Una charla entre la colombiana Paula Andrea Navia y la ruandesa Odile Gakire Katese se dio en Bogotá, el viernes pasado, en el Seminario Internacional Música y Transformación Social, organizado por la fundación Nacional Batuta y el British Council.
Fue el encuentro de dos seres muy parecidos, con una labor muy similar que realizan a miles de kilómetros de distancia: una lidera una red de cantadoras en el Pacífico colombiano; la otra, un grupo de mujeres tamboreras llamado Ingoma Nshya.
Navia, tumaqueña, apoya a un grupo de más de 30 mujeres en el que también hay cantadores y músicos de marimba de chonta, cununo y guasá.
“En estas mujeres se refleja la espiritualidad y la solidaridad con su región, un lugar como es el Pacífico, donde imperan la corrupción y el abandono del Estado”, dijo Navia.
De inmediato, Odile Gakire Katese contó la historia de estas mujeres ruandesas que encontraron en el tambor una forma de vida.
“El genocidio de Ruanda (ocurrido en 1994, cuando se exterminó al 75 por ciento de la población tutsi por parte del gobierno hutu) llevó a que las mujeres empezaran a tocar el tambor. Primero con miedo, porque esta era una tarea solo para los hombres”, afirmó.
En el Pacífico colombiano las mujeres, contó Navia, cantan desde siempre y “ese canto las llena de vida, les hace olvidar sus penas. Cantan mientras cocinan, siembran y lavan, mientras trabajan para subsistir, cuando alguien muere y cuando alguien nace”.
Entonces, en distintos puntos del planeta estas dos líderes decidieron unir a las mujeres en torno a la tradición para que esta no se perdiera, mejorar su autoestima y fortalecer el tejido social.
En ambos lados, el arte ha llevado a estas mujeres a cambiar muchos aspectos de sus vidas.
Gakire afirma que las tamboreras dicen que tocar el instrumento las libera del estrés y las motiva.
Navia, por su parte, agrega que para las cantadoras es una especie de catarsis. “Ellas han perdido a muchos de sus hombres en la guerra (primos, esposos, hermanos, hijos, amigos) y cantar las renueva”.
Las cantadoras de la Red del Pacífico son originarias de los municipios de Timbiquí, Guapi, El Charco, Iscuandé, Olaya Herrera, Mosquera, La Tola y Tumaco, entre otros, y Navia debe gestionar recursos a través de fundaciones, organizaciones y el Estado para sostener la red.
Igual sucede en Ruanda. Cuenta Gakire que uno de los más importantes apoyos del grupo Ingoma Nshya es una fábrica de helados: las mujeres los preparan y los venden. En un documental se puede ver cómo esta fábrica nació gracias a que había leche y frutas para hacer los helados.
“Después del genocidio, muchas de estas mujeres no estaban felices de estar vivas, pero ha ido cambiando su percepción”, cuenta Gakire.
En el Pacífico, Navia y su hermana Kelly venden deliciosos platos típicos del Pacífico los fines de semana. Así que aquí y allá, la subsistencia está también relacionada con la alimentación.
Gakire, ruandesa, salió con su familia hacia el Congo desde niña y regresó luego del genocidio. Cuando conoció la historia de estas mujeres, pidió que quienes quisieran ayudar donaran su tiempo y llegaron muchos profesionales a apoyar. Pero antes, buscando qué hacer por su país, fue a uno de los museos de la capital, Kigali, para entender qué había pasado y acercarse más a sus raíces.
Navia, por su parte, estudió antropología en la Universidad del Cauca en Popayán y es nieta y bisnieta de marimberos y constructores de instrumentos, y bisnieta de bailadores de bambuco viejo. Sabe que la Red es su misión en la vida.
El objetivo, según este seminario, es reunir, en un tiempo no muy lejano, las distintas experiencias que se dieron a conocer en el encuentro. En este caso, que las cantadoras vayan a Ruanda y las tamboreras vengan al Pacífico.
Que todos los ancestros africanos de las mujeres de aquí y de allá sean convocados para que esto suceda.
OLGA LUCÍA MARTÍNEZ ANTE
CULTURA Y ENTRETENIMIENTO
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