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Música y Libros

Las ideas que deberíamos discutir, según el ‘capitán’ de las charlas TED

Gerry Garbulsky es embajador TEDx en América del Sur.

Gerry Garbulsky es embajador TEDx en América del Sur.

Foto:Santiago Filipuzzi. La Nación - GDA

Gerry Garbulsky, embajador de TEDx , habla sobre los valores del diálogo y el debate.

En un país que gira desde hace décadas en una especie de debate circular, las charlas TED parecen una isla. Son un espacio de innovación, de propuestas y de enfoques creativos. Proponen voces que no suelen ser famosas, pero que representan la creatividad y el talento en áreas de lo más diversas. Gerry Garbulsky es el director técnico, o el capitán, de esa especie de semillero de ideas. Licenciado en Física y doctorado en el prestigioso Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), lo que mejor lo define tal vez sea su curiosidad. 
Es un apasionado por las preguntas; un buscador de modelos inspiradores y un cazador de ideas que valgan la pena ser transmitidas. Difunde sus charlas por todas las plataformas digitales y ha consolidado una comunidad que vibra a través de las ideas. En sus encuentros se practica un hábito que parece en vías de extinción: el de escuchar. De los valores del diálogo, el debate, la reflexión y la escucha en la escena pública habla Garbulsky en esta entrevista.

El debate público en la Argentina parece poco permeable a ideas innovadoras; muchos lo ven dominado por la chatura y la monotonía, con dificultades para elevar la calidad y renovar la agenda de la discusión pública. ¿Cuál es su perspectiva?

Para mí, el empobrecimiento del debate no es un problema exclusivo de nuestro país; es un tema global, al menos del mundo occidental. Las conversaciones se fueron polarizando, por distintas dinámicas que tienen que ver con la tecnología, las plataformas y las redes sociales. Fuimos construyendo grietas en distintas dimensiones, no solo en la política sino en casi cualquier tema del que intentemos hablar. ¿Por qué nos pasa esto? Primero, porque asociamos nuestras opiniones con nuestra identidad. Eso me parece terrible. Si creemos que lo que opinamos es lo que somos, estamos sonados, fregados. Nos lleva a no poder cambiar de opinión, porque se impone la noción de que si cambias, dejas de ser el que eras; crees que si reconoces que estabas equivocado, te estás negando a ti mismo. Creo que es algo muy complicado, sobre todo en un mundo que se transforma y en el que seguramente deberemos cambiar de opinión. Lo segundo es que asociamos nuestras opiniones con nuestros grupos de pertenencia; entonces nuestra opinión deja de ser individual para pasar a ser la opinión de nuestra tribu, de nuestro grupo de afiliación del cual nos sentimos parte. El problema es que eso te obliga a ‘comprar’ el paquete entero de lo que opina ese grupo que define tu identidad. Entonces, opinas en la misma dirección que tu grupo en los temas A, B y C, y cuando se plantea ‘D’ tienes una opinión distinta, pero no te animas a decirlo por el temor al destierro; la discrepancia casi es vista como una traición al grupo de pertenencia. Si te diferencias, te dicen: ‘¿Cómo?, ¿no eras de los nuestros?’. Eso limita nuestra libertad de pensar distinto dentro de un grupo en el que se imponen ideas hegemónicas. Es muy difícil que uno piense igual a su grupo en todo, pero cada vez es más costoso decirlo. Sentimos mucha presión por conformar a nuestro grupo de afinidad.

¿Qué más ve?

Otra cosa que nos está pasando es que penalizamos cada vez más el cambio de opinión. Me encanta algo que le dijo Borges a un periodista español que ya lo había entrevistado unos años antes. Ante la respuesta sobre un tema, el periodista le dice: ‘Me contestó lo mismo hace unos años’. Y Borges agrega: ‘Perdón; no tuve suficiente tiempo como para cambiar de opinión’. Hoy penalizamos mucho al que, públicamente, dice algo distinto de lo que dijo en el pasado. Y decimos que esa persona ‘no resiste el archivo’. Es complicado, porque el mundo cambia y deberíamos cambiar de opinión, pero esa penalización nos lleva a ser esclavos de lo que alguna vez opinamos. Hay algo más, que creo que es propio de la cultura latina, y es que no escuchamos. Si hoy prendes la tele ves que no hay momento en el que esté hablando una sola persona; lo que ves es gente gritando para ver quién grita más fuerte. Y la verdad es que, si no nos escuchamos, no hay diálogo; hay un montón de gente monologando al mismo tiempo. Y esa no es una manera de enriquecer el debate público. Entonces, tenemos que generar una cultura de la escucha, de la escucha de verdad. Escuchar de verdad no es solo estar callado cuando el otro habla, sino dejarme influenciar por lo que el otro dice.

¿Por qué se han acentuado estos rasgos que dificultan el diálogo y empobrecen el debate público?

Un factor son las redes sociales, que les han dado mayor transparencia a nuestra filiación y a nuestras opiniones, pero además, han acentuado nuestra dependencia de la aprobación de aquellos que nos rodean. Las redes y la tecnología profundizaron rasgos que son humanos, pero que ahora están exacerbados. Por eso se habla tanto ahora del uso responsable de las redes, que no alcanza, pero hay que hacerlo. En esto influyen el modelo de negocio de las redes, la publicidad y la venta de nuestra atención como moneda de cambio.

Sobre las redes, ¿qué es lo que más le preocupa del uso que hacen los jóvenes? ¿A qué cosas deberíamos estar muy atentos los padres?

Es algo que está cambiando tanto que quizá mañana tendré que decirte otra cosa, y orgulloso de cambiar de opinión. Hoy me parece que lo más preocupante es que los chicos construyen su identidad y su autoestima basados en este circuito tóxico en el que se realimentan a través de la interacción con sus pares. Está muy estudiado que, en el desarrollo de los chicos, los padres influyen menos de lo que creíamos en el pasado, y los círculos de amigos influyen más de lo que creíamos en el pasado. Los descubrimientos científicos de las últimas décadas muestran el efecto cada vez mayor que tienen la interacción con sus pares y el rol que juega cada uno en su grupo de amigos en la creación de su personalidad, su identidad y su autoestima. Si esa construcción está intervenida o mediada por estos mecanismos tóxicos de las redes, podemos estar complicados. Entonces, una de las cosas fundamentales que deberíamos hacer los padres es ayudar a que los chicos puedan desarrollar su identidad, su autoestima y sus formas de interacción sin depender exclusivamente de las redes. Por supuesto que tampoco hay que aislarlos, porque es el mundo en el que vivimos. Pero tenemos que estar atentos a fenómenos que antes también existían, como el bullying, pero que ahora se escapan de control. Tenemos que estar muy atentos a las etiquetas que les ponemos a los chicos, consciente o inconscientemente. A veces los encasillamos como “el torpe”, “el esto” o “el aquello”, eso se transforma en parte de su identidad y después es muy difícil de sacar.

La tecnología también plantea un desafío a la autoridad y a la referencia paterna o materna. Para los chicos, Google parece tener una respuesta más confiable y más autorizada que la de sus padres...

Google sabe mucho más de datos. Pero yo creo que los padres todavía, y ojalá por mucho tiempo, tienen más sabiduría que Google. La tecnología digital no tiene la capacidad de orientar y poner límites; no puede ayudar a que los chicos moldeen su identidad y construyan personalidades robustas para tener vidas plenas en el futuro.

En los eventos TED se observa algo que parecería auspicioso, que es la disposición de los jóvenes a escuchar; escuchar a otros en actitud de aprendizaje. Es un dato que contrasta con la idea muy extendida de que los jóvenes no escuchan y que las redes desalientan esa actitud...

Yo creo que cualquier generalización es injusta, porque somos individuos y sociedades complejas. Y creo que, en buena medida, nos comportamos según el entorno. Si prendes la tele y ves que en las mesas redondas no se escuchan, tiendes a hacer eso mismo cuando te juntas con amigos. Pero si vas a un lugar donde las reglas de juego son otras, te comportas distinto.

¿Cómo cambiar hábitos?

Si pensamos en cómo cambiar hábitos sociales que son nocivos, hay varias maneras de intentarlo. Se puede pensar en una manera más tradicional, de arriba hacia abajo: viene un gran líder que nos va a iluminar y nos va a decir cómo tienen que ser las cosas. Puede pasar, pero es difícil que suceda. Hay otra forma, que es de abajo hacia arriba: crear burbujas donde las cosas funcionen como nos gustaría que funcione toda la sociedad: fijamos reglas, las respetamos, lideramos con el ejemplo. Y aspiramos a que la burbuja crezca, y tal vez eso inspire la creación de otras burbujas con reglas parecidas. De repente se empiezan a juntar y, en una de esas, a la larga, eso empieza a cambiar el tejido social en general. Quizá sea una visión un poco ingenua, pero es un sueño, y creo que puede funcionar.

¿De qué manera cree que se puede contribuir a crear una atmósfera de mayor tolerancia, más propicia para el diálogo y la conversación?

Hay varias herramientas, pero sospecho que la principal es la educación. Esto no es algo que vayamos a cambiar de un día para el otro ni tampoco en un año; es algo que vamos a cambiarlo en generaciones. Y para eso, la semilla está en la educación. Entonces creo que deberíamos hacer cambios en el sistema educativo que favorezcan la escucha; que favorezcan la flexibilidad para cambiar de opinión orgullosamente, sin que ese cambio sea visto como una traición a nadie, y que podamos opinar sin que eso defina nuestra identidad. Para eso tenemos que hacer transformar la cultura y la forma de hacer las cosas.

¿Cómo ve parados a los jóvenes frente a su propio futuro?

Yo percibo en las nuevas generaciones una actitud mucho más activista que la que tenían los adolescentes hace diez o veinte años. Y eso es algo que me da mucha esperanza, pero no es una actitud que represente a todos los jóvenes. Creo que lo que debemos transmitir es la posibilidad de construir una vida que esté buena, y hoy ese mensaje no lo escucho en ningún lado. Porque uno, para soñar su vida, para poder proyectarse y sentir que está en un lugar donde hay tierra fértil para hacer cosas interesantes, tiene que tener cierta idea de hacia dónde vamos. Y si no pensamos en el mediano y el largo plazo, eso no está. Entonces se genera un círculo vicioso que nos hace caer en ese escepticismo.

¿Percibe una actitud de queja estructural en nuestra sociedad; como una comodidad en la queja, sin preguntarnos en qué podemos contribuir para cambiar las cosas?

Creo que eso es de la naturaleza humana, no de los argentinos. Somos quejosos los seres humanos. El deporte de quejarse se practica en todas las sociedades; es fácil, porque le echas la culpa a otro y piensas que ya aportaste algo quejándote. Yo creo que es bueno cambiar esa postura y, en lugar de quejarme, pienso qué puedo hacer yo para cambiar lo que no me gusta. Si todos pensáramos así, podríamos cambiar las cosas.

¿Qué idea propondría para pensar con nuestros hijos o nuestros amigos?

Creo que hay algo fundamental en lo que vale la pena pensar, y tiene que ver con la actitud que asumen los individuos y las sociedades respecto a su futuro. Hay gente que se considera víctima de un sistema, una educación, una cultura, y vive su vida como víctima. Es la gente que suele quejarse, que le cuesta progresar, que no cambia de opinión... Y hay gente que dice: ‘Bueno, quizá no me gusta lo que me rodea, pero quiero construir mi futuro’. Y hace su mejor esfuerzo para, por lo menos en su entorno chiquito, vivir la vida como le gustaría vivirla, liderar con el ejemplo y transformar el mundo a través de pequeñas cosas. Creo que el futuro de las personas y de las sociedades depende de cuál de estos dos caminos tomemos. Si seguimos en la queja y la protesta, todo seguirá igual o peor. Si nos hacemos cargo de soñar y construir el futuro, como personas y como sociedades, entonces podemos ser optimistas.
LUCIANO ROMÁN
- LA NACIÓN (ARGENTINA) - GDA

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