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Música y Libros

Lea un fragmento de 'Los abismos', ganadora del premio Alfaguara 2021

Pilar Quintana, escritora colombiana.

Pilar Quintana, escritora colombiana.

Foto:revista Bocas

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La novela fue escrita por la caleña Pilar Quintana.

Andrés Hoyos
La autora colombiana , que se quedó con uno de los los galardones literarios más importantes otorgados a una obra inédita escrita en español y que este año recibió 2.400 escritos en su convocatoria. Aquí le ofrecemos un adelanto de 'Los abismos'.
Una niña contempla con una agudeza y una sensibilidad extraordinaria el conflictivo matrimonio de sus padres. Entre la actitud desdeñosa y las confidencias imprudentes de ella y la amargura y el silencio obstinado de él, intenta construir la realidad que la rodea, conjeturando, adivinando, interpretando lo que no le dicen, o lo que le cuentan a medias.
La vida de Claudia transcurre con normalidad en Cali, una infancia sin  preocupaciones, como tantas otras, porque todas las familias felices se parecen. Pero como cada una es infeliz a su manera, de repente irrumpe en la ecuación alguien ajeno a ella que acaba con la armonía. Y entonces ocurre: la vida se convierte en otra cosa cuando se quiebra la línea recta del camino, desbaratada en favor de esos monstruos sin nombre, martilleos constantes hacia la agonía de sufrir cada minuto y acariciar los abismos, fríos, crueles, invisibles y despiadados.
Con el telón de fondo del estrecho universo femenino formado por mujeres acomodadas a su vida, que no pueden romper con una educación de otro tiempo, Pilar Quintana ha construido una novela intimista, con una voz narradora deslumbrante en su ingenuidad que, desde la memoria del hogar, conduce al lector por las obsesiones que pueblan la niñez de la que la protagonista se está despidiendo.

Así comienza 'Los abismos'

En nuestro apartamento había tantas plantas que lo llamábamos la selva.
El edificio parecía salido de una vieja película futurista. Formas planas, volados, mucho gris, grandes espacios abiertos, ventanales. Nuestro apartamento era dúplex y el ventanal de la sala se alzaba desde el suelo hasta el cielo raso, que allí era del alto de las dos plantas. Abajo tenía piso de granito negro con vetas blancas. Arriba, de granito blanco con vetas negras. La escalera era de tubos de acero negro y gradas de tablas pulidas. Una escalera desnuda, llena de huecos. Arriba el corredor era abierto, como un balcón a la sala, con barandas de tubos iguales a los de la escalera. Desde allí se contemplaba la selva, abajo, esparcida por todas partes.
Había plantas en el suelo, en las mesas, encima del equipo de sonido y el bifé, entre los muebles, en plataformas de hierro forjado y materas de barro, colgadas de las paredes y el techo, en las primeras gradas y en los sitios que no se alcanzaban a ver desde el segundo piso: la cocina, el patio de ropas y el baño de las visitas. Había de todos los tipos. De sol, de sombra y de agua. Unas pocas, los anturios rojos y las garzas blancas, tenían flores. Las demás eran verdes. Helechos lisos y rizados, matas con hojas rayadas, manchadas, coloridas, palmeras, arbustos, árboles enor- mes que se daban bien en materas y delicadas hierbas que me cabían en la mano.
A veces, al caminar por el apartamento, me daba la impresión de que las plantas se estiraban para tocarme con sus hojas como dedos y que a las más grandes, en un bosque detrás del sofá de tres puestos, les gustaba envolver a las personas que allí se sentaban o asustarlas con un roce.
En la calle había dos guayacanes que cubrían la vista del balcón y la sala.
En las temporadas de lluvia perdían las hojas y se cargaban de flores rosadas. Los pájaros sal- taban de los guayacanes al balcón. Los picaflores y los sirirís, los más atrevidos, se asomaban a curiosear al comedor. Las mariposas iban sin miedo del comedor a la sala. A veces, por la noche, se metía un murciélago que volaba bajo y como si no supiera para dónde. Mi mamá y yo gritábamos. Mi papá agarraba una escoba y se quedaba en la mitad de la selva, quieto, hasta que el murciélago salía por donde había entrado.
Por las tardes un viento fresco bajaba de las montañas y atravesaba la ciudad. Despertaba a los guayacanes, entraba por las ventanas abiertas y sacudía también a las plantas de adentro. El alboroto que se armaba era igual al de la gente en un concierto. Al atardecer mi mamá las regaba. El agua llenaba las materas, se filtraba por la tierra, salía por los huecos y caía en los platos de barro con el sonido de un riachuelo.
Me encantaba correr por la selva, que las plantas me acariciaran, quedarme en el medio, cerrar los ojos y escucharlas. El hilo del agua, los susurros del aire, las ramas nerviosas y agitadas. Me encantaba subir corriendo la escalera y mirarla desde el segundo piso, lo mismo que desde el borde de un precipicio, las gradas como si fueran el barranco fracturado. Nuestra selva, rica y salvaje, allá abajo.
Mi mamá siempre estaba en la casa. Ella no quería ser como mi abuela. Me lo dijo muchas veces. Mi abuela dormía hasta la media mañana y mi mamá se iba al colegio sin verla. Por las tardes jugaba lulo con las amigas y cuando mi mamá volvía del colegio, de cinco días no estaba cuatro. El día que estaba era porque le correspondía atender el juego en la casa. Ocho señoras en la mesa del comedor fumando, riendo, tirando las cartas y comiendo pandebonos. Mi abuela ni mi- raba a mi mamá.
Una vez, en el club, ella oyó cuando una señora le preguntó a mi abuela por qué no había tenido más hijos.
—Ay, mija —dijo mi abuela—, si hubiera podido evitarlo tampoco habría tenido a esta.
Las dos señoras soltaron la carcajada. Mi mamá acababa de salir de la piscina y chorreaba agua. Sintió, me dijo, que le abrían el pecho para meterle una mano y arrancarle el corazón.
Mi abuelo llegaba del trabajo al final de la tarde. Abrazaba a mi mamá, le hacía cosquillas, le preguntaba por su día. Por demás, ella creció al cuidado de las empleadas que se sucedían en el tiempo, pues a mi abuela no le gustaba ninguna.
En nuestra casa las empleadas tampoco duraban.
Yesenia venía de la selva amazónica. Tenía diecinueve años, el pelo liso hasta la cintura y los rasgos bruscos de las estatuas de piedra de San Agustín. Nos entendimos desde el primer día.
Mi colegio quedaba a unas pocas cuadras de nuestro edificio. Yesenia me llevaba caminando por las mañanas y por las tardes me esperaba a la salida. Por el camino me hablaba de su tierra. Las frutas, los animales, los ríos más anchos que cualquier avenida.
—Ese—decía señalando al río Cali—no es un río sino una quebrada.
Una tarde llegamos directo a su cuarto. Estaba en el primer piso, al lado de la cocina. Un cuartico con baño y un ventanuco. Nos sentamos en la cama, una frente a la otra. Habíamos descubierto que no conocía las canciones ni los juegos de manos. Le estaba enseñando mi favorito, el de las muñecas de París. En cada paso se equivocaba y nos reventábamos de la risa. Mi mamá apareció en la puerta.
—Claudia, hacé el favor de subir. Estaba serísima.
—¿Qué pasó?
—Que subás, dije.
—Estamos jugando.
—No me hagás repetir.
Miré a Yesenia. Ella, con los ojos, me dijo que obedeciera. Me paré y salí. Mi mamá agarró mi maleta del suelo. Subimos, entramos a mi cuarto y cerró la puerta.—Nunca más te quiero ver en confianzas con ella.
—¿Con Yesenia?
—Con ninguna empleada.
—¿Por qué?
—Porque es la empleada, niña.
—¿Y eso qué?
—Que uno se encariña con ellas y luego ellas se van.
—Yesenia no tiene a nadie en Cali. Se puede quedar con nosotros para siempre.
–Ay, Claudia, no seás tan ingenua.
A los pocos días Yesenia se fue sin despedirse, mientras yo estaba en el colegio.
Mi mamá me dijo que la habían llamado de Leticia y tuvo que volver con su familia. Yo sospechaba que esa no era toda la verdad. Mi mamá se ranchó en su versión y no hubo forma de que dijera otra cosa. A continuación llegó Lucila, una señora mayor del Cauca que no se metía conmigo para nada.
Fue la empleada que más tiempo estuvo con nosotros.
CULTURA
@CulturaET
Cortesía de la editorial Penguin  Random House

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Andrés Hoyos
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