De todas las ciudades italianas que son una joya –o sea todas, o casi todas–, Palermo no es quizás la más bella, ni la más limpia, ni la mejor tenida, ni la más famosa ni la que más brilla. Incluso muchos de sus edificios más antiguos están derruidos o abandonados o a punto de venirse abajo: una sombra que cuelga sobre quienes caminan por sus calles de piedra; una amenaza y un reproche, no hay pasado que no lo sea.
La capital de una isla, nada menos y nada más, eso es Palermo: una especie de balcón sobre el mar (basta abrir la ventana), pero también una especie de balcón sobre una historia gloriosa y extraviada en la que se mezclan huellas romanas, bizantinas, árabes, normandas, francesas, españolas, incluso huellas italianas, mientras por ellas caminan los gatos como los últimos custodios de lo que allí floreció.
A veces se nos olvida que uno de los emperadores más grandes de la Edad Media, Federico II, “el asombro del mundo”, hizo de la ciudad la sede principal de su corte, en la que convivían sin problema filósofos cristianos, judíos y musulmanes. Como si Palermo fuera al mismo tiempo reino y exilio (como todo reino, como todo exilio), codiciado luego por cuantos quisieron gobernar en el Mediterráneo.
Los sicilianos, sin embargo, no renunciaron jamás a la libertad; ni entonces ni nunca. Con su lengua que es mucho más que un dialecto, con su nostalgia a toda prueba, con su vino tan áspero y su comida recién sacada del agua: el que allí llegó para mandar, así pasaran los siglos, tuvo que devolverse por donde vino, no pocas veces con el rabo entre las piernas. Nadie pudo usurparle nunca nada a Sicilia, ni el mar.
Lo curioso es que ese aire decadente y nostálgico, bellísimo, que se respira en la ciudad desde que uno entra, ese aire parece que siempre hubiera estado allí, como si las ruinas y el caos no fueran el punto de llegada sino el punto de partida, como si ese paisaje hubiera sido toda la vida el mismo. Y en sus cicatrices, en su desvergüenza y su descuido y sus fantasmas, está acaso el mayor encanto de Palermo: su razón de ser.
Y si alguien encarna ese espíritu es el escritor siciliano más célebre de todos los tiempos, el más emblemático y también el más problemático, quizás el mejor: Giuseppe Tomasi di Lampedusa, autor de una única novela, ‘El Gatopardo’, publicada un año después de su muerte en julio de 1957. Un clásico de la literatura que nunca supo que lo sería; un maestro que empezó a serlo solo al borde de la tumba.
Y aunque el Príncipe –lo era: Príncipe de Lampedusa, Duque de Palma, Barón de la Torretta y Grande de España– tenía fama en su ciudad de ser un sabio y un erudito, un diletante dedicado por entero a la lectura, a su enorme biblioteca, a su esposa, a sus perros, a sus pocos amigos, nunca nadie, ni siquiera él mismo, él menos que nadie, se imaginó que en su destino melancólico pudieran atravesarse el éxito y la literatura.
De hecho, su biografía es la de un hombre tímido y distraído, sometido siempre al sofocante y caprichoso gobierno de la mamá: una típica mamá italiana, pero además en el ámbito crepuscular de la nobleza de Sicilia, que luchaba por sobrevivir en un mundo en el que todos sus pergaminos, y sus honores, y sus valores, y sus palacios y su gloria del pasado parecían una excentricidad o una maldición, o ambas cosas.
‘Lampedusa’, como se lo suele llamar, asistió desde niño a esa suerte de liquidación de todo un orden histórico y cultural que era el de su clase social, la nobleza, refugiada sin embargo en la prolongación de sus viejos prejuicios y sus viejos hábitos: sus banquetes, sus lenguas vivas y muertas, sus chistes, sus paseos, sus viajes... La ficción de que todo había cambiado para que nada cambiara; el último aliento de un mundo abolido.
Había peleado en la Primera Guerra Mundial, la ‘Gran Guerra’, pero apenas por muy poco tiempo, pues su mamá le debió de dar la orden, por carta, de que se regresara ya a la casa. Igual en la batalla de Caporetto lo capturaron los austriacos, aunque él hablaba alemán con tanta fluidez que una noche logró ponerse el uniforme de un oficial enemigo, ir a la ópera en Viena y luego fugarse para regresar caminando a Italia.
Después de la guerra su vida fue la de un aristócrata venido a menos, como todos en la Modernidad, anegada en conflictos dinásticos y económicos, deudas que había que pagar, casas que había que mantener o vender, en fin. Solo lo salvaron, por esos años, sus viajes a Londres con un tío suyo que era el embajador de Italia allí, donde Lampedusa pudo reafirmar su amor por esa lengua y ese país que le parecían la cifra de la civilización.
Otra cosa importante que le pasó al Príncipe en esa época londinense fue la de haber conocido a quien sería su esposa, la Baronesa Alexandra Wolf Stomersee, una cultísima psicoanalista letona que era la hijastra de su tío, el embajador. Casi su prima, mejor dicho, aunque en realidad los unió el amor por Shakespeare y la conversación. Se casaron en 1932 y fueron felices, pero es que no se veían casi nunca.
La verdad es que la Baronesa, a quien todos llamaban ‘Licy’, no soportaba la intromisión permanente de su suegra, de cuyo domino no se liberó nunca el Príncipe. Así que hasta el estallido de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, y aun después de ese año, la pareja solo se vio unas pocas veces y cada seis o siete meses. En Riga, donde ella vivía y tenía su palacio, en Roma, donde estaba su madre, en Palermo... De resto, todo por carta.
Pero fue la guerra la verdadera consumación de ese desastre, esa lenta agonía y la muerte de la vieja nobleza siciliana con su nostalgia y su anacronismo. Sobre todo porque Palermo quedó destrozada por los bombardeos aéreos, y ahora el fin del mundo no era solo un concepto espiritual o estético sino también físico, con todos los palacios reducidos a escombros.
En ese rescoldo, está quizás el origen de la novela que Lampedusa escribió una década después
Y no solo los palacios: las bibliotecas, los cuadros, los recuerdos, el mundo de ayer: todo hecho un puñado de ceniza. Allí, en ese rescoldo, está quizás el origen de la novela que Lampedusa escribió una década después, y que en teoría es sobre su bisabuelo, Giulio Fabrizio Tomasi, un príncipe astrónomo al que le tocó también ver cómo su tiempo se le deshacía entre las manos con la llegada de la revolución y el liberalismo.
Ese es el modelo del ‘Gatopardo’, que es como le decían los sicilianos al bisabuelo de Lampedusa: el leopardo, el leopardo rampante de su escudo de armas. Y en su época está situada la acción de la novela, en el ‘Resurgimiento’ italiano, desde 1860. La protagoniza un príncipe siciliano, Fabrizio Salina, que observa con cinismo y distancia cómo se muda y se acaba todo lo que su clase social creyó alguna vez eterno y para siempre.
Muchos creen que es una novela histórica, cuando es todo lo contrario, o es mucho más que eso: una reflexión (la más bella y desoladora) sobre el poder, sobre la hipocresía de toda revolución, sobre cómo las oligarquías se sirven siempre del cambio para perpetuarse y para apuntalar el orden establecido. La revolución como un instrumento conservador y reaccionario; la trampa de la política, su gran mentira.
Al final ‘El Gatopardo’ es sobre todo una exaltación, en el acto, de la literatura como el único camino para recordar: la única forma creíble y perdurable de la memoria, la única cura que existe contra el paso del tiempo. “La verdad no es más que la peor interpretación posible de un hecho cualquiera”, solía decir el Príncipe, quien aún para iluminar los rincones más oscuros de su propia vida se sirvió de la ficción.
Eso lo sabemos bien porque desde 1950, más o menos, Lampedusa empezó a ver a un grupo de jóvenes que lo veneraban como a un verdadero prodigio; en realidad eran ellos los que lo frecuentaban a él, asistiendo incluso a unas clases de literatura inglesa que decidió darles por puro placer, y de las cuales quedó el manuscrito de lo que hoy es uno de los libros más bellos de la lengua italiana, las ‘Lecciones sobre la literatura inglesa’.
Fue allí, en ese espacio de vitalidad recobrada, donde Tomasi di Lampedusa se decidió por fin a escribir esa novela que había arrastrado consigo, entre pecho y espalda, desde niño: la historia de su bisabuelo, pero también la historia de su propia vida, reparada por la ficción. Un ajuste de cuentas con el pasado, con el espíritu siciliano, con la ingenuidad de toda convicción firme y perdurable.
Es probable que ‘El Gatopardo’ empezara a escribirse a finales de 1954 o principios de 1955, también porque Lampedusa vio que un primo suyo, Lucio Piccolo, se había vuelto poeta, y no sin éxito. Cómo no iba a poder él, que no era más estúpido que su primo, escribir una novela, se dijo, y entonces la escribió. Un viaje suyo a Palma di Montechiaro, la tierra de sus mayores, fue el detonante para escribir sin parar.
En mayo de 1956 y en febrero de 1957, mientras Lampedusa seguía puliendo su libro, dos editoriales recibieron el manuscrito, primero Mondadori y después Einaudi, pero ambas lo rechazaron. La razón era que era un libro muy anticuado, muy extraño. Dos rechazos que le añadieron algo más de desconsuelo al Príncipe, que ya viajaba a Roma para tratarse de un tumor en el pulmón. Allí murió el 23 de julio de 1957.
Por esos mismos días Giorgio Bassani, consultor en la editorial Feltrinelli, recibió de Elena Croce una copia incompleta de la novela. Leyó una página, dos, no lo podía creer; cómo era posible que una obra maestra así no estuviera publicada, quién había escrito eso. Luego supo que su autor acababa de morir, entonces viajó a Palermo de inmediato a buscar las huellas del gatopardo.
El libro se publicó en septiembre de 1958 y fue el éxito editorial y literario más grande de la historia italiana, consagrado por la película que en 1963 hizo de él Luchino Visconti.
Un clásico póstumo, no en vano dice su protagonista: “Mientras hay muerte hay esperanza”.
JUAN ESTEBAN CONSTAÍN
Especial para EL TIEMPO
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