La llegada de las radionovelas
Era la época de las radionovelas. Las ciudades y pueblos se paralizaban a las cinco de la tarde para oír El derecho de nacer o Las aventuras de Kalimán. La televisión estaba apenas comenzando y no había adquirido la fuerza que llegaría a tener años después.
Fernando Gómez Agudelo y Carlos Pinzón habían creado Sigacol, una empresa que producía radionovelas. El negocio era bueno por donde se le mirara, puesto que no solo producían y vendían las novelas, sino que cuando faltaban ocho o diez días para que una novela terminara de ser transmitida en determinada ciudad, llegábamos con la versión teatral, de modo que el público se volcara hacia el teatro para conocer el
desenlace de la historia anticipadamente.
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Estaba por terminar en Manizales Lágrimas de una madre, la historia más desgarradora y conmovedora que libretista alguno pudo haber concebido. Como en el 99 por ciento de las radionovelas, la protagonista era una joven humilde acusada de haber robado unas joyas en la casa donde trabajaba como empleada del servicio, cuando su único delito había sido resistirse al permanente acoso por parte del
patrón. Pero era tal el poder del desalmado Jorge Luis Del Olivar, que había conseguido montar un juicio amañado comprando jueces y testigos, con el único propósito de que
la pobre jovencita terminara en la cárcel. Cuando estaba por terminar la obra, el juez le preguntaba a la acusada si tenía un abogado que asumiera su defensa y, ante la respuesta negativa de la humilde joven, el togado no tenía otra alternativa
que enviarla a prisión.

Su úttimo libro 'Ya que me acuerdo'.
Archivo particular
En la noche de estreno en Manizales, el director de la obra, recurriendo a un mecanismo un tanto efectista, sentó al actor que hacía el papel de abogado en medio del público y, segundos antes de que se dictara la sentencia, el actor-abogado se paró de su silla y dijo: “Con la venia, señor juez, yo voy a defenderla”. El teatro estalló en aplausos mientras el actor avanzaba por entre los espectadores, según lo planeado en el montaje. Cuando ya el actor-abogado iba a comenzar su alegato, se escuchó la voz de un espectador que indignado exclamó: “Disculpe, señor juez, yo también
soy abogado y no voy a permitir la injusticia que van a cometer con esta niña”.
En el escenario todos quedamos mudos. Obviamente la aparición del segundo abogado no hacía parte de la trama y a todos nos tomó por sorpresa. El nuevo abogado, o sea el de verdad, subió al escenario arremetiendo contra el sistema judicial colombiano e, inclusive, injuriando al mismísimo presidente de la república. Cuando el hombre oyó que los otros personajes continuaban con sus parlamentos, entendió su equivocación y descendió del escenario lentamente casi sin levantar la mirada mientras decía en voz baja: “Esto me pasa por guevón y ponerme a creerles a estos payasos
de mierda”.

Alejandro Obregón artista plástico colombiano, de origen español.
Archivo EL TIEMPO
He conocido personas tímidas, pero ninguna como Alejandro Obregón. Gloria Zea le había pedido que diera una conferencia para recaudar fondos para la nueva sede del Museo de Arte Moderno que se estaba construyendo al costado derecho de la Plaza de Toros; a pesar de que Obregón se había negado sistemáticamente a dar charlas o a dictar conferencias dada su timidez, no podía decirle no a su amiga.
Fui el primero en inscribirme, no solo por contribuir con la obra que se proponía adelantar Gloria, sino porque, conociendo su timidez, no me quería perder el espectáculo de ver al maestro Obregón ante un auditorio lleno de gente.
El día de la conferencia el salón estaba a reventar. Cuando el pintor hizo su ingreso, el auditorio lo recibió con una estruendosa ovación para dar paso a un silencio respetuoso mientras él, con toda la parsimonia del mundo, ocupó su asiento y se quedó mirándonos por unos segundos con esa mirada azul que había traído desde cuando se vino de España.
—La razón por la cual estoy aquí es, obviamente, porque Gloria tuvo la gentileza de invitarme, y porque quiero compartir con ustedes algo que descubrí hace muy poco
y que llamó poderosamente mi atención. No sé si ustedes sepan que al abrir y cerrar los ojos, los párpados producen un ruido finísimo imperceptible al oído humano. Pero si esos parpados los multiplicamos por cien o por doscientos, es posible que ese ruido se haga perceptible. Lo primero, es que hay que tener una absoluta concentración;
segundo, un silencio total; tercero, esperar al menos dos minutos con los ojos bien cerrados. Si se cumplen esas tres condiciones, les prometo que podemos ver el resultado.
¿Les parece si hacemos el intento?
—Sí —respondimos todos entre maravillados y divertidos.
—Muy bien… entonces mucha atención. Cuando yo les diga “ya”, van a cerrar los ojos, pero sin hacer demasiada fuerza. Háganlo suavemente; cuando los hayan cerrado, yo
voy a contar hasta diez y de ahí en adelante ustedes siguen el conteo mientras van apretando cada vez más los párpados.
Al completar los dos minutos, digo nuevamente “ya” y todos van a abrir los ojos, pero mucha atención: los van a abrir sin pronunciar ni un sonido ni una palabra ni nada, entendido?
Todos asentimos arrobados.
—Si lo hacemos concentrados y todos al mismo tiempo, van a escuchar cómo al abrir los ojos se va a oír un ruido similar a una bisagra. ¿Listos?
—Sí, maestro. Listos.
—Ciérrenlos… ¡ya!
Todos obedecimos totalmente concentrados. Obregón contó hasta diez y, mientras nosotros seguíamos contando, él se paró sigilosamente ubicándose al lado de la puerta que daba a los parqueaderos. A pesar de que se cumplieron los dos minutos anunciados, nadie se atrevía a actuar por su cuenta por temor a echar a perder el experimento. Cuando ya íbamos para el minuto cuatro, alguien abrió los ojos para ver por qué el maestro no daba la orden. En ese momento Obregón ya estaba cruzando frente al Museo Nacional en su Volkswagen negro, conteniendo una risita perversa, pero sabiendo que su amiga Gloria sabría disculparlo.

El famoso presentador de televisión Fernando González Pacheco.
ARCHIVO EL TIEMPO
Iba a ser, sin lugar a dudas, el matrimonio que mayores expectativas había despertado en el Eje Cafetero en los últimos años. Incluso el obispo de Manizales había mandado
a pintar la iglesia para darle mayor realce a la boda de tan importantes personajes. El novio, Fernando González Pacheco, sin duda el personaje más popular y querido de la televisión colombiana, y la novia, Carmenza Duque, una de las cantantes más conocidas del país y manizalita, además.
La fecha había sido fijada para el 20 de marzo. Los futuros esposos ya habían escogido los muebles y la decoración de la que habría ser su nueva residencia en Bogotá e, incluso, las invitaciones ya se habían distribuido. Se calculaba que no menos de treinta periodistas iban a cubrir el tan esperado evento.

Sus dos libros han sido publicados por Intermedio Editores.
Archivo particular
Sin embargo, había un punto oscuro en todo este episodio. Pacheco no estaba muy seguro del paso que iba a dar, pero no había tenido el valor de decírselo a la novia y había dejado que las cosas fueran creciendo al punto que ya era impensable echarse para atrás. Es más, durante los últimos días, estuvo pendiente del más mínimo error que pudiera cometer Carmenza para usarlo como pretexto y crear una crisis que desembocara en el rompimiento del compromiso.
Pero, por el contrario, ella no pudo estar más amorosa y más dedicada por esos días y, por lo tanto, la idea de un rompimiento había que descartarla. Quedaban solo cuatro días y era prácticamente imposible cambiar el rumbo de una historia que ya estaba escrita.
Sin embargo, surgió una circunstancia que, por absurda que pueda parecer, para el novio era una posible salida y, de hecho, lo fue. Carmenza cumplía años y sus amigas le organizaron una pequeña fiesta. En verdad no era una fiesta; era más una pequeña reunión a la cual solo íbamos a asistir Pacheco, yo y sus compañeras de apartamento, obviamente. Sin embargo, Pacheco debía animar esa noche un Bingo en el Club Militar
y advirtió que llegaría un poco tarde.
Estuvimos departiendo desde las ocho de la noche hasta casi las once y el novio nada que parecía. Carmenza, aunque molesta, entendía que a veces ese tipo de eventos
no cumplen los horarios establecidos y por diferentes razones tienen que retrasarse. A las 11:30 Carmenza dio por terminada la velada. Sus amigas se fueron a dormir, menos
Mónica, quien alegó que no quería acostarse todavía y me pidió que me quedara un rato más. Habrían pasado quince minutos, cuando apareció Pacheco como una tromba y fue directamente a la habitación de Carmenza, que estaba apenas tratando de conciliar el sueño. Desde la sala lo alcanzamos a oír vociferar para verlo salir segundos después dando un portazo. Todos quedamos aterrados sin entender el porqué
de su reacción. Mónica y yo nos sentimos incómodos porque Carmenza insinuó que había sido por nuestra culpa que su novio se había puesto furioso. Yo traté de explicarle que simplemente estábamos charlando y oyendo música, pero ni aun así logré tranquilizarla. Salí de allí apenado y con un sentimiento de culpa que no tenía por qué sentir, pero que sentía.
Al día siguiente Pacheco y yo viajábamos para Cali. En la cafetería del aeropuerto lo vi desayunando y fui a sentarme en otra mesa, pues estaba realmente molesto por el
show de la noche anterior. Cuando me vio, tomó su café y se vino a mi mesa. Me saludó con la mayor naturalidad y me recomendó que pidiera los huevos benedictinos que estaban deliciosos. Yo lo miraba y no podía creer tanto cinismo.
No pude ocultar mi molestia y así se lo expresé: “Mire, hermano, lo de anoche es lo más ridículo y absurdo que he visto en mi vida. No entiendo que fue todo ese escándalo que hiciste, como si estuviéramos haciendo quién sabe qué cosa, cuando lo único que estábamos haciendo era oír música al calor de la chimenea”.
“Ay, hermano, no sea pendejo. Si la cosa no era contra ustedes. Yo necesitaba algún pretexto para poder pelear con Carmenza y no tener que casarme”. Y siguió desayunando como si nada.
Y en efecto, ese matrimonio nunca se realizó.
(Cortesía Intermedio Editores)
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