Llovió durante doce horas seguidas. Por la noche estuve despierta un buen rato, con la luz apagada, oyendo la lluvia que no cesaba, no se interrumpía, no perdía nada de su intensidad monótona. Había algo monstruoso en esa lluvia. ¿De dónde podía venir tanta agua y con qué sol exiguo podía evaporarse para subir al cielo y desde ahí volver a caer? Me imaginaba las gotas, los chorros, las cuerdas de agua cayendo sobre la tierra, irrigándola por debajo, serpenteando en la oscuridad, ablandando y derruyendo el terreno, preparándolo para rodar montaña abajo. Otra porción grande de tierra podía desprenderse desde el barranco si seguía lloviendo así.
Los baldes amarillos seguían cumpliendo bien su función. Pero al buscar un libro en la pequeña biblioteca que tenía en mi estudio, me di cuenta de que detrás de los libros una humedad había abombado la pintura de la pared. Quité los libros. Había una mancha verdosa y parecía estar respirando. La pared parecía viva. Varios de los libros estaban doblados, las carátulas se habían reblandecido y estaban cubiertas por colonias de hongos blancos. Sequé algunos libros con la manga de mi saco. Un hongo ceniciento había salpicado las páginas de Madame Bovary. Me di cuenta de que había salido un gemido de mi garganta cuando una rana saltó al suelo desde algún lugar de la biblioteca. Era pequeña. Encogida no tendría más de dos centímetros, pero cuando estiraba las patas de atrás para saltar, llegaba a ser tan larga como un dedo. Su piel era de un color entre el verde oscuro y el marrón. Me arrodillé para quitarle una bola de polvo y pelos que se le había enredado
entre una de las patas traseras. Tenía manchas amarillas minúsculas repartidas a lo largo de su cuerpo, y por el aspecto de su piel cuarteada y seca parecía estar sufriendo. Corrí escaleras arriba para buscar un poco de agua y rociarla para que no se asfixiara. La rana cerró los ojos y yo no sabía si estaba aliviada, si sentía placer, o si se había ahogado con tanta agua; pero seguía viva, porque una pulsación casi imperceptible le recorría el cuerpo: podía ser su respiración, su corazón, o ambas cosas. El agua cambió su textura, la hizo más blanda y brillante, como si fuera una rana hecha de barro húmedo.
Pobre rana, pensé. Ella está peor que yo. La rana se quedó un tiempo quieta y luego dio un salto. La tomé entre mis manos. No pesaba nada, no estaba caliente ni fría; era como si yo no tuviera nada en las manos. Liberé al pequeño anfibio en el jardín.
Subí a preparar una jarra de té. En el cielo de la marquesina vi agujeros azules entre las nubes. Mientras el agua para el té hervía, volví a bajar las escaleras de madera. El aire parecía más seco afuera que adentro, así que recogí los libros que más habían sufrido y los puse sobre el pasto frente a los estudios con las páginas abiertas para que se secaran. Ahí les daría algo de sol, o algo de la resolana lechosa que permeaba los bultos de nubes. La tetera silbó en la estufa. Volví a subir las escaleras de madera. Preparé el té, bajé con la tetera humeante y la puse sobre uno de los libros que no había sufrido por la humedad y que no me importaba mucho. No me importaba mucho nada.
Me senté en el escritorio y abrí el cuaderno de apuntes. La clínica Palermo quedaba cerca del apartamento de Paulo. Era la clínica en la que yo había nacido. Tenía esos ladrillos naranja que formaban arcos sobre las ventanas atravesadas por cruces de hierro color crema que era lo que más miedo me daba del edificio, junto con las monjas que creía que había adentro. Nunca, adulta, había puesto un pie en esa clínica. Paulo me había dicho que dentro, colgando de las puertas de las habitaciones de los pacientes hospitalizados, había carteles de plástico con inscripciones. “El Señor es justo en todos sus caminos”. “Estén preparados”. “El ciego estaba curado y veía con toda claridad”. ¿Cómo sabe?, le pregunté.
Una vez entré, dijo Paulo. ¿Se puede entrar? Claro que se puede. En las calles cercanas a la clínica, las casas se seguían unas detrás de otras, encadenadas, derruidas y vacías pero bien pintadas, rojo-naranja y blanco, o azul y verde aguamarina, separadas por rejas de hierro entre las que asomaban dalias rojas que caían por su propio peso como si estuvieran desmayadas.
Nunca vi entrar ni salir a nadie de esas casas y de sus pequeños jardines enrejados, pero debían estar habitadas porque en las ventanas podían verse letreros para arrendar habitaciones. Tomé un poco de té y miré los libros abiertos en el jardín. Las páginas formaban arcos que se movían por el viento. Algunos libros se habían cerrado. Sobre ellos se desplazaba una bandada de nubes. Dejé la taza de té en el escritorio y me pasé las manos por la cara.
Hacia las tres de la tarde oí el motor del carro de Gonzalo. Salí para asomarme al montículo desde el que podía verse la casa de abajo. El campero se puso en marcha; se veía cuadrado desde donde yo estaba, empequeñecido por la distancia. Era imposible ver a Gonzalo al volante, pero ahí estaría él, haciendo girar el timón hasta que el carro diminuto y compacto desapareciera tras una curva. Estaba sola en la montaña.
*Cortesía Editorial Planeta
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