De niño pasaba los veranos con mis abuelos en su rancho de Texas. Ayudaba a arreglar molinos de viento, a vacunar el ganado y a hacer otras tareas en la finca. También veía telenovelas todas las tardes, sobre todo Days of Our Lives. Mis abuelos eran miembros de un club de propietarios de caravanas Airstream que viajan juntos por los Estados Unidos y Canadá. Enganchábamos la caravana al coche de mi abuelo y partíamos formando un largo séquito con trescientos aventureros más. Quería y veneraba a mis abuelos, y me hacía mucha ilusión hacer aquellos viajes.
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En uno de ellos, cuando tenía unos diez años, yo iba revolcándome por el gran asiento trasero del coche. Mi abuelo iba al volante y mi abuela en el asiento del copiloto. Ella fumaba durante todo el viaje, y yo detestaba el olor de tabaco. A esa edad, aprovechaba cualquier excusa para hacer estimaciones y cálculos aritméticos sencillos: calculaba, por ejemplo, el consumo de gasolina por kilómetro o estadísticas inútiles como el gasto en comida. Llevaba un tiempo oyendo una campaña sobre el consumo de tabaco.
No lo recuerdo con detalle, pero el anuncio venía a decir que cada calada de un cigarrillo quitaba no sé cuántos minutos de vida: creo que serían dos minutos por calada. Fuera la cantidad que fuera, decidí hacer las cuentas en el caso de mi abuela. Hice una estimación del número de cigarrillos por día, el número de caladas por cigarrillo, etc. Cuando me pareció haber obtenido un número razonable, asomé la cabeza por entre los asientos delanteros, le toqué el hombro a mi abuela y proclamé con orgullo: “¡A dos minutos por calada, te has quitado nueve años de vida!”.
Me acuerdo perfectamente de lo que ocurrió entonces, que no fue lo que yo había previsto. Esperaba que me aplaudieran por mi inteligencia y mis habilidades aritméticas: “¡Jeff, qué listo eres! Has tenido que hacer varias estimaciones complicadas, averiguar el número de minutos que tiene un año y hacer divisiones”. Pero esto no es lo que sucedió. Lo que pasó es que mi abuela se echó a llorar. Yo estaba sentado en el asiento trasero y no sabía qué hacer. Mientras mi abuela seguía llorando, mi abuelo, que hasta entonces había conducido en silencio, se detuvo en el arcén de la autopista. Se bajó del coche, se acercó, abrió la puerta y esperó a que le siguiera. ¿Acaso me había metido en un lío? Mi abuelo era un hombre tranquilo y muy inteligente. Nunca había tenido palabras duras conmigo, pero quizá esa iba a ser la primera vez. O quizá me pediría que volviera al coche y me disculpara ante mi abuela. Nunca había vivido una situación como esa con mis abuelos y no tenía forma de prever cuáles podían ser las consecuencias. Nos detuvimos al lado de la caravana. Mi abuelo me miró y, tras unos segundos de silencio, amablemente y con calma, me dijo: “Jeff, un día entenderás que cuesta más ser amable que listo”.
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El libro es editado en español por Planeta.
Archivo particular
De lo que quiero hablarles hoy es de la diferencia entre los dones y las elecciones. La inteligencia es un don; la amabilidad, una elección. Los dones no cuestan: al fin y al cabo, nos vienen dados. Las elecciones, en cambio, pueden ser difíciles. Si no estás atento, puedes dormirte en los laureles; y si lo haces, probablemente tus elecciones saldrán perjudicadas.
Ustedes son un grupo de personas con muchos dones. Estoy seguro de que uno de sus dones es el de poseer una mente inteligente y competente. Estoy convencido de que es así porque la admisión en Princeton es un proceso competitivo y, de no existir algún indicio de que son inteligentes, el responsable de admisiones no les habría concedido una plaza aquí.
Su inteligencia les va a ser útil porque viajarán por un país de maravillas. Los humanos –gracias a nuestra laboriosidad– vamos a asombrarnos a nosotros mismos. Inventaremos formas de generar energía limpia y abundante. Átomo a átomo, fabricaremos diminutas máquinas que penetrarán en las paredes celulares y nos curarán. Este mes se ha publicado la extraordinaria –y al mismo tiempo inevitable– noticia de que hemos sintetizado la vida. En los años venideros no solo la sintetizaremos, sino que también la modelaremos siguiendo ciertas especificaciones. Creo que ustedes incluso verán cómo la humanidad llega a entender el cerebro humano. Julio Verne, Mark Twain, Galileo, Newton: todos los espíritus inquietos y curiosos de otras épocas habrían querido vivir en nuestro tiempo. Como civilización, tendremos muchos dones, del mismo modo que ustedes también tienen numerosos dones individuales.
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La fortuna de Jeff Bezos aumentó en US$87.100 millones este año.
Mark Ralston / AFP
¿Cómo usarán estos dones? ¿Estarán orgullosos de sus dones o de sus elecciones?
Tuve la idea de crear Amazon hace dieciséis años. Me di cuenta de que el uso de Internet estaba creciendo a un 2.300 % anual. Nunca había visto ni oído nada que creciera tan deprisa, y la idea de montar una librería virtual con millones de títulos –algo que sencillamente no podía existir en el mundo físico– me parecía muy emocionante. Acababa de cumplir treinta años y llevaba un año casado. Le conté a mi mujer, MacKenzie, que quería dejar mi trabajo y ponerme manos a la obra con aquella locura que probablemente no saldría bien, pues la mayoría de las startups fracasan, y no estaba seguro de lo que iba a ocurrir después de aquello. MacKenzie (que también se graduó en Princeton y que está sentada aquí delante, en la segunda fila) me animó a seguir adelante. De adolescente, yo había sido uno de esos tipos que inventan cosas en su garaje. Había inventado un cierre automático para puertas hecho con neumáticos rellenos de cemento, una cocina solar –que no funcionaba muy bien– hecha con un paraguas y papel de aluminio, y trampas de alarma hechas con moldes de horno para atrapar a mis hermanos. Siempre había querido ser inventor, y MacKenzie quería que siguiera mi pasión.
Tras darle muchas vueltas, opté por el camino menos seguro y seguí mi pasión, decisión de la que me enorgullezco
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Entonces yo trabajaba en una empresa financiera en Nueva York con un puñado de personas muy inteligentes y tenía un jefe brillante al que admiraba mucho. Fui a hablar con él y le conté que quería montar una empresa de venta de libros por Internet. Él me invitó a dar un largo paseo por Central Park, me escuchó con atención y finalmente me dijo: “Parece una idea muy buena, pero sería aún mejor para alguien que no tuviera un buen trabajo”. Ese argumento me pareció razonable, y mi jefe me convenció para que me lo pensara durante cuarenta y ocho horas antes de tomar una determinación. Visto así, parecía una decisión difícil, pero al final consideré que debía intentarlo. No pensaba que fuera a arrepentirme por probarlo y fracasar. En cambio, sí creía que me arrepentiría toda la vida de no haberlo intentado. Tras darle muchas vueltas, opté por el camino menos seguro y seguí mi pasión, decisión de la que me enorgullezco.
Mañana, en un sentido prácticamente literal, empieza su vida: la vida de la que serán autores desde cero ustedes mismos y nadie más.
¿Cómo utilizarán sus dones?
¿Qué decisiones tomarán?
¿Los guiará la inercia o seguirán sus pasiones?
¿Seguirán dogmas o serán originales?
¿Elegirán una vida fácil o una vida de servicio y aventura?
¿Se vendrán abajo ante las críticas o persistirán en sus convicciones?
Cuando se equivoquen, ¿eludirán la responsabilidad o pedirán disculpas?
Cuando se enamoren, ¿protegerán su corazón ante el rechazo o actuarán?
¿Irán a lo seguro o serán arriesgados?
En los momentos duros, ¿se rendirán o se mantendrán firmes?
¿Serán cínicos o constructivos?
¿Se aprovecharán de los demás o los tratarán bien? Me arriesgaré a hacer una predicción.
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Cuando tengan ochenta años y, en un momento tranquilo de reflexión, examinen para sus adentros la versión más personal de su trayectoria vital, verán que la parte más densa y significativa será el conjunto de decisiones que hubieran tomado. Al fin y al cabo, somos las decisiones que tomamos. Procuren que su vida sea un gran relato.
¡Gracias y buena suerte!
*Cortesía de editorial Planeta
“Ojalá vendierais escobillas de limpiaparabrisas, porque tengo que cambiarlas ya”. Esta frase de un cliente fue el detonante para que Jeff Bezos supiera que la empresa que había fundado, Amazon, podría vender “cualquier cosa”, y así lo cuenta en un libro el que es hoy el hombre más rico del mundo.
Crea y divaga. Vida y reflexiones de Jeff Bezos, de la editorial Planeta, es el título de este libro que se publica este fin de año simultáneamente en 20 países. Prologado por el periodista Walter Isaacson, el libro cuenta cómo Jeff Bezos llegó a crear Amazon, una empresa que distribuye 10.000 millones de artículos al año en todo el mundo, una tienda abierta 24 horas todos los días del año, y relata su trayectoria y reflexiones.
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De recuerdos familiares a claves de sus decisiones empresariales, el libro explica, entre otras cuestiones, la razón por la que Bezos abandonó el fondo de inversión en el que trabajaba en 1994 para montar su propia empresa.
“En 1994 poca gente había oído hablar de internet. Era una cosa de físicos y científicos. Nosotros lo usábamos poco, pero me di cuenta de que su crecimiento anual era del 2.300 %. Cualquier cosa que crezca a ese ritmo, por diminuta que sea, se convertirá en algo grande”.
El germen de Amazon fue pensar en una idea de negocio basada en internet y de lo que se podía vender online. Y escogió poner a la venta una oferta universal de libros porque, recuerda, “tienen una característica poco habitual, la categoría libros contiene más elementos que cualquier otra. Había más de tres millones disponibles y las librerías más grandes solo tenían 50.000 disponibles”.
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Para poner nombre a la empresa pensó en el río más grande del mundo, el Amazonas. Aunque en alguna ocasión ha explicado que anteriormente la denominó “Cadabra”, por “abracadabra”. Pero al decírselo a un abogado a la hora de constituir la empresa, este le preguntó “¿cadáver?”. Y cambió su nombre.
A los libros les sucedieron la música y los videos, pero en una consulta a clientes uno de ellos le expresó su interés por esas “escobillas de limpiaparabrisas”. Entonces “podemos vender cualquier cosa”, pensó Bezos.
Su estrategia ante la pandemia del coronavirus, la curiosidad por la exploración espacial, su convencimiento de las virtudes del capitalismo, la preocupación por el medioambiente, su labor social o su filosofía de emprendimiento a largo plazo son otros de los aspectos que revela este libro.
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También explica su manifiesto ‘Compromiso por el clima’, que tiene el propósito de alcanzar los objetivos de los acuerdos de París diez años antes de lo previsto y asegura que Amazon quiere que en 2030 el 80 % de su consumo energético total se nutra de energías renovables.
Bezos habla también de sus fracasos, que para él van unidos a la innovación: “Somos el mejor lugar del mundo donde fracasar (¡tenemos mucha práctica en ello!)”, asegura el empresario, que denuncia que muchas grandes organizaciones afirman que promueven la innovación, pero no quieren ni oír hablar de los experimentos fallidos.
Múltiples facetas de un hombre al que, confiesa, le gusta tomarse las cosas con calma por la mañana y sobre el que Isaacson señala: “Cuando me preguntan quién, a día de hoy, está a la altura de genios innovadores como Leonardo da Vinci, Albert Einstein o Steve Jobs, no tengo ninguna duda, Jeff Bezos”.
EFE