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Música y Libros

Marcel Proust: el confinamiento como una forma de arte

Edición original del primer libro de 'En busca del tiempo perdido'

Edición original del primer libro de 'En busca del tiempo perdido'

Foto:EFE

Las últimas anotaciones del autor son del día en que falleció, en noviembre de 1922.

MÓNICA CHAMORRO MEJÍA*
Quizás para ningún escritor como para Marcel Proust —de cuya muerte se cumplieron 100 años este 2022— fue tan cierta esa máxima que predica que el artista debe escoger entre vivir su vida o representarla.
Proust abandonó su vida y prefirió representarla, decidió describirla para otros en lugar de vivirla. Se dedicó a atrapar su substancia en esa red de palabras que es la literatura. Esa substancia de la vida que no es otra cosa que el tiempo convertido en recuerdo y en memoria.
Para lograr ese objetivo casi imposible, abandonó el mundo real, dejó a un lado la existencia de su cuerpo, el goce de su experiencia: la brillante vida de sociedad que él, como un miembro de la refinada burguesía parisina, podía apurar.
Porque Proust escribió En búsqueda del tiempo perdido, su obra magna, que en siete volúmenes suma 3.700 páginas, en una reclusión voluntaria que duró 15 años. Permaneció encerrado en su habitación y casi perennemente acostado en su cama, trabajando en la Búsqueda.
No salía casi nunca y las pocas veces que lo hacía prefería caminar en la oscuridad. Sus amigos recibían la sorpresa de verlo llegar en medio de la noche con el bombín de fieltro y el abrigo, que no se quitaba ni durante el verano.
Puedo casi imaginar a esos amigos, gente normal que no se preocupaba demasiado por si perdía o no el tiempo, saliendo de su cama y pretendiendo tener una conversación inteligente con el refinado Marcel a las tres de la mañana.
El escritor francés, cuya obra maestra es ‘En busca 
del tiempo perdido’, cumplió su primer centenario de muerte en noviembre de este año.

El escritor francés, cuya obra maestra es ‘En busca del tiempo perdido’, cumplió su primer centenario de muerte en noviembre de este año.

Foto:Foto: archivo particular

Dicen, además, que cuando alguien venía a visitarlo tenía que pasar por una inspección sanitaria por parte de su empleada doméstica, Céleste, quien después de desinfectar al recién llegado con formol —lo que sería una normalidad para nuestros ojos pandémicos, pero en esa época, una rara excentricidad— lo sometía a un interrogatorio, preguntándole si se había sentido bien de salud, si había tenido fiebre en los últimos días e incluso si había tenido contacto con una flor. Porque Marcel le temía al polen y a las flores y en consecuencia a la primavera.
Esta era la razón por la que evitaba salir y prefería vivir en una casa de cortinas sombrías y cerradas. Tal vez temía morir como lo haría Rilke, herido por una rosa; sentía pavor de que un pétalo lo arrebatase a su vocación —que para él no era otra cosa que el destino mismo— de perseguir el tiempo, esa materia variable y huidiza como una mariposa.
El primero de los siete volúmenes, Por el camino de Swann, se publicó en 1913 después de una serie de sonados rechazos de varios editores, entre ellos el famosamente arrepentido a posteriori André Gide.
Gide se quedó no solo con el triste honor de haber rechazado una de las obras maestras de la literatura de todos los tiempos, sino también con el mérito en negativo de haberse burlado de su autor preguntándose cómo alguien podía extenderse treinta páginas en describir la forma en la que un niño se daba vueltas en la cama antes de conciliar el sueño.
El resto de los volúmenes tuvieron que esperar el final de la Primera Guerra Mundial para ver la luz: en 1919, apareció A la sombra de las muchachas en flor y, en 1922, El mundo de Guermantes. Ese mismo año se publicó Sodoma y Gomorra, el último libro que Proust editó antes de morir de una neumonía mal curada a los 51 años. La prisionera (1925), La fugitiva (1925) y El tiempo reencontrado (1927) se publicaron como obras póstumas.
La búsqueda del tiempo perdido no es otra cosa que una batalla perdida desde el principio para Proust, quien renunciando a sí mismo ganó la eternidad. En su caso quizás sea posible parafrasear a Ricardo III y decir: “Mi caballo —el corcel de su cuerpo destrozado— por un reino —el del Olimpo del arte—”.
Hay en todo esto una terrible paradoja: mientras que el autor languidece, se niega a la vida y al goce, en las páginas de la novela, uno de los personajes principales, Swann, le gana al tiempo. Él es el dueño de los recuerdos, hipervive emociones y memorias; bebe de las fuentes de la belleza. Entre tanto el Marcel endeble y resfriado de todos los días gasta el tiempo de los amores que no vivió, de las bocas que no besó, escribiendo frenéticamente en un ejercicio neurótico de dilatación de cada segundo. Escribió sin cesar: sus últimas anotaciones, con letra casi ilegible, fueron trazadas la tarde del día en el que falleció.
Marcel Proust murió el 18 de noviembre de 1922 en su apartamento del bulevar Haussmann en París y quienes entraron en la habitación donde se había confinado en una estrecha clausura, viviendo en una penumbra artificial y espesa y rodeado de paredes de corcho que amortiguaban el ruido externo, encontraron un cuerpo consumido en grado sumo por el ejercicio extremo del arte.
François Mauriac, quien fue uno de los jóvenes escritores que acudió a verlo al recibir la noticia de su muerte, escribió: “He aquí la lección terrible que él nos dejó a nosotros, sus hermanos más jóvenes, quienes lo habíamos amado y admirado: el arte no es un juego, va la vida en ello o incluso más”. Porque Proust sin duda fue devorado en cuerpo y alma por su obra.

Epidemiología

El escritor fue un niño enfermizo y asmático. Nació en una familia dominada por el prestigio de su padre, el doctor Adrien Proust, precursor de la epidemiología moderna, quien fue un experto de la entonces fulminante infección del cólera, escribió tratados y dictó conferencias acerca de la pavorosa epidemia.
Este prestigioso doctor-padre, cuando Marcel, dio su diagnóstico determinante: es un niño no viable. Su madre entonces decidió que ese niño no viable viviría y se dedicó en cuerpo y alma a aislarlo de cualquier agresión del mundo.
Le prohibió salir, jugar, correr, lo convenció de que la luz era su enemiga y que el viento traía la muerte.

El escritor convivió con la presencia de la enfermedad y de la peste tanto dentro como fuera de su propio cuerpo. Un cuerpo que Cocteau, quien lo conoció, describe como frágil.

Fue así como el escritor convivió con la presencia de la enfermedad y de la peste tanto dentro como fuera de su propio cuerpo. Un cuerpo que Cocteau, quien lo conoció cuándo tenía 20 años y Proust 38, describe como frágil, trastabillante.
Proust sintió desde siempre que tenía poco tiempo, que él era solo un efímero visitante de la vida que se le ofrecía como un durazno en un jardín lujurioso.
A principios del siglo XX, la Belle Époque parisina, ese último coletazo del romanticismo, pasaba ante los ojos del joven Proust como un carnaval. El protagonista de el tiempo perdido se sumerge en ese desfile: festines, distracciones, la observación y el goce maniaco de cada detalle.
El sol sobre la playa, el color y la densidad de la piel de las jóvenes muchachas en flor, el ardor de los celos, las diferentes formas del erotismo, todas las mutaciones de la elegancia.
El protagonista-narrador que desearía escribir no escribe y en cambio se decide a perder el tiempo, mientras que Marcel no pierde el suyo y se marchita en una habitación en la que jamás entra el sol, inclinado sobre sus cuadernos, tratando de atrapar sus recuerdos, reviviendo las caricias que ya no se permitirá más.

El arte del confinamiento

Mauriac, en el elogio fúnebre que escribió para su amigo, dice también que ante ese cadáver extenuado y en paz, con dos ojeras de fatiga inmensa, extendido sobre el mismo lecho en el que escribió cada palabra de su novela desmedida, no pudo dejar de pensar en la oración de ese otro enfermo célebre que fue Pascal: Plegaria para el buen uso de la enfermedad, porque no concebía que alguien pudiera haber hecho un uso mejor de su condición de inválido, de la certeza de que el tiempo que le quedaba era poco, como lo había hecho Proust.
Nadie como él hizo de la reclusión una percepción, una forma de conocimiento, casi una filosofía existencial, según la interpretación que hizo de su obra Sartre, algunas décadas después.

El hacer del encierro un arte es algo que todos quisiéramos lograr, pero que en la práctica resulta casi imposible.

En el aniversario de la muerte de Marcel Proust, que coincide con estos tiempos de pestes y confinamientos, el hacer del encierro un arte es algo que todos quisiéramos lograr, pero que en la práctica resulta casi imposible. En definitiva, es una suerte reservada a unos pocos.
Quizás porque muy pocos tienen o han tenido una convicción tan íntima del arte como una forma de sacrificio. Y aun menos de la forma radical en que lo creyó y lo practicó Proust: él abandonó el mundo y dejó de vivir su propio tiempo para dejarle a la posteridad un método capaz de atrapar esa materia evanescente que transcurre sin ruido, segundo a segundo.
En su tiempo perdido y encontrado demostró que el recuerdo pleno no es una imagen sino una sensación, que la memoria es el perfume, el roce, el sabor. Que lo sensitivo es capaz de conducirnos a un lugar donde el tiempo no pasa y donde lo que amamos alguna vez sigue y seguirá siempre sucediendo.
*Lingüista y escritora.
MÓNICA CHAMORRO MEJÍA*
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