El libro recoge las voces de la madre y del hijo, con las dificultades de comunicación entre ellos.
El lazo de madre e hijo no necesariamente tiene que ser biológico para ser fuerte…
Creo que todas las maternidades son construcciones culturales. No están exentas de dudas, dolores y amor. No siempre somos las mamás perfectas, los hijos tampoco. Esto tiene una cantidad de capas que quise indagar. Hace poco hablaba con una periodista en Lima, decíamos que la maternidad ha sido vista como cosa de Johnson & Johnson. Ahora que las mujeres empezamos a escribir, decía ella, vemos que la maternidad también fue contada por hombres.
¿Por qué escogió la adopción?
Me pareció una historia potente. Todos tenemos fantasías, agujeros negros sobre cómo llegamos al mundo. El sentido de la vida es una construcción. La adopción me hacía preguntar qué pasa cuando uno no sabe qué pasó ni por qué llegó al mundo. Si tienes familia cerca y te puedes mirar en los ojos de alguien que tiene una mirada igual a la tuya es distinto de cuando te miras al espejo y dices: ¿de dónde vengo?
Vamos a la primera idea de esta historia…
Tengo una amiga cercana que adoptó un niño. Cuando terminaba de escribir Pasajera en tránsito (2006), me llegó la idea. La única manera que tengo de terminar un libro es cuando viene otra idea. Dije: quiero escribir la historia de una mamá adoptante. Por ese tiempo llegó un muchacho francés a Espantapájaros (librería, centro cultural y preescolar, a la que está vinculada), quería trabajar como voluntario. Tenía acento francés, pero era llanero. Había sido adoptado. Vino a los 20 años a buscar a su familia biológica. Le pregunté por qué hablaba español con acento afrancesado. “¿Sabías español cuando te fuiste?”. Respondió que lo aprendió como segunda lengua. Había tenido que olvidar el canto de su lengua para poder ser de esa comunidad, la francesa.
Esto generó nuevas preguntas…
Sí, ¿qué hace que tengas que perder tu acento para ser reconocido por otros? Este muchacho se sentía llanero por su fisonomía, pero sentía que no encajaba con ellos. Estaba en los bordes. Y los bordes siempre me han interesado.
¿Por qué?
Implican no estar ni de un lado ni del otro, porque estás en la construcción de la identidad. En los bordes está lo que no está dicho y hay que buscar palabras para nombrarlo. Entre lo que se da por hecho y lo que se piensa, ahí está la literatura. ¿Qué hay en medio de entre ser la madre o el hijo de alguien? ¿Qué hay en el borde de entre ser niño y dejar de serlo o entre ser adolescente y enfrentarse a la vida adulta? En este bordecito está Pasajera en tránsito. Tengo un libro que se llama Los años terribles, una novela sobre crecer. En eso no dicho es donde está la literatura; por eso me gusta la literatura para jóvenes.
Aún la asocian con la escritora para niños…
Llevo más de 10 años escribiendo una columna. Escribo ensayos y por alguna extraña y preciosa razón, la gente sigue asociando mi trabajo con la infancia. Empecé escribiendo para niños, pero he escrito para jóvenes y para adultos. De cierta forma, mis libros tocan el momento fundacional de la vida que es la infancia.
Pero mantiene su trabajo con niños en Espantapájaros…
He trabajado una cantidad ahí. La gente me dice: si eres escritora, por qué no dejas ese trabajo. No, porque en ellos está lo más precioso y terrible de la existencia humana. Las grandes preguntas y los dolores de los adultos están ahí, porque los niños catalizan todo, la condición humana y las filiaciones, esos lazos de afecto que se construyen y toda esa construcción simbólica de lo que es una familia.
¿Cómo es esto de ‘construcción simbólica’?
Uno se construye en relación con el otro. La primera relación es con la madre. Cuando el niño está aprendiendo a caminar y se cae, mira a la mamá a ver si le dolió. Si la mamá dice: “Ay, se pegó”, el niño llora. Si dice: “No pasó nada”, el niño sigue. El espejo de un ser humano es otro que lo mira. Somos, en gran medida, lo que alguien pensó y sintió que éramos. Por eso, la infancia es tan terrible y tan difícil.
En la historia, Federico tiene que redescubrir todo un lenguaje…
La literatura es una búsqueda del lenguaje. Por eso escribo, porque no me basta con la columna o los ensayos. Cuando vi a ese muchacho hablar como francés, en esa voz había un dolor por no ser. Finalmente es lo que hacemos los escritores, es como quitarle capas al lenguaje para buscar posibilidades. Me interesó esto y el lado de la madre, el de la realidad del reloj biológico. Las mujeres queremos avanzar en nuestras carreras y en algún momento surge la pregunta del hijo, de hacerle un lugar o no. Son encrucijadas de la vida que vamos resolviendo como mejor podemos, pero no hay ‘jurisprudencia’ sobre eso.
Era un terreno nuevo...
Tenemos dos o tres generaciones atrás que no tienen palabras sobre esto. No era un tema literario. Era de la atmósfera privada y ahora las mujeres empezamos a escribir y a encontrar palabras para nombrar estas cosas que no son tan claras.
La novela describe un proceso de adopción casi traumático...
Para adoptar piden una cantidad de papeles, certificados de idoneidad. Hay gente que te examina. Lo otro es más espontáneo: nadie está preparado y de pronto aparece un hijo. En la adopción, todo el mundo se arroga el derecho de preparar a alguien o de juzgar si puede o no cuidar a alguien. Hay una cantidad de gente metida en una relación, y muchos trámites. Ese fue un motivo grande de indagación.
Belén quiere una niña y llega un niño...
Pasa en la adopción, pero finalmente pasa siempre. Uno siempre tiene un hijo imaginado. Ese es el hijo soñado y la vida trae otras cosas. Llega alguien que no sabías qué iba a ser. No es distinto a cuando nace alguien.
A la par, usted trabaja en la formación de lectores, ¿Cuál es el reto en época de tabletas y celulares?
Es igual que siempre. Mientras más aparatos hay, más necesidad tienen los niños de que alguien se siente y los abrace y les cuente una historia. Más necesidad, porque los aparatos suenan, pero la disponibilidad de un adulto mirando a los ojos a un niño, contándole una historia que los vincula, lo que yo llamo “el triángulo amoroso” –el niño, el adulto y el libro–, es fundamental en la vida.
Dice que termina un libro cuando hay una nueva idea… ¿Qué historia viene?
Terminar un libro es un duelo grande. Hace dos años sentí que acababa. Ahora que lo presento es delicioso, porque voy a empezar otra historia que me hace guiños. Tengo una imagen de una conversación con mi mamá sobre su infancia. Me hace pensar que debo hablar sobre la infancia con mujeres que están por los 70.
¿Viene una nueva investigación?
Siempre la hay. Hay que dar tiempo para que las historias se vayan llenando de referencias. No digo que me vaya a una biblioteca. No es la manera de investigar en ficción, no es la mía. La mía es seguir hilitos. Tienes un tema y el mundo empieza a hablar. Oigo la historia de alguien, de su infancia en un colegio de monjas y digo: quiero hablar con ella. De pronto aparecen cosas y personas…
Así como apareció el joven francés…
Sí, pero después empecé a hablar con gente que tenía historias de adopción. Leía literatura sobre infancias. Los libros que leo tienen relación con lo que estoy escribiendo. Uno va buscando, pero no en una biblioteca. Es que las orejas, los ojos, la piel, todo va para el libro. Por eso es tan difícil terminarlo.
LILIANA MARTÍNEZ POLO
CULTURA Y ENTRETENIMIENTO
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