Dios se le apareció como un rayo. El 2 de julio de 1505, el estudiante de derecho Martín Luder regresaba de visitar a sus padres en Mansfeld, Alemania, cuando se vio en medio de una tormenta. Cayó un rayo que lo hizo tirarse al suelo, espantado, y dijo: “Ayúdame, santa Ana, y me haré monje”. Dos semanas después, contra la voluntad de su padre, el hombre que llegaría a ser conocido como Lutero celebró junto con sus amigos la despedida del mundo: “¡Hoy me veis, y ya nunca más!”, les dijo, y desapareció tras los muros del monasterio agustino de Efurt.
El hecho está relatado en ‘Martín Lutero. vida, mundo, palabra’ (Trotta), la biografía más reciente en español sobre el reformador alemán, escrita por Thomas Kaufmann, catedrático de historia de la Iglesia de la Universidad de Gotinga.
Según Kaufmann, que el futuro monje se resistiera a los intentos de sus amigos y familiares de persuadirlo (su padre llegó incluso a recurrir al mandamiento de obediencia debida a los padres) “indica que en esta primera decisión autónoma de su vida trazó una línea divisora en su existencia (...). Su desesperación por la vida que había vivido hasta entonces y su esperanza en una nueva llevaron a Lutero a la Iglesia, y él las introdujo en ella”.
Lutero nació el 19 de noviembre de 1483 en Eisleben, Mansfeld, parte de Sajonia, un electorado del sacro Imperio romanogermánico. Su madre pertenecía a una familia burguesa, educada –aunque los enemigos de Lutero difundieron leyendas de que era una mujer mísera, torpe y supersticiosa que había engendrado a su hijo con el diablo–, mientras que su padre era de origen campesino e hizo cierta fortuna en la minería.
El origen social de la madre y el bienestar alcanzado por el padre explican por qué Lutero recibió una exquisita educación que lo llevó, desde la escuela, a estudiar artes liberales y, luego, en 1505, derecho. “Nada indica que el estudiante Martín no haya sido también aquel muchacho joven, dispuesto y alegre que amaba la compañía y que sabía tocar el laúd”, escribe Kaufmann.
Ya sabemos que un rayo interrumpió su carrera como jurista y lo llevó al monasterio de los agustinos recoletos, para convertirse en un monje mendicante. Según Kaufmann, los primeros tiempos de Lutero en el lugar fueron ambiguos: por un lado estaba la confianza que tenían en él los superiores, y por el otro la insatisfacción del joven consigo mismo y las dudas espirituales que lo llevaban a buscar calma, una y otra vez, en la confesión y, sobre todo, en la lectura de la Biblia.
En 1507 fue consagrado como sacerdote y empezó sus estudios de teología. Se doctoró en 1512 y asumió como profesor de esa materia en la Universidad de Wittenberg (que hoy lleva su nombre). En contra de los usos de aquellos años, Lutero hizo teología apoyado casi exclusivamente en la lectura e interpretación de la Biblia.
Leyendo y releyendo las escrituras, y siguiendo a san Agustín, el doctor Lutero llegó a una interpretación de la justicia divina que excluía “toda posibilidad de colaboración por parte de la voluntad humana en la salvación”. El punto es crucial, pues permite entender por qué comenzó a predicar contra las indulgencias, su comercio y, por lo tanto, contra el poder papal y sacerdotal. El asunto es así: la indulgencia es “la institución salvífica para el perdón de las penas por pecados temporales”, o sea, justo aquello que el monje refutaba. Y, así, en 1517 su prédica alcanzó niveles de política eclesiástica.
Hasta entonces, nuestro protagonista era Luder, como su padre, pero desde ese momento se convirtió en Eleutherius –“el libre en Dios”– o Lutero. Con ese nombre publicó sus 95 tesis en las puertas de la iglesia del Palacio de Wittenberg (Alemania), un documento de críticas a la Iglesia católica que marcó el inicio de la Reforma protestante.
Sus tesis, que el 31 de octubre cumplieron 500 años de ser publicadas, provocaron un cisma no solo religioso, sino también político, cultural, económico y social.
En ellas dice, entre otras cosas: “Vana es la confianza en la salvación por medio de una carta de indulgencias, aunque el comisario y hasta el mismo papa pusieran su misma alma como prenda. ¿Por qué el papa, cuya fortuna es hoy más abundante que la de los más opulentos ricos, no construye tan solo una basílica de San Pedro de su propio dinero...?”
Según dice Heiko A. Oberman en ‘Lutero. Un hombre entre Dios y el diablo’ (Alianza), la necesidad de una reforma en la Iglesia católica era un tópico medieval. Se hablaba de una “vuelta a los ideales de los comienzos”, de un regreso al camino correcto, a la forma de vida de Cristo. Lo que en tiempos de Lutero, y en particular en Alemania, significaba una vida distinta a la de la Iglesia rica, liderada por León X y sumida en una crisis de credibilidad.
Además, Lutero era apocalíptico, y a partir de 1520 llegó a la certeza de que el papa (la institución) era el Anticristo y, por lo tanto, un signo del fin de los tiempos. Su belicosidad era religiosa, teológica. Aunque fue visto así, no quiso ser un reformador nacional. “Quien aquí habla no es un héroe, sino un profeta de la penitencia, que lleva a la nación al confesionario y no a la victoria”, explica Oberman. La Reforma era una cuestión de Dios, el Juicio Final que veía próximo; y lo que correspondía entonces era preparar a la Iglesia. “Adiós, Roma impía, perdida y pecadora; la ira de Dios ha caído sobre ti”, dijo.
Luego de que Lutero publicó sus tesis, el tiempo se aceleró. En marzo de 1518 comenzó a difundir escritos reformadores en lengua popular; en octubre, Roma envió a un cardenal a interrogarlo, pero se negó a retractarse. El 15 de junio de 1520, el papa lo amenazó con la excomunión, y como respuesta, en octubre, Lutero quemó el ‘Derecho canónico’ y la bula papal que lo amenazaba. El 3 de enero de 1521 fue excomulgado.
Para entonces, el asunto Lutero era parte de una historia mayor, en la que se mezclaba el resentimiento de los territorios alemanes contra Roma y la política imperial de Carlos V. En abril de 1521, el recién elegido emperador llamó al monje a Worms, en Alemania, donde se desarrollaba una asamblea –o dieta– de los príncipes del sacro Imperio romanogermánico. Iba a ser interrogado. Una vez en el lugar, fue conminado a desdecirse de sus herejías. Lutero respondió: “Ni quiero ni puedo retractarme en nada”.
Oberman cuenta que pasquines y cartas difundieron el discurso de Lutero por toda Alemania: “La nación escuchó incluso con mayor atención que sus autoridades; en especial aquella frase conclusiva que se halla solo en la versión publicada por Lutero de la declaración de Worms: ‘Esta es mi posición, no puedo obrar de otra manera. Que Dios me ayude, amén’ ”.
Tal como había ocurrido hasta entonces, Lutero contó con el respaldo y protección de Federico III, el príncipe elector de Sajonia: “Federico actuó como un príncipe territorial cristiano”, escribe Oberman. Es decir, “no permitió que nadie le discutiera su responsabilidad por el bien temporal y la salvación eterna de sus súbditos, ni la curia de Roma ni la corte imperial”.
Sin el apoyo de Federico, Lutero hubiese sido un hereje más. Y, sin la imprenta, su mensaje no hubiese llegado lejos. “Lutero es la primera estrella mediática de la historia, alguien que supo usar la revolución mediática de la época –escribe Kaufmann–. Hasta finales de 1519, antes de que el juicio por herejía contra Lutero hubiera entrado en su fase final, se habían difundido de él 20 textos en lengua vernácula en más de 140 ediciones impresas”. Por eso, para 1522 ya se podía hablar de un hervidero reformador, que incluso llevó a divisiones dentro del movimiento liderado por Lutero y disputas con otros reformadores: desde Andreas Karlstadt, su compañero en los primeros años de la Reforma, hasta Erasmo de Róterdam.
Después de haber salido del mundo para hacerse monje, Lutero volvió a él gracias a las prensas. Un regreso que se confirmó en 1525, cuando se casó con la monja Catalina de Bora, con quien tuvo seis hijos. En el mismo período se involucró en las llamadas “guerras campesinas”, un levantamiento popular en el que apoyó a los príncipes. Y tal vez su última gran acción mundana fue la publicación en 1534 de su versión en alemán de la Biblia, una obra que acercó el texto sagrado del cristianismo a los laicos, gracias al medio millón de ejemplares vendidos hasta 1546.
Martín Lutero murió el 18 de febrero de ese año, tal vez de un infarto al corazón. Felipe Melanchton, alumno, colega y compañero de lucha, se enteró cuando se encontraba en medio de una clase. “Ha muerto el auriga y el carro de Israel”, dijo, haciendo un guiño al profeta Elías.
Según Kaufmann, Lutero había seguido su lucha reformista tras los años en los que anduvo en boca de todos, pero con menos espectacularidad. El hombre que fue visto como “el preferido de la nación” y el “héroe del pueblo” se había consolidado como “maestro respetado de una iglesia particular, lo que, según el derecho canónico, era una ‘posibilidad imposible’ ”.
Muchos historiadores coinciden en que la Reforma de Lutero fue uno de los procesos históricos que determinaron el avance de las condiciones sociales, políticas y económicas que permitieron la apertura del comercio y el establecimiento de los conceptos de ciudad y Estado propios de la modernidad. La Reforma, dice el catedrático Fernando Sanmiguel, no solo fue un proceso eclesial, sino que se caracterizó por su aporte al amanecer del conocimiento y al despertar de procesos económicos que configuraron la organización de la Europa moderna y el avance del capitalismo.
JUAN RODRÍGUEZ M.
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