Hay días, como este que agoniza, en los que no me hallo cómodo en ningún lugar de la casa, en ninguna actividad. Concentrarme es un desafío mayor, y terminar tareas, un propósito imposible.
Me asomo al balcón con cualquier disculpa: el trino de un pájaro, la sombra de una nube negra, el aroma de los eucaliptos que se alborota de repente, y a veces creo inventar sonidos en medio del silencio de la cuarentena como si sacara conejos blancos del sombrero negro del mago. Los invento para levantarme de la silla, para distraerme a la fuerza, para escapar del encierro sin salir de las cuatro paredes de mi apartamento. Concibo sonidos así como multiplico la necesidad de consultar el diccionario en busca de las palabras que me ofrezcan el significado preciso para aquello que escribo o aquello que pienso. Alimento la manía de volver a enfrentarme con las primeras frases de novelas leídas tiempo atrás, para concluir, por ejemplo, que “¿Encontraría a la Maga?” es un comienzo genial. El hambre no tengo que inventarla: la conozco desde siempre, la llevo en la sangre y habla de mi raza. En busca de un puñado de marañones o de una pastilla de chocolate amargo me levanto de la silla decenas de veces. Hay días, como este que agoniza, en los que busco con ansiedad palabras y marañones y nubes negras para tratar de distraer las muchas ganas que tengo de lanzarme a la calle. *Cortesía del autor
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