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Pablito quería todos los regalos que pudiera porque el Niño Dios nunca le traía lo que él pedía. 

El día en que los ‘niños Dios’ no aparecieron en sus cunas para Nochebuena yo tenía 10 años. Fue un acontecimiento en el barrio. En la hora de los regalos no había recién nacido en el pesebre.
Lo reemplazaba una nota escrita con una letra poco legible que decía algo así como: “No se preocupen, lo devolveré mañana”. Es decir, los entregaría para Navidad. La historia fue como un terremoto que sacó a los vecinos de las casas y nos congregó a todos en el centro del parque. Cada vecino sacó su papelito con el mismo mensaje. “Es un secuestro”, gritó don Antonio, el dueño de la tienda de la esquina y que había sido policía en su juventud. Mi hermanito de tres años lloraba desconsolado porque no tenía sus regalos; a mí, la verdad, me importaba muy poco la suerte de los muñequitos.
Los adultos estaban desconcertados, sin tener idea de lo que debían hacer. Hasta que Laura, la hija de la modista de la cuadra, resolvió el misterio. “Conozco esa letra –dijo–, es de Pablo, estudia conmigo en el colegio y nos compartimos los cuadernos para comparar las tareas”. “¿Está segura, Laurita?”, preguntó la mamá. “Sí, esa es la letra de Pablo”, volvió a decir Laura sin rescoldo de dudas. Entonces, jalados por el imán de la indignación, llegamos a la casa de don Martín, el papá de Pablo, un señor viudo y que era profesor de un colegio prestigioso de la ciudad. Las luces estaban apagadas. Allí no celebraban Navidad ni ninguna fiesta de diciembre.
Uno de los vecinos tocó la puerta hasta el cansancio de don Martín, que salió molesto y preguntó qué queríamos. “Su hijo tiene a los ‘niños Dios’ de nuestros pesebres”. “¿De dónde sacan esa idea?”, dijo don Martín. “Mire –y don Antonio le pasó el papelito con el mensaje–, es la letra de su hijo”. Don Martín lo miró, suspiró y pidió que esperáramos. Cerró la puerta. Al rato regresó con Pablo y una bolsa blanca llena de ‘niños Dios’. El hombre vació la bolsa en el antejardín de su casa y los recién nacidos cayeron al piso.
Los adultos se abalanzaron sobre ellos como si fueran dulces de piñata, ni siquiera corroboraron si el muñeco que cogían era su Niño Dios. Tampoco se despidieron, ni preguntaron cómo Pablo había logrado semejante hazaña. Yo me quedé mirando a padre e hijo viendo a los demás encerrarse en sus casas y seguir la Nochebuena como si nada. “¿Por qué hiciste eso, mijo?”, preguntó don Martín mientras acariciaba el pelo crespo de Pablo. Pablo lloraba en silencio; al rato suspiró y pudo hablar. “Quería tener más regalos, todos los regalos que pudiera porque el Niño Dios nunca me trae lo que pido”. “Ay, mijo, pero esas cosas no se hacen –dijo don Martín mientras abrazaba a su muchacho–, te prometo que el otro año el Niño Dios te traerá todo lo que pidas, hablaré seriamente con él”. Pablo se refugia más en el pecho de su padre. Don Martín lo alza y lo recuesta en uno de sus hombros. “Qué bueno que estamos en Colombia, Pablito, –dijo don Martín–; si esto hubiera ocurrido en España, donde celebran la llegada de los reyes magos, imagínate el lío en que nos metes”. Don Martín cierra la puerta y regresa al silencio de su casa. Yo me fui a la mía, recuerdo; pensaba, mientras mi hermanito destapaba sus regalos, en que el otro año haría lo mismo que hizo Pablo si el Niño Dios, una vez más, no me traía lo que le pidiera.
Jerónimo García Riaño, autor de ‘La noche de los forasteros’, finalista del premio Nacional de Novela Universidad de Antioquia 2019.
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