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Música y Libros

Especial Cuentos de Navidad: El Niño Dios no existe

Foto:Gustavo Ortega

Este escrito es de Rudolf Hommes y hace parte del especial de cuentos para esta época.

Rudolf Hommes
En mi casa, la época de Navidad comenzaba el 6 de diciembre, cuando los alemanes celebran el día de San Nicolás, el Santa Claus original. Todas las noches hasta la víspera de la Navidad, San Nicolás nos depositaba dulces en los zapatos que habíamos dejado al lado de la ventana, si nos habíamos portado bien el día anterior, o tusas y carbones en caso contrario.
Antes del 15 de diciembre se organizaba un paseo familiar para ir a recoger musgo en las montañas al oriente de Bogotá, en Nemocón o en algún otro sitio en la Sabana. La armada del pesebre en casa de mis abuelos era un evento mayor y una obra de ingeniería porque allí se hacía la fiesta en Nochebuena para toda la familia.
Los aguinaldos se organizaban cada noche en casa de una de mis tías y comenzaban irremediablemente con novena frente al pesebre, precedida de rosario, lo que hacía casi insoportable la espera pues el evento importante de cada noche era la repartición de la pólvora, después de comida, y la salida a la calle o al parque a quemarla.
Invariablemente salía alguien quemado, lo que le añadía un elemento pagano a la tradición porque los quemados eran generalmente los más chiquitos que se atravesaban frente a los buscaniguas o se agachaban a recoger el triquitraque justo cuando explotaba. Los totes tenían un status especial. A causa de ellos servían la comida antes de salir a echar pólvora, porque eran muy venenosos.
Cada año aparecían notas en las páginas rojas de los periódicos con historias de niños que habían muerto por comer totes o de la empleada que se los había tragado a causa de una desilusión amorosa. Era emocionante andar por ahí todo el día con algo tan letal entre el bolsillo de los bluyines.
El clímax de todo este ritual era la Nochebuena, el pavo, la misa de gallo, los regalos y el ajiaco al regreso, que hacían soportable la antesala de lo que era verdaderamente importantes: Despertarse al otro día a ver qué había traído el Niño Dios, que generalmente se quedaba corto, frecuentemente traía ropa, o le traía al hermano la mejor pistola.
Uno de los recuerdos más nítidos que tengo de mi niñez es despertar y descubrir los regalos cuidadosamente empacados al pie de la cama. Los llevábamos a la cama de mis papás a compartir con ellos las sorpresas y los desencantos. Mi mamá hacía de maestro de ceremonias, emitía comentarios con cada regalo, y palabras de consuelo explicaciones para lo que no había llegado.
Decía, por ejemplo, que quizás no le habían alcanzado a traer al Niño Dios los sombreros de vaquero o que posiblemente los había dejado en otra casa, o se le habían caído. Mi papá se limitaba a emitir sonidos de apoyo o a cuestionar las explicaciones con comentarios como “ya es bastante lo que recibieron. Es posible que a los niños pobres no les trajo nada”.
Como él era alemán, generalmente no le hacíamos caso a sus comentarios porque mi mamá decía que “ellos (los alemanes) no entienden nada”. Pero le pregunté por qué a los niños pobres no les traía regalos y mi papá dijo que era culpa del gobierno y de los ricos, pero cuando llegó al 9 de abril mi mamá lo cortó diciendo “¡no sigas...!”. Me perdí así de la que pudo haber sido mi primera clase de economía política.
El año siguiente, en la época de aguinaldos, estaba una tarde en casa de mis abuelos, y mis tías habían salido a hacer compras, lo que aproveché para esculcar en los clósets. Me encontré con la mayor sorpresa en el clóset grande que estaba en el cuarto de costura de mi abuela cuando descubrí allí guardados muchos paquetes y un carro rojo de bomberos que mi hermano y yo le habíamos pedido al Niño Dios.
Más tarde, cuando llegaron las tías y mi mamá a tomar onces les dije sin titubear: “El Niño Dios no existe”. Me miraron con curiosidad y preguntaron en qué me basaba para haber llegado a esta conclusión. Les dije que los regalos de Navidad que le habíamos pedido al Niño Dios estaban escondidos en el clóset de mi abuela y que el Niño Dios son los papás. La mayor de mis tías dijo: “Que raro, ¿será que el Niño Dios tuvo que dejar los regalos antes de tiempo? Con tanto que tiene que hacer…Pero hubiera dejado una nota o algo. Subamos a ver”.
Yo subí las escaleras corriendo adelante de ellas, abrí el clóset con gesto triunfante y estaba vacío. Mi tía dijo que había visto visiones. Mi mamá comentó que yo tenía mucha imaginación, que eso iba a ser un problema cuando creciera y me dio un coscorrón por estar esculcando en los clósets. Otra tía concluyó que “Mister Meter se nos está chiflando”. Murmuraron entre ellas que en la familia de la abuela había locos y bajamos a terminar las onces.
El día de Navidad nos trajo el Niño Dios el carrito rojo de bomberos y a mi primo Enrique, la raqueta de tenis que yo había visto en el clóset de la abuela. A él, que era mayor y sabía muchas cosas, le pregunté que cuándo íbamos a pasar vacaciones a la finca de mis abuelos en Cucunubá, cómo haría San Nicolás, que era alemán, para encontrarla. Me contestó, como lo hacía usualmente, “no sea bobo, chino; él me tiene contratado para ponerles los dulces o el carbón”. Es así como confirmé que una cosa es la realidad y otra, la realidad social.
RUDOLF HOMMES*
Para EL TIEMPO
*Relato publicado originalmente por la revista del Club El Nogal.

El tamborilero

Foto:Gustavo Ortega

Las lucecitas parpadeando a lado y lado forman una calle de honor improvisada. Vicente se calza el gorro de lana hasta las orejas, y sale a la calle. Doña Margot, amargada y repelente como siempre, mira desde su ventana sin adornos con el ceño eternamente fruncido.
Un villancico suena monocorde desde alguna cocina muy lejana. Vicente cruza frente a su casa y por primera vez en veinte años de ser vecinos silenciosos se lanzan lo que pareció una mirada cómplice.
¿No viene, vecina? Ella no contesta. ¡Espere! grita al fin antes de que él desaparezca entre la multitud: Viene con un trotecito lento, acomodándose el chal negro con pudor. ¡Cántese uno por mí! Le dice alargándole una cacerola de rabo negro con abolladuras recientes.
Vicente le hace un guiño. “Yo voy marcando con mi viejo tambor, ropopom pom pom...” suena a lo lejos mientras se une a la multitud rabiosa, tan bella como adolorida, tan esperanzada como ansiosa, con las lucecitas parpadeando en el reflejo de las mil cacerolas confundidas en el aire de ese diciembre nuevo.
LAURA LUNA
Para EL TIEMPO

Felicidad

Foto:Gustavo Ortega

- Anda, Miguelito, te están esperando.
El niño suelta la mano del ángel y corre hacia la puerta blanca y grande puesta frente a él. La abre a empujones y dentro, en un cuarto iluminado, están sus abuelos, sus tíos y su madre.
Todos sonríen y se abrazan: se transforman en una masa amorfa y amorosa. Miguelito ve en un rincón del cuarto una montaña sin fin hecha de regalos grandes y envueltos en colores. Se acerca a ella. Sus ojos se estiran dichosos.
-Esa es la ventaja de morir en Navidad, Miguelito -dice el ángel poniendo sus alumbradas manos sobre los hombros del pequeño-. Esta es la bienvenida que Dios les da a los niños como tú.
Miguelito se abraza a los regalos y empieza a destapar uno por uno, los deshoja sin contemplación, dándose cuenta de que encontró la felicidad después de una corta vida y que le durará siempre. Para todo su siempre.
JERÓNIMO GARCÍA RIAÑO
Para EL TIEMPO
Rudolf Hommes
icono el tiempo

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