Hay quienes aún recuerdan a Silvia Zapata Durango como la voz femenina del dueto Silvia y Guillermo, ganador del Festival Mono Núñez en 1989.
El dueto se disolvió poco después, porque en su corazón bullía la necesidad de algo de mayor calado, más allá de sus exitosas actuaciones como integrante de esa agrupación, con quien entonces era su esposo, Guillermo Puerta.
Entonces nació el Festival Nacional de Colombia Canta y Encanta, en el 2003, que, más adelante, en el 2009, a su vez, tuvo un hijo: la escuela que hoy forma a 150 niños y jóvenes en la capital antioqueña. Niños y jóvenes que recorren los festivales del país con un espectáculo de canto y baile, una explosión de alegría basada en la música andina colombiana. Ya estuvieron en Austria.
El sábado pasado, en el teatro Pablo Tobón Uribe, fue la celebración de 15 años, en compañía de María Mulata y el grupo Suramérica, un hecho que marca un hito para las músicas autóctonas en las nuevas generaciones.
El día del aniversario se levantó a las 4:35 de la mañana. Hizo un rato de “conexión”, de oración, de meditación, y dio gracias a Dios, entregándole su esfuerzo y pidiendo “que todas las cosas surjan para la obra”. “¿Cuál es la obra? –se pregunta–. Despertar la sensibilidad del ser humano. Hacer niños conscientes de que hay un mundo distinto, donde somos más felices, donde buscamos más dentro de nosotros, más en lo nuestro que en los referentes externos. Para que no nos deslumbre el brillo de lo de afuera”.
Y enseguida de sus rituales personales arranca. “A las 6:30 estoy en la oficina. Tenemos jornadas de entre 13 y 15 horas diarias. Mi hija y yo, que somos las directoras de este cuento, estamos llegando a la casa a las nueve y media. Es un mundo tan bonito que nadie se alcanza a imaginar. Hay quienes dicen ‘esa es una labor quijotesca’. Yo digo no, porque cuando uno está realizando un camino con una misión no es un trabajo. Nos estamos divirtiendo”.
Habla de los milagros que genera la música y refiere el caso del niño que llegó a la escuela con un diagnóstico: ‘sordomudo’. Hoy es el más locuaz y uno de los líderes visibles de un grupo de niños desparpajados y sin rubores ante el público.
¿En qué momento supo que su vida tenía este sentido?
Fue un momento muy importante cuando ya llevaba desarrollada esta labor, como por el quinto año. En un estado de meditación se iluminó mi sentido de vida, me di cuenta de lo importante de servir. Cuando entendí eso, dije: mi vida tiene un sentido demasiado grande, y alguien me condujo hacia esta obra. Fue un chispazo de conciencia.
¿Cuál es el diferencial de su metodología con los niños frente a tantas escuelas musicales?
Es una pedagogía: lo primero es la vocación, el colorido de la puesta en escena, la programación neurolingüística que tienen los nuevos repertorios, la circulación nacional e internacional, la articulación de la familia al proceso y establecer como una especie de comunidad en la cual hay una vibración diferente. Es un grupo que vibra diferente, y eso lo podemos percibir en el público: donde nosotros nos presentamos erizamos las personas, aguamos los ojos, ponemos a la gente de pie. Ese impacto viene de ahí, el secreto está en el método. Y los niños, como están disfrutando tanto de este programa, yo creo que cuando uno está conectado con otros, a la vez está conectado con todos.
No es solo una actividad recreativa o la aspiración de convertirse en artistas...
Ese no es nuestro objetivo. A los papás les decimos: no somos representantes artísticos. Somos formadores que convocamos a través de la música colombiana para transformar el ser humano.
¿Cuál es el papel de los padres?
Tenemos un programa que se llama desarrollo de la conciencia de la música. Se hace los sábados en un desayuno con los papás; y se habla, entre múltiples temas, del beneficio de la música en el ser humano. Cómo la vibración y la armonía de la música penetran en el ser humano y lo vuelve un ser armónico. Los papás llegan a entenderlo, y de esa forma lo tenemos tan vinculado con el niño.
¿Cómo ha sido la experiencia de viajar con los niños y los papás dentro el país y al exterior?
Muchos piensan que es que tenemos mucho dinero. Es el amor el que abre los caminos. Les dije a los papás: la música no se hace para guardarla, es comunicación. Vamos a contarle a este país qué tenemos. Estos niños necesitan exteriorizar esto que aprendieron. Entonces mandamos propuestas, audios, videos a las embajadas, y gracias a ellos hemos viajado a Austria. Conocemos el país y le cantamos con el alma. No son solo las presentaciones, sino que vamos a paseo, piscina, lugares como la hacienda El Paraíso.
¿Cuando empezó, cuántos pedagogos tenían?
Empecé siendo yo la pedagoga, mi hija y un amigo. En este momento tenemos diez, que abarcan todo lo instrumental y vocal. Son 120 alumnos aprendiendo música con ejercicios que no son de la escuela italiana, sino bambucos, guabina, pasillos... Si veo una niña de 6 años que necesita una canción para aprender determinado reto, me fijo en su necesidad, en su edad, su energía, sus ganas, y, por ejemplo, le hago una canción a su mascota en un ritmo colombiano, y le va a gustar porque le estoy cantando a su mascota.
¿Por qué el interés en componer músicas más positivas?
Lo que pasa es que venimos de las guerras y de la esclavitud de la afrodescendencia, y tenemos mucho dolor impregnado, que se transmite de generación en generación. De ahí nacieron esas músicas y esos cantos y esos sonidos depresivos. Vino la música andina. Nuestros grandes duetos nacionales pasaron a ser inmortales porque hacían esta música, que venía muy permeada del dolor pasado. Ya ha pasado mucho tiempo, y la música no puede quedar atrás de manifestar otra realidad.
Canciones como No digas la palabra adiós, que le hace honor al dolor; Casas viejas, Las acacias, composiciones que yo cantaba y le hacían honor al dolor. Y luego pasa que en las experiencias personales uno se quiere quedar ahí pegado. Ahí dije no, hay que vivir distinto. Conectarse con la realidad del ser humano, que es felicidad, salud, prosperidad, amor, unidad, bondad, creatividad. Sobre todo, el disfrute de la vida y encontrar esa conexión que existe entre uno y el universo.
¿Por qué la música colombiana?
Porque uno no puede ser diferente de lo que es. Yo soy heredera de un bagaje musical familiar, y la música que sentimos es esa. Me crie en las fincas cafeteras, en una familia de diez hijos; todos cantábamos. Lo que se vivía culturalmente durante las recogidas del café eran las músicas andinas. Y había unas letras y una mamá que era una profesora y que cantaba bello y hacía música... Y esta niña esponjita recogió todo eso. Pero quise ir más allá.
¿Qué dicen los muchachos del entorno de reguetón y salsa choke?
Son muy respetuosos. Les enseñé que si van a fiestas, ante todo el respeto, pero manteniendo nuestra elección.
¿Qué la empujó a dejar el escenario?
Llegó un momento en que el aplauso ya no me daba ninguna satisfacción emocional. Pero era más que todo por la cultura en la que estábamos desarrollando la actividad, porque ser artista que vive desde la música en este país no es nada fácil. Tenía que cantar en escenarios que no eran, para personas que no eran, en un ambiente que no era. Y cantar música con la que yo sentía que no estaba construyendo nada. Dejé de componer mucho tiempo y sentí que me estaba muriendo internamente, entonces renuncié.
Y ahora se dedica a hacer un semillero de colombianos diferentes...
Exactamente, colombianos felices con lo de nosotros. No tenemos necesidad de copiarle a nadie, tenemos nuestra riqueza y debemos disfrutarla.
Charito Acuña es la directora del archiconocido Coro Acuña, agrupación que se inició como familiar y engalana las Navidades de los bogotanos desde hace 37 años.
Además de cantante, compone y escribe cuentos infantiles. Tiene escuela de música en Bogotá y fue invitada al Festival a dar un taller a maestros y niños, con la maestra María Olga Piñeros. Su taller se centró en la creatividad y en el juego, este último, un tema que le genera “fascinación por la respuesta que tiene en el ser humano, tanto en niños como en adultos”.
Conocer Colombia Canta le produjo gran alegría por “ver a una mujer y a su familia con un proyecto tan maravilloso”.
“Siento –dijo– un gran orgullo de ver mi país. Es un festival que incentiva a la gente a cantar nuestras músicas. ‘Dile sí a la música colombiana’ es su lema. Y cuando uno ve a estos niños con ese sentimiento, la forma como vibran haciendo la música colombiana, da una alegría inmensa. Son niños que van a crecer muy bien acompañados y van a ser muy felices”.
El de Natalia Bastidas, maestra en lutiería invitada al Festival Colombia Canta, es un caso bien raro. Siendo colegial, mostró inclinación por la música. Era explicable: su padre, Tobías Bastidas, es un avezado constructor de instrumentos (le anteceden seis generaciones de lutieres en la familia), que trabaja en Armenia. Guitarras, tiples y bandolas, el olor de la madera y las herramientas rodearon su niñez. Al terminar el bachillerato quiso profundizar en la música.
“Pero aborrecía la lutiería. Mi papá me ponía a ayudarle en el taller durante las vacaciones, y por eso nunca tuve vacaciones de colegio”, cuenta. Cuando le dijo al papá que se iba a estudiar música, él le dijo: “Muy bien. ¿Y con qué va a pagar la universidad?”. “Pues, usted me la paga”. Veterano en las lides de la vida y deseoso de que su hija hiciera su propio andar, respondió: “Ahhh. Bueno. Usted se queda aquí, me ayuda un año en el taller y con lo que yo le pague se matricula”. Lágrimas, pero nada que hacer. Pasado ese período, el padre dijo: “Ahora sí te vas a estudiar música”. Pero Natalia ya se había enamorado del sutil arte de hacer instrumentos. La Fundación Salvi, que organiza el Festival de Música de Cartagena, inició un proceso de lutiería en Colombia, con maestros italianos, al cual se vinculó Natalia. Duró 8 años tomando seminarios. Hoy es maestra en la materia. Sus instrumentos se hacen por encargo, como las obras de arte en el Renacimiento.
FRANCISCO CELIS ALBÁN
Enviado especial*
* Invitación de Colombia Canta y Encanta.
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