Quince años después de haber escrito el libro Los niños de la guerra (Premio Planeta de Periodismo 2002), Guillermo González Uribe buscó a sus once protagonistas. Logró hablar con cinco de ellos, hoy adultos. Esta nueva edición recoge las once historias de vida originales, los cinco relatos recientes y varios textos nuevos.Este texto es una síntesis de la historia de Iván, hace quince años y en la actualidad.
2002Iván es un moreno bien plantado. Tiene ojos penetrantes; mira y habla con firmeza. Es serio, de una pieza, echado para adelante. En su nuevo hábitat, una de las casas juveniles(*), se encuentra bien instalado. Hablamos de su gusto por la lectura y comienza a sacar libros de su armario, uno por uno, con cuidado... Como recuerdo de su vida anterior guarda un cuello de camisa militar.
Cuando era pequeño me la pasaba caminando mi tierra, el Urabá antioqueño. En esa época no estudiaba. Únicamente me enseñaron a leer. Me la pasaba recorriendo caminos, cuidando, transportando. Cuando hacía parte de las milicias de las Farc cuidábamos mucho esa zona de Urabá. Fue una experiencia buena, me gustaba lo que hacía; la verdad es que no me arrepiento. Hacíamos labores militares, se cuidaba, se andaba, cumplía misiones. Obedecía órdenes, lo que mandaran... Estuve en la guerrilla desde los siete hasta los quince años. Mi padre estaba en la guerrilla y murió en combate cuando yo tenía siete años. Las milicias me criaron y las Farc me terminaron de parar; el resto lo aprendí por aquí en los hogares.
Salí de la guerrilla por dos razones: yo estaba mal, enfermo, con un problema que tengo en la columna, y nadie me entendió. Lo otro fue un problema con un comandante. En la columna tengo una desviación, seguramente por cargar el peso del equipo. Lo que ocurrió con el comandante fue que una vez casi lo mato, pero sin intención. Se me disparó un arma y casi le meto un tiro. El man quedó asustado, desconfiando, pero nada, yo no tenía que ver. Siempre me dio desconfianza porque prácticamente seguimos de tropel: él me encañonaba y yo le hacía otro tanto, jugando, pero en serio. Entonces dije: “Esto se va a volver de verdad, en un combate me puede matar o en qué momento me hace algo y yo le doy”.
Decidí irme por mis propios medios, pero siempre tenía miedo; la idea mía era salir bien de allá, devolver después todo lo que me llevara... Me tuve que entregar, con miedo y todo, porque pensé: “Estos manes me van a matar”. Sentí valentía y les dije: “Me voy a entregar, estoy enfermo, estoy mal, llevado”. Entonces me les entregué a la salida de un combate...
Llevo cuatro años en este programa y tengo 18 de edad. Aquí he estudiado. He aprendido bastante porque me resulta fácil. Estoy contento porque todo lo que me enseñan cada día lo aprendo, me gusta y es bueno… Me siento muy bien y me da orgullo estar por acá. Estoy estudiando, voy en sexto y tengo un proyecto de vida que me va a apoyar la OIM (Organización Internacional para las Migraciones): es una panadería. Después de salir de la guerrilla tomé un curso y me quedó gustando. Seguí haciendo pan y hoy en día me defiendo. Sé trabajar y por eso mi planteamiento fue crear una panadería. Me junté con mi amigo Javier, y ya Corfas nos está ayudando con los trámites y lo demás.
La vida mía ha sido dura, pero hay que echar para adelante. Como ha sido mala, también ha sido buena. Me gusta como soy y también me gusta como pienso. La idea mía es mejorar: pienso dedicarme al proyecto y seguir estudiando, pero ya será de noche.
Me gusta mucho leer, la literatura me gusta bastante. Tengo libros que me han regalado: de poemas, de historias, de cuentos, de todo tengo libros. Me gusta leer historias, poemas de amores, poemas de historias, cuentos. Mire, tengo estos libros: Mientras haya vida, Cómo ser poeta, Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke, y Doce cuentos peregrinos, de Gabriel García Márquez. He leído dos veces el de las Cartas a un joven poeta. Me gusta bastante cuando Rilke comienza a hablar con Kappus, el joven poeta, le cuenta toda su experiencia, y entonces el joven le manda cartas diciéndole que él también quiere ser poeta. Kappus era un cadete; yo, un miliciano.
Me tocó cuidar secuestrados. Eso me ayudó a despertar, pues ellos le decían a uno cosas, le daban consejos para encontrar caminos de tomar decisiones, para ser una persona autónoma. Cuando alguien me dice cosas, yo pienso, y lo bueno es pensar.
Logro ubicar a Iván. Lo llamo. Está en Bogotá. Hablamos varias veces. Llega en su moto limpia, cuidada. Su rostro también es limpio, despejado. Su mirada directa, profunda. Su sonrisa amplia. Cada vez que le propongo algo, me mira y responde: “Listo, hágale”, con entusiasmo. Se muestra seguro en sus conceptos e ideas.
Cuando terminamos el proceso, con Javier montamos la panadería. Contamos con el apoyo que nos habían prometido. Estaba en Piedecuesta, Santander, nos iba bien, pero era mucho trabajo. Y uno ahí metido; no había tiempo ni para salir. Venda pan y trabaje. Me sentía muy encerrado, como que no era lo mío. Quería salir a buscar otra cosa, y Javier igual. Entonces la dejamos y nos vinimos para Bogotá. Cuando iba donde la OIM siempre me recordaban la panadería (ríe, con cierta picardía).
Aquí abrí un poco más los ojos, y empecé a buscar trabajo. Al llegar traté de trabajar en mensajería, pero las direcciones son muy complicadas. No pude. Alguien de OIM me dio un empujón. Me apoyaron con unas personas en una empresa. Luego, ya con experiencia, conseguí trabajo en otra empresa, en la que llevo ya seis años. Me ha ido bien. Tengo contrato de trabajo, con prestaciones y todo, como una persona normal que no ha vivido una experiencia como la que tengo. No seguí estudiando. Me dediqué sólo a trabajar. Tengo una niña y un niño. Vivo con la mamá y con la niña; el niño es de otra relación. Vivimos con lo mínimo, pero la vida nos trata bien. Tengo treinta y dos años cumplidos.
A mí el proceso de reinserción me sirvió muchísimo. Creo que si hubiera salido de allá, y me hubieran dejado por ahí: “lo sacamos y defiéndase como pueda”, me habría estrellado. Todo lo que aprendí en los programas del gobierno, de Bienestar Familiar, me sirvió; los talleres y todo eso. Porque uno venía con esa problemática y ellos lo que hicieron fue ayudarnos psicológicamente; ayudarnos para poder enfrentar la vida... Gracias a esto, uno sale después con la mentalidad de la vida civil.
Creo que el proceso de paz de ahora es difícil; es mucha gente la que está allá metida, y mucha de ella es analfabeta. Los tendrían que apoyar muy bien, como el proceso que hicieron con nosotros en Bienestar Familiar. Porque si no, puede haber más delincuencia en las ciudades. Es necesario que cuando ellos salgan les den apoyo todo el tiempo, para que estén capacitados y puedan reintegrase a la sociedad; de pronto así funcionaría el proceso. Con nosotros hubo muchachos que se fueron otra vez para allá; otros se volvieron delincuentes. Algunos aprendimos y lo aplicamos. Tengo compañeros que terminaron el colegio y están en la universidad; otros ya terminaron la universidad y están trabajando.
Pero yo estuve mal, muy mal una época. Mire que cuando salí de los programas con unos compañeros hicimos una parranda. Y ya cogido del trago me quedé como dormido. Un compañero me puso la mano y me llamó “Iván, Iván, Iván”. Lo agarré y casi lo mató; yo estaba como en shock. Él me gritaba, “Iván, Iván, Iván”. Ya lo tenía ahí para joderlo. No sé cómo desperté. Él decía que yo tenía los ojos abiertos como si estuviera despierto, pero yo estaba como dormido. No era por el trago sino que yo tenía un problema. Esa psicosis de que me iban a coger, de que me iban a matar. Al comienzo tuve también esos problemas con mi compañera; dormido, la botaba de la cama, y me iba en contra de ella. Ella me dice que una noche me llamaba y me llamaba y que yo la solté y me dormí. Pero era dormido que yo lo hacía. Al otro día ella estaba asustada. Me dijo: “¿Usted se acuerda de lo que pasó anoche?”. Yo le dije: “No, ¿qué pasó?”. Y empezó a contarme. Y fueron varias veces. Pero ya no me ha vuelto a pasar. Ahora con el hogar que tengo no he tenido ese problema. Ella sabe de mi historia, y me ha entendido. Y eso me ha ayudado.
Ahora ya no leo tanto. Dejé todo lo que tenía en ese tiempo, hasta los libros. Sólo traje la cobija. Cuando salí del programa no tenía nada. Sólo tenía una cobija y dos mudas de ropa. Hablé con el dueño de una casa y me arrendó la pieza. Conseguí unos cartoncitos, los puse ahí y me arropé con mi cobija. Y con ese frío que hacía. A mí me tocó muy duro como seis meses, cuando salí de los albergues, recién llegado a Bogotá. Madrugaba a las cinco y a las seis cogía la ruta para irme a trabajar. Así todos los días hasta que fui consiguiendo cositas, de a poquito. Una ollita, la estufita. Un cilindro. La cobija, una lainer camuflada que tenía desde las Farc, se la regalé finalmente a alguien de la calle que tenía frío; se la di y le dije: tome, hermano, para que se arrope. Yo me desprendí de todo eso.
De los amigos de mi papá había uno que me hablaba muy bien del viejo. Él me decía Sombra, y me pasó un arma; me dijo: “Eso es suyo”. Yo todavía pelado y con semejante arma, andaba de arriba para abajo con ella. Él era de las Farc; él fue el que me encarriló por el camino de la guerrilla. A los días de tener el arma conocí a los propios-propios. Me dieron mi dotación, y otra arma. Habíamos como tres pelados que nos la pasábamos juntos. Había uno, Curruja, que tenía mi misma edad pero era más pequeño, y se agarraba a llorar. Yo era calladito para no dejarme ver de los comandantes. A veces a mí también me daba la chillona; nos daban ganas de llorar cuando se ponía de noche. Se sentía uno como olvidado, como dejado.
Todo esto que me ha pasado ha marcado mi vida. Me ha dado experiencias. Yo tengo como una referencia, un cuento. Es el del morrocoy. El morrocoy anda lento, pero anda seguro. Todo lo que he vivido y me ha pasado, me ha servido para andar lento y seguro, como el morrocoy. Así fue como la tortuga le ganó a la liebre.
Espero de la vida poder volver al campo algún día. Quiero irme a descansar, a relajarme. Bogotá es un estrés.
Hay algo que yo pienso y es: el Gobierno debería invertirle al campesino, al campo. Le tiran muy duro al campesino. No debieran cobrarle tanto impuesto y tanta vaina; que el campesino se quede en su tierra, y la quiera y nos alimente. Pero los campesinos ya ni quieren cultivar porque todo les sale muy caro…
*Las Casas Juveniles forman parte del proyecto Atención a niños víctimas de la violencia por el conflicto armado, del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, ICBF, creado en 1999 con el apoyo de OIM.
GUILLERMO GONZÁLEZ URIBE
ESPECIAL PARA EL TIEMPO
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