Los miro como sospechosos, y sé que también yo lo soy para ellos. Los miro con desconfianza, con temor. Los miro de reojo, reviso si tienen bien puesto el tapabocas –me gusta como lo llaman en la Argentina: barbijo–, si llevan guantes, si un rubor en su cara o un brillo en sus ojos podría ser indicio de fiebre.
Mido con la mente el par de metros que recomiendan como barrera, cruzo de prisa frente a ellos y pongo atención para establecer si conversan. Aterrizan en un restaurante que despacha sopas y ensaladas. Serán cocineros, imagino. Mientras me alejo, pienso si habrán atravesado la ciudad a bordo de uno de esos buses rojos que casi siempre llevan gente en exceso, si se habrán aferrado a los tubos a los que otros cientos de pasajeros se aferraron antes, si se habrán lavado las manos con suficiente jabón… y pienso, con asco ofensivo, que no quisiera una ensalada de aquel lugar. No termino mis preguntas sin respuesta ni mis suposiciones inútiles cuando calculo que tendré que pasar al lado de la mujer encargada de la seguridad en la tienda a la que he elegido ir y a la cual estoy por llegar. ¡Maldición! Creo advertir que su tapabocas no es más que una tela porosa por donde podrían desfilar sin incomodarse los camellos bíblicos que pasaban por los ojos de las agujas. Paso de prisa y llego sin escalas a la góndola del arroz –¡cuánta falta me hace un buen basmati!–, y encuentro a un hombre con bata blanca que revisa diversas referencias, hasta que opta por un paquete de arroz bomba. Doy media vuelta, aterrado, salgo del lugar y camino tres calles más en busca del arroz que allí no pude comprar, como si la nueva tienda a la que voy pudiera ofrecer granos impolutos, jamás tocados por las manos del hombre. Como si mis propias manos no pudieran llevar el temido virus, acaso adquirido apenas unos minutos atrás, acaso multiplicándose en mi organismo, silencioso, durante la última semana. Fueron tres calles de ida y otras tres de vuelta sintiendo como sospechoso a todo aquel con el que me cruzaba. Tomando distancia. Aguantando la respiración para no compartir ni siquiera el aire… Me aterra la idea de pensar que así será durante mucho tiempo este mundo que hasta hace poco fue de manos entrelazadas, de abrazos apretados, de uno o dos besos, y en el que ahora todos somos sospechosos. También yo.
*Cotesía del autor
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