El libro del profesor español Jerónimo Ríos va a ser, sin duda, un texto básico para quienes se interesan no solo en la historia contemporánea de Colombia, sino, también, en la historia de los movimientos guerrilleros, las políticas de contrainsurgencia (legales o ilegales) y en los procesos de paz de América Latina y en otras latitudes del mundo.
Colombia, país de paradojas, es, a su turno, una de las naciones con mayor tradición de gobiernos electos en América Latina –desde la Independencia solo ha habido cuatro gobiernos militares, dos en el siglo XIX y dos en el siglo XX que, en total, han gobernado escasos siete años–, pero, a su vez, sufre uno de los conflictos armados más prolongados del mundo contemporáneo, al lado de la disputa por la región de Cachemira entre la India y Pakistán (1947) y el conflicto Israel-Palestina (1948). Daniel Pécaut denominó su obra más importante Orden y violencia, fórmula que sintetiza magistralmente una situación tan compleja.
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Tras la Guerra de los Mil Días (1899-1902) que condujo a la mayor “devaluación geopolítica” del país –la pérdida de Panamá–, Colombia tuvo casi 50 años de paz interna. El trauma de la última y peor de nuestras guerras civiles del siglo XIX y la mutilación del territorio nacional tuvieron un efecto de apaciguamiento. En los famosos libros de viajes que inundaron al mundo desde la obra cumbre de Marco Polo, Colombia aparecía en esa primera mitad del siglo XX como una evidencia de las posibilidades de construir sistemas políticos republicanos estables en los países del Tercer Mundo.
No obstante, tras el asesinato de Gaitán y el período de la Violencia, el uso de las armas, con altibajos, no ha cesado nunca. En esos años infaustos se nos fueron las luces. A pesar de que la violencia sectaria se fue aquietando con el tiempo, en los años 60, tras la Revolución Cubana y el nacimiento del “mito guerrillero” que se extendió por todo el mundo, Colombia se convirtió en un terreno muy fértil. No olvidemos que antes de la Revolución Cubana solo había habido una experiencia guerrillera de inspiración marxista en América Latina: Colombia. Durante los años de la Violencia, el Partido Comunista había animado a sus huestes rurales a resistir a la violencia a través de movimientos de autodefensa y, más tarde, mediante unidades de guerrilla móvil.
Se trata de una nueva
y terrible paradoja: Colombia, la pionera en los acuerdos de paz en América Latina, es la única nación que todavía sufre la acción de grupos guerrilleros.
Es más. En Colombia surgieron todas las familias guerrilleras imaginables. Una sopa de letras que solo los especialistas pueden digerir: prosoviéticas (Farc), prochinas (Epl), procubanas (Eln), nacional-populares (M-19), indigenistas (Maql), etc. Este hecho no deja de sorprender. Por una parte, fueron poco comunes en América Latina las guerrillas prosoviéticas, pues nos hallábamos bajo la consigna de Nikita Jrushchov de la coexistencia pacífica y la emulación entre el capitalismo y el socialismo (que esta última estaba de lejos llamada a ganar) y salvo los partidos de Venezuela y Guatemala, ninguno más se “echó al monte” en estos años. También fueron raras y muy débiles las guerrillas maoístas –hasta que surgió, años más tarde, en 1980, el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (Pcp-sl) en Ayacucho.
Y aún más extrañas fueron las guerrillas indigenistas, hasta la implosión en el sur de México, en Chiapas, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (Ezln) el 1.º de enero de 1994.
Y, aún más. Si en América Latina se produjeron dos ciclos guerrilleros, uno tras la Revolución Cubana (1959) y otro, 20 años más tarde, tras la Revolución Nicaragüense (1979), en Colombia se vivieron uno y otro ciclo con gran intensidad. De esta manera, hubo tanto guerrillas de primera (Farc, Eln y Epl) como de segunda generación (M-19, Maql y Prt).
En estos años se cerró en América Latina la lucha guerrillera, al igual que la era de los golpes militares y la región entró en la “tercera ola democrática” (Samuel Huntington). Para sorpresa de la izquierda, que creía inviable acceder y conservar el poder por las vías democráticas –los ejemplos de Jacobo Arbenz en Guatemala (1954), João Goulart en Brasil (1964) y de Salvador Allende en Chile (1973) eran un testimonio claro–, tras el triunfo de Hugo Chávez en 1999 y, cinco años más tarde, de Tabaré Vásquez en Uruguay, el continente viviría una “marea rosada” (pink tide), como la llamó Larry Rohter en el New York Times.
En efecto, en el año 2009, doce de los 19 países de América Latina estaban dirigidos por mandatarios que se autodefinían de izquierda, lo cual abarcaba más del 60 por ciento de los habitantes de la región: después de Chávez y sin contar a Raúl Castro, quien fue ungido en el año 2008, fueron electos Néstor Kirchner y Lula da Silva (2003), Tabaré Vásquez (2005), Manuel Zelaya, Michelle Bachelet y Evo Morales (2006), Daniel Ortega y Rafael Correa (2007), Fernando Lugo (2008) y Mauricio Funes (2009).
No se logró la pazEl 9 de marzo de 1990 se firmó el acuerdo de paz con el M-19 en una sencilla ceremonia en la Casa de Nariño presidida por Virgilio Barco. Era el primer proceso de paz exitoso con una guerrilla posrevolución cubana en América Latina.
Esta negociación sirvió de ejemplo para que otros tres grupos guerrilleros que componían la Coordinadora Guerrillera Simón Bolívar (Cgsb), el Maql, el Prt y el sector mayoritario del Epl firmaran, a su turno, sendos acuerdos e hicieran parte de la Asamblea Constituyente (Anac).
El acuerdo de paz con el M-19 trascendió, además, nuestras fronteras. Inicialmente, incidió en el acuerdo entre Rodrigo Borja y el grupo guerrillero más activo de la historia ecuatoriana, Alfaro Vive Carajo, en 1991. Un año más tarde, influyó en la decisión del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (Fmln) de abandonar las armas, al igual que en la decisión de la Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca (Unrg) en 1996.
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Se trata, sin duda, de una nueva y terrible paradoja: Colombia, la pionera en los acuerdos de paz en América Latina, es la única nación que todavía sufre la acción de grupos guerrilleros e, incluso, es la única nación del mundo occidental afectada tras la firma del Acuerdo de Viernes Santo en Irlanda del Norte en 1998 y la decisión final de Eta del cese definitivo de sus acciones en 2011 y su disolución en 2018.
A pesar de que el presidente Gaviria concibió la Constituyente de 1991 como el marco para un gran “pacto de paz”, lo cierto fue que dos de los seis componentes de la Cgsb, el Eln y las Farc, así como una pequeña disidencia del Epl, se negaron a asistir a esa cita histórica que hubiera podido cambiar la historia de Colombia. Es decir que a diferencia de El Salvador y Guatemala, donde todos los grupos guerrilleros reunidos en el Fmln y la Unrg firmaron la paz el mismo día y a la misma hora, en Colombia no fue posible.
La fragmentación extrema de la guerrilla condujo a una serie ininterrumpida de “procesos de paz parciales”: M-19 (9 de marzo de 1990), Prt (25 de enero de 1991), Epl (15 de febrero de 1991) y Maql (27 de mayo de 1991); luego, el 9 de abril de 1994 con una disidencia el Eln, la Corriente de Renovación Socialista (Crs). Y, muchos años después, con las Farc el 24 de noviembre de 2016 y la historia continúa…
Tal como lo describe Jerónimo Ríos, tanto el Eln como las Farc creían que Colombia estaba en una “situación prerrevolucionaria” y que era posible transitar de la guerra de guerrillas a la guerra de movimientos, es decir, comenzar a crear los núcleos de un ejército popular capaz de derrotar a las Fuerzas Militares. De ahí que rechazaran la oportunidad que les brindó la Anac para transitar de las “armas a la política”.
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De hecho, las Farc-ep lograron entre 1995 y 1998 los mayores éxitos militares en su larga historia. No es de extrañar que, en aquellos años, se comenzara a hablar de Colombia como una nación potencialmente fallida (failing state).
En este contexto, se produjo un pánico generalizado en algunas élites regionales que sufrían el secuestro y la extorsión. El remedio fue peor que la enfermedad: el 18 de abril de 1997 surgieron las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc). Fue el horror. En los años siguientes, tanto el número como la tasa de homicidios alcanzaron cifras escandalosas.
En el año 2003, bajo el gobierno de Álvaro Uribe, se alcanzaron los Acuerdos de Santa Fe de Ralito con las Auc y su desmovilización parcial. Sin embargo, más tarde se vivió el reciclamiento de centenares de exmiembros de las Auc en poderosas bandas criminales. Lo mismo ocurrió con la disidencia del Epl transformada en un grupúsculo criminal (‘Los Pelusos’) y, desgraciadamente, lo mismo viene pasando con las disidencias de las Farc tras el acuerdo de paz de 2016. Y este mismo temor comienza a invadir a los analistas del Eln.
Sin duda, la principal consecuencia de esta larga sucesión de negociaciones grupo por grupo y escalonadas en el tiempo que ya se prolonga por 30 años ha sido la inevitable degradación del conflicto armado. La guerra prolongada termina convirtiéndose en una forma de vida. Es lo que los especialistas en África denominan los “diamantes ensangrentados”. Es decir, la pérdida progresiva de motivación política y la apropiación privada de recursos por parte de milicias armadas. El caso de la República Democrática del Congo es paradigmático. Colombia vivió con particular intensidad las viejas guerras revolucionarias y ahora vive, con no menor intensidad y dramatismo, el impacto de lo que Mary Kaldor ha denominado las “nuevas guerras”, más criminales que políticas.
El panorama actual es, por tanto, muy difícil. Este libro de Jerónimo Ríos nos muestra un país que lleva años luchando por alcanzar la paz. Ojalá más temprano que tarde, Colombia, como el resto de América Latina, pueda decir que la lucha armada es cosa del pasado y podamos voltear la página, consolidar la democracia e intentar resolver los conflictos por la vía de la negociación pacífica.
Extracto del prologo de Eduardo Pizarro Leongómez para el libro Historia de la violencia en Colombia de Jerónimo Ríos, profesor de la Universidad Complutense de Madrid.
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