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Música y Libros

El ángel de la muerte y los siete enanos que sobrevivieron a los nazis

Perla, la menor de los enanos convertidos en cobayas por el científico alemán Joseph Mengele, juró contar su historia una y otra vez para que “nadie pudiera decir que esto no ocurrió”. Murió en 2001, a los 80 años.

Perla, la menor de los enanos convertidos en cobayas por el científico alemán Joseph Mengele, juró contar su historia una y otra vez para que “nadie pudiera decir que esto no ocurrió”. Murió en 2001, a los 80 años.

Foto:Libro ‘En nuestros corazones éramos gigantes’

Perla Ovitz les contó cómo se salvaron ella y su familia rumana en los campos de concentración.

Era casi el atardecer cuando Mengele entró en el cuarto de las Lilliput en el campamento de mujeres. Sostenía un pequeño paquete debajo del brazo. “Buenas tardes, Herr Hauptsturmführer”, dijeron mientras saltaban a sus pies ante la inesperada visita. Les señaló que se sentaran y descansó su bota sobre una silla. Entonces, torciendo la cadera, les anunció que al día siguiente las llevaría en un viaje especial a un hermoso lugar que nunca habían visto.
Tienen que prepararse, les dijo. Sus rostros palidecieron. Mengele lanzó una mueca con la intención, al parecer, de tranquilizarlas. Les dijo que debían vestirse con sus mejores ropas y que sus cabellos debían estar perfectamente peinados y sus caras maquilladas —pues iban a aparecer en el escenario ante gente muy importante. Antes de irse dejó su regalo sobre la baja mesa de madera. Las hermanas Ovitz miraron durante un largo rato el paquete, demasiado aterrorizadas como para moverse y tocarlo. Finalmente, con mucha sospecha, lo desenvolvieron y descubrieron que, para su deleite, contenía una cajita con polvos para la cara, rouge carmesí y unas sombras para los ojos en turquesa brillante y verde. Un pintalabios rojo brillante estaba atado junto con un frasco al juego de esmalte para las uñas. Y un regalo extra: una botella de agua de colonia.
Emocionadas con el obsequio de Mengele, las hermanas analizaron el maquillaje. Olieron el perfume y se acariciaron sus pieles con él. Tenían su propio espejo y un pequeño kit de maquillaje —algo inexplicable en Auschwitz—, pero los objetos en el paquete de Mengele, lo tenían que admitir, eran de una calidad muchísimo mejor. Repasaron sus pocos vestidos. Cada hermana seleccionó el más presentable; luego intentaron hacer juego con los colores de las otras. Sentadas sobre la litera baja reforzaron las costuras y con el canto de las manos alisaron las arrugas de la tela. Mientras discutían qué cantar al día siguiente se preguntaban cómo iban a arreglárselas sin sus dos hermanos, solo con voces femeninas. (...) No pegaron el ojo esa noche. Permanecieron despiertas esperando que la actuación del día siguiente transformara su destino.
Al amanecer, el viernes 1.º de septiembre de 1944, Sarah y Leah salieron a buscar un balde de agua para ayudar a sus hermanas a lavarse. Se vistieron y se peinaron el pelo negro y grueso. Por turnos, sostuvieron el pequeño espejo para que cada una pudiera empolvarse la cara. Aplicaron una pesada y teatral capa de maquillaje sobre sus labios, ojos y mejillas. Con su glamur restaurado se sintieron llenas de júbilo.
Mengele había ordenado que las cinco integrantes de la Troupe de Lilliput fueran acompañadas por otro contingente, que incluía a sus dos hermanas de tamaño normal, Sarah y Leah; el bebé Shimshon, la cuñada Dora y su hija Batia, y a Haia Slomowitz junto con sus tres hijas. Regina Ovitz, Bassie Fischman y su madre Gitel Leah fueron las únicas excluidas. Con una mezcla de envidia y preocupación las miraron hacer los preparativos y no pudieron evitar preguntarse lo que esta separación significaría para ellas.
Un camión se detuvo cerca de la barraca y Perla quedó petrificada de alegría: sus hermanos, vestidos con sus mejores trajes, estaban sentados dentro, al igual que Slomowitz y sus hijos.
Indiferentes a la exaltación del convoy, los prisioneros del patio simplemente asintieron al espectáculo. En el código de Auschwitz-Birkenau, cualquier gesto particular —la promesa de un viaje o de comida abundante— era visto como un presagio mortal.
El camión atravesó la puerta de Birkenau, pero en vez de dirigirse a la entrada principal de Auschwitz, se enfiló hacia un campamento cercano que siempre habían pasado de largo antes. Era el campamento residencial de la SS y el centro administrativo.
Bien protegido y fuera de los límites, allí no había barracas en mal estado; no había presos calvos ni demacrados que a duras penas podían arrastrarse. En cambio, edificios de ladrillo sin mancha se enfrentaban a prados de un verde voluptuoso, iluminados por coloridas camas de flores.
El grupo conformado por veinte mujeres y hombres judíos fue escoltado hasta una esquina a la sombra de un edificio grande y nuevo. Varios automóviles se detuvieron a la entrada y de ellos se bajaron decenas de oficiales uniformados de la SS.
Se sorprendieron cuando vajillas de porcelana y cubiertos de plata fueron puestos sobre el césped enfrente de ellos. Por primera vez en cinco meses desde que dejaron su hogar tuvieron una comida decente. Balancearon los platos llenos de comida sobre sus regazos y lucharon por no regar nada sobre sus ropas. Deleite e indignación acompañaron cada bocado. (...)
Después de un rato, un sargento vino a recogerlos. Caminaban en una columna: adelante los siete Lilliputs seguidos por su familia; los Slomowitz terminaban la procesión.
Entramos de puntillas en el edificio mientras escuchábamos sonidos apagados amplificados por altoparlantes. Parecía un discurso o algo así. Nos dirigíamos a los camerinos cuando nos pasaron dos hombres que cargaban una camilla con un cuerpo envuelto en negro.
Quedamos pasmados. ¿Dónde estaba el doctor Mengele? No lo habíamos visto en todo el día. ¿A dónde nos había traído? ¿Este iría a ser también nuestro fin?
Y, sin embargo, entusiasmados por estar de nuevo bajo los reflectores, consiguieron ahogar su aprehensión. Sí se preguntaron por qué sus hermanas altas, los Slomowitz y los niños, quienes no tenían ninguna experiencia teatral, habían sido llevados con ellos al escenario.
“Adelante”, les susurró el sargento. Marchando en una larga fila se montaron al escenario. Para su alivio vieron a Mengele enfrente de ellos. Siendo un maestro de ceremonias muy solemne, esperó a que tomaran sus puestos en la hilera que se extendía de una esquina del escenario a la otra.
El auditorio estaba a reventar: nunca habían visto tantas medallas y condecoraciones. Un murmullo llenaba el salón. La audiencia miraba perpleja al grupo de hombres, mujeres y niños que había sobre las tablas. Los Lilliputs sonreían confundidos, pues no sabían muy bien por dónde empezar. Miraron a Mengele a la espera de alguna señal.
Se dirigió a ellos y les ordenó cortante: “¡Desnúdense!”
Atónitos y con las manos temblando, buscaron a tientas los botones.
Los Lilliputs se encogieron sobre sí y desearon poder desaparecer del todo y de una buena vez. Inclinaron los hombros hacia delante en un intento por cubrirse los genitales.
“¡Derechos!”, ladró Mengele. Parados en firmes como soldados en una parada militar, fijaron sus ojos en puntos imaginarios al final del salón para evitar ver a sus parientes desnudos.
No era la primera vez que Mengele actuaba como si fuera un empresario de un show de fenómenos, ni que exhibía a los Lilliputs y a su grupo. (...)
Siempre teníamos que estar listas y maquilladas para el doctor Mengele, pues nos había dicho: “Ustedes son especiales, no como el resto, y quiero que mis compañeros oficiales y profesores las vean”. Los traía a nuestra habitación y nos quedábamos paradas en firmes hasta que nos dejaba sentar. Le gustaba alardear ante sus visitantes: “Tengo una familia entera, son como muñecos, solo que reales”. En algunas ocasiones estábamos con ropa, en otras desnudas. (...)
Desde 1938, Mengele estaba en una carrera contra el doctor Hans Grebe. Tres años menor que él, Grebe también era asistente del profesor Von Verschuer y especialista en enanismo.
La rivalidad entre los dos aumentó, y para 1944 Grebe ya había publicado dos artículos sobre el tema, en parte porque podía pasar su tiempo investigando en Berlín. Estaba a punto de convertirse en el profesor más joven de toda Alemania.
En Auschwitz-Birkenau, Mengele se comportaba como si hubiera fundado su propio instituto de investigaciones, un modesto rival para el Instituto Kaiser Wilhelm. Para perseguir su objetivo, Mengele había reclutado a varios y distinguidos doctores-presos a quienes puso a trabajar en sus bien equipados laboratorios. (...)
Pero el 1.º de septiembre de 1944 fue una ocasión muy especial: era la inauguración del nuevo Lazarett (hospital) del campamento de la SS en Birkenau. Muchos invitados de alto rango venían de Berlín, y Mengele era el conferencista principal. Después de todos los años de Mengele con uniforme, lejos de los podios, la conferencia de Auschwitz era su oportunidad para recuperar su lugar bajo las luces de la Academia. (...) Por primera vez, Mengele estaba haciéndose público con su trabajo. (...)
Tras la guerra, su asistente personal, la prisionera-antropóloga doctora Martina Puzyna, testificó ante el fiscal general de Fráncfort que, incluso a ella, no le revelaba “a lo que le estaba apuntando con sus análisis finales y las evaluaciones de medidas que llevábamos a cabo para él”. Mengele mantenía todo bajo llave en sus armarios.
La doctora Lingens-Reiner no olvidaría su sorpresa cuando un día la invitó orgulloso a que le diera un vistazo a algunos de sus archivos.
Hojeó las páginas que estaban llenas de cuadros y medidas de cabezas y cuerpos de mellizos y enanos. “¿No es interesante? Sería una verdadera lástima si esto cayera en las manos de los bolcheviques”, dijo. (...)
En el Lazarett de la SS, Mengele dio un paso atrás de su temblorosa exhibición humana. Se paró cerca del gran mapa con el árbol familiar de los enanos que Dina Gottliebová había dibujado. El doctor Mengele comenzó a dar su conferencia al tiempo que yo no paraba de pensar en el largo taco de billar que sostenía en la mano. Sabía mucho de nuestra historia, incluso de las dos esposas de nuestro padre. Cada vez que mencionaba el nombre de alguno de nosotros apuntaba al mapa y nos tocaba con el taco.

Las cifras del ‘doctor’ Mengele

El 29 de septiembre, Mengele recibió a 2.499 judíos del gueto de Theresienstadt. Envió a 1.900 a la muerte. Admitió a los demás en el campo. Entre ellos había tres pares de adolescentes mellizos.
Septiembre fue elegido por los nazis para aumentar sus masacres. En la orden de captura y la acusación expedida en enero de 1981 contra Mengele se le acusó in absentia por enviar a 328 niños a las cámaras de gas durante el festival judío del año nuevo de 1944. Una semana más tarde “colgó un listón entre los postes de las porterías de un campo de fútbol” y “aproximadamente mil niños bajo la altura requerida” murieron.
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