Este libro que el lector tiene entre sus manos es la historia de una vida, pero también es una vida en la historia. Es el relato, a partir de la experiencia personal, de todas las convulsiones y emociones de la historia colombiana.
Pero hay muy pocas personas en el país con los atributos y el conocimiento suficientes para escribir un libro así, como Alberto Casas Santamaría. Hombre de Estado, de los medios de comunicación y de la cultura, exministro, exparlamentario, periodista desde hace años y mecenas del arte, Casas ha sido un testigo privilegiado de nuestra historia casi desde que nació. Incluso desde antes, pues la conoce como si todo hubiera ocurrido en los patios de su casa, y de alguna manera es así. En estas páginas, escritas con rigor y con encanto, la vida política colombiana se entrelaza con el destino de su familia, mientras él obra como un severo notario no solo de sus recuerdos, sino también de los de sus mayores. En ese sentido, su memoria sí llega casi hasta la fundación de la república.
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“Metido a grande” desde niño, Alberto Casas vio cómo se resolvía muchas veces el destino de cosas importantes de la vida del país en su propia sala, en la biblioteca de su padre, en el patio de su casa solariega y bogotana en La Candelaria. Fue allí, sin duda, donde nació su vocación de servicio público, heredada de personajes como su tío José Joaquín o su tío Jesús, cuya agonía y muerte aparecen aquí con el relato estremecido del padre Tenorio, doloroso fragmento y resumen de las guerras civiles que asolaron nuestro siglo xix. Eso por no hablar de su propio padre, don Vicente Casas Castañeda, el “jesuita de frac”, símbolo de la lealtad y la amistad cuando llevó a Laureano Gómez hasta la puerta del avión en el que se iba al exilio el 13 de junio de 1953. Su famoso paraguas ese día, mientras Laureano caminaba al lado suyo, cogiéndolo de gancho, fue el testimonio excepcional, sobre todo en la política, de los afectos que no cambian y las ideas que no se transan ni van en el carrusel del próximo gobierno.
De ahí nace también la devoción laureanista de Alberto, ejercida luego como una prolongación en su estrecha amistad con Álvaro Gómez Hurtado, de quien fue uno de sus mejores intérpretes y el más cercano de sus confidentes y amigos.

El libro de Alberto Casas Santamaría es de Intermedio Editores
Archivo particular
Toda esa historia, que para él fue un rasgo de familia, aparece en este libro como una profunda reflexión y un intenso relato que nos adentra en los grandes protagonistas de nuestro pasado –desde Bertha Hernández de Ospina hasta Gabriel García Márquez, desde Alfonso López Michelsen hasta Belisario Betancur–, pero con un conocimiento personal y una cercanía que hacen que sus palabras, sus decisiones y sus pensamientos resulten mucho más comprensibles y humanos, mucho mejor explicados que como suelen aparecer en la historia oficial. Este libro, sin embargo, no es un anecdotario sino un agudo análisis histórico.
Por eso, el hilo conductor es el de nuestros conflictos y nuestras violencias, desde 1810. Nadie puede negar el lugar político y afectivo tan concreto y evidente desde el que escribe Casas, pero nadie puede negar tampoco su valentía al hablar aquí, por ejemplo, de ese periodo de nuestra historia en el siglo xx que se llama La Violencia. Su interpretación nace de una premisa, y es que en ese fenómeno de degradación moral y civil todos fueron culpables, liberales y conservadores. Todos contribuyeron a que esa hoguera fuera cada vez más grande.
Esta interpretación riñe con la versión de muchos conservadores que durante años culparon solo a los liberales del sectarismo y el fanatismo de esos años terribles, pero riñe también con la idea de tantos liberales que, desde los grandes aparatos de difusión de su partido, culparon solo a los conservadores (y algunos de ellos aún lo hacen) de ese horror y esa locura. Con una perspectiva histórica mucho más rigurosa y cercana a la realidad, Casas señala aquí lo que quizás pasó, y es que la intemperancia y el dogmatismo corrieron parejos de lado y lado, y ambos bandos fueron corresponsables de una guerra civil no declarada.
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Por eso su cronología de esa época es tan reveladora, pues para él hay que situar los orígenes de La Violencia no en El Bogotazo, sino mucho antes, desde los albores de la República Liberal, en 1930. En eso coincide con Orlando Fals Borda, Eduardo Umaña Luna y Monseñor Germán Guzmán, precursores en nuestro país del estudio de la violencia política y quienes, en su libro ya clásico, La Violencia en Colombia, señalan también esa fecha, la de 1930, y no la de 1948, como el origen de la guerra bipartidista que se acabó con el Frente Nacional en 1958. Todo eso está en este libro, con una visión muy certera y sin duda polémica de nuestra historia. Pero hay aquí también otra hipótesis que sin duda levantará ampolla y removerá muchas discusiones muy acaloradas, y es la del sí y el no como una constante de nuestra historia. Casas plantea el enfrentamiento entre el sí y el no como un símbolo del debate ideológico que se dio durante el gobierno de Juan Manuel Santos, en torno a la paz y a las negociaciones del Estado colombiano con la guerrilla de las Farc para acabar ese conflicto de más de cincuenta años, pero también el sí y el no como un símbolo más profundo de toda nuestra historia y todos nuestros desencuentros, desde la Independencia. Esta es una idea muy original y provocadora de Casas, y es que desde el principio hemos estado peleando por lo mismo o, al menos, de la misma manera. Por eso su certera invocación de la llamada “polarización” de los días del proceso de paz –polarización que persiste y que de alguna manera sigue alimentando la política de hoy–, como toda una metáfora de la vida colombiana desde sus orígenes republicanos, mientras el proyecto nacional se fue fragmentando y hundiendo en visiones irreconciliables y excluyentes del poder, de la cultura, del relato periodístico, de la vida partidista.
¿Son estas las “memorias de un pesimista”? Sí y no, para seguir en la línea de los argumentos de su propio autor.
Quienes lo conocemos y nos hemos beneficiado de su amistad y su consejo, sabemos muy bien que Alberto puede llegar a tener una visión apocalíptica de las cosas, como si todo estuviera en trance de acabarse todos los días. Esa visión contrasta con su sentido del humor y su gracia, su ponderación y su lucidez, su espíritu amable y dialogante, el de quien toda la vida ha estado acostumbrado a tender puentes, a respetar la opinión ajena, a rodearse de gente tan disímil como necesaria para construir una sociedad democrática y liberal de verdad. Esos atributos están todos en este libro, que nos recuerda el viejo lema chino que invocó Juan Esteban Constaín cuando se enteró del título que llevaría este relato: “El pesimismo es un lujo de los buenos tiempos”. En este caso podríamos decir que el pesimismo es un lujo de los buenos hombres, y Casas lo es; es un testigo de lujo de nuestra historia, que pasa toda por las venas de este libro que es su vida y, de alguna manera, la de todos los demás.
Creo que las consideraciones anteriores son motivo suficiente para leer este libro y encontrar en él todos sus méritos.

Alberto Casas Santamría, abogado, exdiplomático, exministro y periodista.
Nestor Gómez/EL TIEMPO
El políglota y exitoso escritor, Juan Esteban Constaín, me convenció: “Todo el mundo debería contar su historia, las cosas de la vida que le tocaron en suerte o en desgracia”. Acepté relatar en este volumen las que me pasaron a mí, con énfasis en la influencia decisiva que tuvieron en mi vida la profunda personalidad intelectual y política del líder asesinado Álvaro Gómez Hurtado y la que han tenido y siguen teniendo mis familiares más cercanos.
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Dediqué mi vida a la actividad política por la admiración que la figura de Álvaro Gómez produjo en los primeros años de mi juventud. La elegancia y la claridad de su pensamiento político me llevaron a abandonarlo todo y, como los apóstoles, multiplicar su presencia y transmitir su mensaje para construir un partido moderno con propuestas atractivas de desarrollo y –de ser posible– ejecutarlas desde un gobierno presidido por él. Cambié el estudio del derecho por la política sin arrepentimiento; asumí la responsabilidad que me correspondía en el momento apropiado.
Aproveché la cercanía con la que me honró y de tanto oírlo, sacarles punta a sus conocimientos en filosofía, en derecho, en historia, en economía, en literatura, en pintura y, en general, en todo lo relacionado con el nivel intelectual de su ambiente familiar. Su biblioteca invitaba a la creatividad y a la reflexión. Un cuadro de Bolívar, un óleo de Margarita Escobar, su mujer bella de sombrero, y un par de retratos suyos pintados por Guayasamín, adornaban el salón de lectura. Dos retratos dibujados por el mismo artista porque el primero se perdió y el maestro, al enterarse de la pérdida, elaboró un segundo cuadro. Con posterioridad apareció el primero.
Su preocupación básica: la justicia y el desarrollo. Le atormentaba la situación de pobreza de nuestros campesinos del Cauca, Nariño, Cundinamarca y Boyacá, del Norte de Santander, Huila y Tolima, y la injusticia a que los sometía el abandono del Estado.
Se lamentaba de los arriendos desproporcionados que pagaban los desplazados humildes en los cinturones de miseria por ocupar un espacio miserable –en tugurios sin servicios públicos– y la incapacidad del régimen para impedir la exagerada rentabilidad de los lotes de engorde en los centros urbanos de mayor densidad.
Soñaba con la recuperación del río Magdalena, a cuyo estudio dedicó noches enteras y viajes interminables.
Tenía todos los atributos para desempeñarse con rigurosidad y acierto en la presidencia. Conocía en profundidad los problemas de sus habitantes y la riqueza del territorio. Le dolía la orfandad del campesino y el futuro de los municipios.
Había, sí, que superar un obstáculo serio: sus adversarios habían fraguado un perfil falso de su imagen, antesala del esquema contemporáneo de noticias falsas en las redes sociales. Fabricaron un estereotipo de “godo” sectario. Alfonso López Michelsen lo explicó así al calificar de nefasta la forma en que “nunca en la mente de los liberales fuera posible disociarlo de la imagen de Laureano Gómez…”. Punto de vista que resulta injusto e incompleto. El liberalismo nunca aceptó que el gran perdedor de El Bogotazo del 9 de abril fue el conservatismo. Los asesinos de Gaitán desaparecieron, pero responsabilizaron del crimen a los jefes conservadores de reconocido prestigio. La investigación dirigida por un magistrado liberal, personaje intachable, Ricardo Jordán Jiménez, amigo del jefe sacrificado, no encontró el más mínimo origen conservador en el asesinato.
(...)
Alberto Casas Santamaría - ESPECIAL PARA EL TIEMPO
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