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Música y Libros

Las páginas que el padre de Ana Frank retiró de su diario

La primera edición del diario se publicó en 1947, en holandés. Desde entonces, se ha traducido a cerca de 67 idiomas.

La primera edición del diario se publicó en 1947, en holandés. Desde entonces, se ha traducido a cerca de 67 idiomas.

Foto:Archivo Particular

Hace 75 años, en Bergen-Belsen, murió la autora de un relato crucial para entender el Holocausto.

La primera censura al diario de Ana Frank la hizo ella misma, en el momento en el que supo que las páginas que llevaba escribiendo durante cerca de dos años, contando la cotidianidad de su ocultamiento de los nazis en el cuarto secreto de un edificio de Ámsterdam, Holanda, podían ser un documento histórico.
La revelación llegó por una transmisión clandestina de radio. El ministro de Educación holandés, Gerrit Bolkestein, exiliado en el Reino Unido, pidió a los ciudadanos que guardaran cartas, memorias y cualquier evidencia escrita de la ocupación alemana en Holanda, que había empezado en 1940.
Al día siguiente, el 29 de marzo de 1944, Ana escribió en su diario: “¡Figúrate una novela titulada ‘El anexo secreto’, cuya autora fuera yo! ¿Verdad que sería interesante? El mero título ya haría pensar en una novela policial”. Un par de líneas más adelante llegó a una conclusión: “Diez años después de la guerra, seguramente causaría un extraño efecto mi historia de ocho judíos en su escondite, su manera de vivir, de comer y de hablar”.
Se comprometió con la tarea. Durante los siguientes seis meses reescribió 215 páginas, retomó desde el principio el relato de cómo el grupo –compuesto por ella, sus padres y su hermana mayor, Otto, Edith y Margot; los tres miembros de otra familia, los Van Pels; y un odontólogo conocido– terminó viviendo en una casa oculta tras las paredes para evadir los campos de concentración.
Escribir para la historia y no para sí misma le impuso rigores que sus notas anteriores no tenían. Agregó detalles literarios a la narración, omitió pasajes sobre las peleas con su madre, algunos comentarios crueles, y gran parte del enamoramiento con el hijo de los Van Pels, Peter.
Se había percatado, escribió, como justificando esa edición de su propia historia, de que tenía idealizado a Peter por su juventud. “Porque, en el fondo”, anotó también, “la juventud es más solitaria que la vejez”.
Su caso era, sin duda, particularmente solitario. En el anexo secreto había consignado durante esos años, a la par que el recuento de los sucesos de la guerra, su propia transición abrupta de la niñez a la adolescencia, lo que se había roto y lo que había surgido de allí.
Para abril de 1944, su diario era por momentos un manifiesto: “Por joven que sea, enfrento la vida con mayor valor, soy más justa, más íntegra que mamá (...). Si Dios me deja vivir, iré mucho más lejos que mamá. No me mantendré en la insignificancia, tendré un lugar en el mundo y trabajaré para mis semejantes”.
En una entrada de un par de días después, sin embargo, Ana sucumbía a la autocrítica, y dudaba “muy seriamente que, más tarde, alguien pueda alguna vez interesarse por las tonterías que vuelco en estas páginas”.
Su relato era un péndulo entre el anhelo y el miedo, en ese terreno de incertidumbre sobre el que se escribía la historia del Holocausto mientras sucedía.

Todo cuanto me conmovía se lo he ocultado a papá; nunca compartí con él mis ideales, y me aparté voluntariamente de él

Por eso, pese a las pretensiones de llegar a ser leída, al final el diario seguía siendo un dominio íntimo. Uno del que, concluía a veces, nadie sería partícipe, ni siquiera su padre. “Todo cuanto me conmovía se lo he ocultado a papá; nunca compartí con él mis ideales, y me aparté voluntariamente de él”, escribió el 15 de julio de 1944.
Veinte días después, el 4 de agosto, agentes del servicio de inteligencia de la SS nazi entraron por la trampilla del anexo secreto. Ocho meses después, el 12 de marzo de 1945, Ana Frank murió en medio de los escalofríos de la fiebre tifoidea en el campo de concentración de Bergen-Belsen, en el norte de Alemania.
***
Leer el diario fue la primera traición. En julio de 1945, Otto Frank, el único de los ocho habitantes del anexo secreto que sobrevivió a los campos de concentración, recibió los papeles escritos por Ana con el dilema de estar frente a las últimas palabras de su hija y, a la vez, ante una frontera de privacidad que un padre no debería cruzar.
“Este es su legado”, le dijo Miep Gies, una de las colaboradoras que los ocultó, al entregarle las notas que había encontrado tiradas en el suelo del anexo secreto tras la captura.
El Holocausto invirtió para Otto el curso natural, según el cual son los hijos los que reciben –y cargan– la herencia de los padres. Fue él quien obtuvo de su hija esa memoria y ese peso.
Al principio lo rechazó. “No tengo fuerza para leerlos”, dijo en una carta a su madre, Alice Stern, del 22 de agosto de 1945. Pero, tal como leería tras un par de días de dudas en una de las reflexiones de Ana, “el papel es más paciente que los humanos”.
Otto Frank decidió finalmente abordar los diarios y, en otra carta, escribió: “La Ana que apareció ante mí era muy diferente de la hija que había perdido. No tenía idea de la profundidad de sus pensamientos y sentimientos”.
Otto transcribió algunos apartes y los envió a familiares y amigos. Ansiaba una respuesta, alguien que le dijera qué hacer.
“Me preguntó qué opinaba, pero yo no opinaba nada, tenía 16 años”, dijo en una entrevista con el diario El País de España Nanette Blitz Konig, una de las dos compañeras de clase de Ana que la vieron en Bergen-Belsen.
“Tenía que decidir entre proteger la intimidad de Ana o su sueño de ser escritora”, dice a EL TIEMPO Héctor Shalom, director del Centro Ana Frank en Argentina. La conclusión de Otto, de alguna forma, fue transgredir ambos: la primera edición de El diario de Ana Frank, de 3.000 ejemplares y publicado en 1947, fue una versión de la reescritura hecha por Ana tras escuchar la transmisión del ministro holandés, pero incluyendo varios de los textos del diario original que ella había querido retirar, como los que hablaban de sus sentimientos por Peter.
Otto Frank se reservó, además, sin mencionarlo, cinco páginas en las que Ana escribió sobre el matrimonio de sus padres, con anotaciones como: “Para una mujer enamorada no puede ser fácil saber que nunca ocupará el primer lugar en el corazón de su esposo, y mi madre lo sabía”.
Por varias décadas, el diario de Ana Frank fue eso, la memoria de una niña editada por su padre. El testimonio del Holocausto reproducido en películas, obras de teatro, monumentos; protegido como patrimonio de la memoria del mundo por la Unesco, pero también cuestionado por los revisionistas históricos que, alentados por el paso del tiempo, volvieron sus preguntas sobre la autenticidad de los textos.
Otto Frank se convirtió entonces no solo en portador de las palabras de su hija, sino en su guardián. Emprendió causas legales contra aquellos que tildaron de falsos los diarios, y contra versiones que, en su criterio, no respetaban el recuerdo de Ana, lo que lo llevó a enfrentarse con el escritor estadounidense Meyer Levin y su interpretación teatral de la historia en 1952.
Las cinco páginas siguieron ocultas todo ese tiempo, hasta 1980. Pocos meses antes de morir, Otto Frank le entregó su secreto a Cornelis Suijk, por entonces director del Centro Ana Frank en Estados Unidos. Otto buscaba, según dijo Suijk al diario The New York Times para un artículo en 1998, “poder decir honestamente que no tenía ningún material del diario en su poder”, en medio de una investigación sobre la veracidad de este que se realizaba en Alemania.
Había un segundo motivo, agregó Suijk, una duda que había perseguido a Otto Frank desde el primer día que llegaron a él los textos de su hija y que en el ocaso de su vida lo llevó a deshacer su omisión silenciosa de cuatro décadas atrás: “Quería evitar el debate sobre si había hecho lo correcto al publicar el diario de Ana en 1947”. Finalmente, en 2001, El diario de Ana Frank se publicó en su versión íntegra. El papel, es cierto, es más paciente que los seres humanos.
***
El Holocausto se recordó más de lo que se contó. “El diario es uno de los pocos documentos escritos en medio de la guerra”, cuenta Héctor Shalom. “Los sobrevivientes tardaron hasta 45 años en hablar. No querían que sus hijos supieran tanto del horror que habían vivido”.

Eso no era nada nuevo para mí. También me había escondido en la guerra antes de que fuéramos capturados. Pero nadie quería escuchar mi historia

Durante esos años de silencio, el diario de Ana Frank fue una ventana a ese pasado que no llegaba a mostrar su cara más escabrosa. “El libro de Ana no se refería al Holocausto en absoluto. Se trataba de esconderse”, lo describió Eva Schloss, sobreviviente de los campos de concentración e hija de la segunda esposa de Otto, en una entrevista al diario The Guardian en 2013. “Eso no era nada nuevo para mí. También me había escondido en la guerra antes de que fuéramos capturados. Pero nadie quería escuchar mi historia”.
La empatía sigue cauces arbitrarios. Una de las razones por las que, 75 años después de su muerte, la figura de Ana Frank sigue en el centro del imaginario del Holocausto es por la vocación de la fotografía de su padre. Este hecho, señala Shalom, inusual para la época, convirtió a la muchacha en una de las pocas personas de 1929 de las que se tiene un retrato de recién nacida.
Ana Frank ha trascendido, en parte, porque podemos verla, y porque lo que escribió, lejos de ser solo un relato del Holocausto, terminó siendo la historia de las aspiraciones, los miedos y las tensiones familiares de una niña. Tal vez, al final, aquello que la humanidad necesita para reconocerse no sea solo el relato de una tragedia, sino la vida privada y cotidiana que sucede a la par de la gran historia.
Ambas partes constituyen el nodo del recuerdo; ese lugar de inmortalidad al que accedió Ana, y que ha llevado a que algunos consideren que, pese a su muerte, llegó a cumplir su sueño.
Su aspiración, sin embargo, no era tanto que el mundo le reservara un lugar como estar allí para ocuparlo. Con eso en mente, volvió a sus páginas cada tarde en el anexo secreto, sobreponiéndose a su autocrítica mordaz, poniendo una palabra detrás de otra hasta las últimas que pudo escribir, el 4 de agosto de 1944, tres días antes de ser atrapada: “Y sigo buscando la manera de llegar a ser la que tanto querría ser, la que yo sería capaz de ser, si… no hubiera otras personas en el mundo”.
JUAN MANUEL FLÓREZ ARIAS
EL TIEMPO
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