Los chicos de la Nickel, de Colson Whitehead, es una novela que no deja respirar. Elwood Curtis tiene 14 años. Es buen estudiante, oye los discursos del reverendo Martin Luther King en el tocadiscos de su abuela y cree firmemente que las cosas están cambiando, que tarde o temprano los negros podrán entrar en el restaurante más elegante del pueblo y pedir una hamburguesa con queso, o podrán entrar gratis, ¡gratis!, por sus magníficas notas, en el parque de diversiones y disfrutar de las maravillas mecánicas donde todavía ningún niño negro se ha sentado.
Pero todo se va al carajo. Elwood trabaja en una tienda de un blanco que vende chucherías y varias revistas que se lee sin arrugar una sola esquina, sueña con llegar a la universidad, devora de cabo a rabo una enciclopedia que tiene como un tesoro y que ganó en un concurso de lavaplatos y usa todas las palabras que puede asimilar de la letra A. Está atento a todos los movimientos del reverendo y celebra sus pequeños y grandes triunfos. Tiene un futuro luminoso.
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Pero esta no es un historia de superación. El yugo sigue vivo. Colson Whitehead (Nueva York, 1969, autor de obras como Zona Uno y El coloso de Nueva York) se inspiró en la historia real de la Escuela Dozier para Chicos de Marianna, Florida, donde un grupo de arqueólogos forenses encontró hace poco los restos de varios alumnos asesinados.
Elwood termina en la Academia Nickel para niños por negro. Está en el lugar equivocado y lo condenan por negro.
Y los negros no tienen abogados. Y menos un niño que fue abandonado por su mamá y su abuela es una pobre mujer mayor que ve cómo sus ahorros se desvanecen. En el sistema no hay errores: los negros son culpables. Por lo menos va a una escuela, se dice, pero la Nickel no es realmente una academia ni una escuela. Es un “reformatorio”. Y tampoco es realmente un “reformatorio”. Es una prisión para niños y jóvenes. Y es una prisión donde se fomentan la explotación sexual, los abusos y tiene una casa de torturas –la ‘Casa Blanca’– donde Edwood recibirá unos azotes salvajes que le dejan restos de tela entre la piel y cicatrices de por vida. Y algo más: la escuela tiene su propio cementerio y un eficaz sistema de segregación.

Obra ganadora del Pulitzer, editada por Penguin Random.
Archivo particular
Hay un espacio para negros y otro para blancos. Y un latino que viaja de lado a lado. Ni muy blanco ni muy negro. Y también recibirá su merecido por sus “reformadores”. También hay un torneo de boxeo que tiene ciertas consecuencias y unos árboles con argollas de hierro donde encadenan a los casos perdidos para que luego desaparezcan discretamente, pero Elwood tiene un amigo que le dará un vuelco espectacular a la trama.
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Whitehead ganó su segundo Pulitzer por esta novela (el primero fue por El ferrocarril subterráneo), una hazaña que solo han logrado un puñado de escritores, entre ellos, William Faulkner. La revista Time la clasificó como una de las mejores novelas de la década. Y con razón: en tiempos en los que las noticias se reparten entre la pandemia y los casos de brutalidad policial como el de George Floyd, esta es una novela que no deja respirar.
FERNANDO GÓMEZ ECHEVERRI
*EDITOR DE CULTURA DE EL TIEMPO
@LaFeriaDelArte