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Cultura

Las confesiones de Carolina Ponce de León

Carolina Ponce de León, curadora colombiana.

Carolina Ponce de León, curadora colombiana.

Foto:Natalia Hoyos

La reconocida curadora colombiana habló con Revista BOCAS.

Su firma aparece en proyectos curatoriales y museográficos definitivos para el arte en Colombia y en acciones que fortalecieron la escena artística nacional fuera del país, especialmente en la Galería de la Raza en San Francisco.
Nacida en Bogotá, su madre, Clara Nieto, periodista, escritora y diplomática, se separó en los años cincuenta, cuando hacerlo era sacrilegio penado con la excomunión. No le importó y se fue a Nueva York, llevándose a sus cinco hijos, entre ellos Carolina, la menor, de nueve meses. Años después se trasladaron a París y luego a Belgrado (antigua Yugoslavia).
Un buen día, Carolina renunció a seguir haciendo y deshaciendo maletas. Anhelaba volver a su tierra natal, que le era extraña, pero que a la vez la seducía. De diecisiete regresó a Colombia y se fue a vivir a la casa de Eduardo Nieto Calderón, quien durante años fue presidente del Banco Popular, hermano de su madre. No fue muy larga su estadía en esa residencia. Tío Bay, como lo llamaba, la conminó a empacar sus pertenencias después de que le encontró algunos ejemplares de la revista Alternativa –la de Gabriel García Márquez, Enrique Santos Calderón y Antonio Caballero–, porque la consideraba “porno ideológico”. En su siguiente estación, con su tía Blanca, le fue prohibido ver películas como El submarino amarillo de los Beatles, aduciendo que ese tipo de cine era para quienes llevaban el diablo en el cuerpo. Pronto abandonó esas casonas señoriales del norte de Bogotá, para irse a vivir a un pequeño apartamento de la calle 19.
Su trayectoria universitaria no fue distinta. Pasó por la facultad de Comunicación Social de la Jorge Tadeo Lozano, luego por la de Arte de la Nacional y regresó a la Tadeo a Diseño Gráfico. No se acomodó. Sería en la Escuela del Museo de Louvre, París, donde finalizó sus estudios de arte y museología, iniciados de manera empírica al lado de Beatriz González, “la Maestra”, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, durante tres “increíbles” años en los que aprendió casi todo lo que había que aprender sobre el arte colombiano.
Por esa época encontró un hombre que llenaba los requisitos de una muy buena pareja. Se embarazó y tuvo a su hijo. La luna de miel duró muy poco tiempo. Comenzó a vivir una pesadilla marcada por la violencia afectiva y física.
Ese no sería el único balde de agua fría que recibiría. Se enteró, en esos años noventa, que su padrino, Roberto García Peña, era en realidad su padre biológico. Cuando el famoso periodista murió, y como ella fue invisible en el cortejo fúnebre, decidió celebrar, a los ocho días, otro funeral muy a su estilo, con sus amigos más cercanos.
Carolina Ponce de León, curadora colombiana.

Carolina Ponce de León, curadora colombiana.

Foto:Natalia Hoyos

A los 15 años era una adolescente huraña que se identificaba con la estética jipi: estudiaba filosofías orientales, leía a Carlos Castañeda, llevaba el pelo largo y crespo, bluyines con chumbes[...]

En medio de estos avatares tan íntimos comenzó su carrera profesional como directora de Arte del Banco de la República. En el proyecto de exposiciones Nuevos Nombres, en la muestra Ante América, se lució, pero sobre todo supo decir no en ocasiones en las que se le exigía abrir las puertas de las salas del Banco a trabajos de inferior calidad o a la compra de obras de arte que, de acuerdo con su criterio, no merecían hacer parte de tan excelsa colección.
Un día, sin mirar para atrás, dejó su cómoda y bien remunerada posición para volver a empacar sus pocos enseres y marcharse con su pequeño hijo a reconquistar espacio en ese mundo elusivo para las madres solteras.
Lo que parecía una corta estancia se prolongó por años en ciudades como París, Nueva York y San Francisco. Nuevas relaciones y un matrimonio largo –y muy bien habido–, así como la concreción de su carrera de curadora y gestora en espacios en los que encontró socios para sus siempre novedosos proyectos, es el balance de esa etapa.
En el regreso al país, a mediados de esta década, la escritura se convirtió en su actividad principal. Libros como Jesús Abad Colorado: Mirar de la vida profunda (2015), Luis Roldán (2015), y Tantas vueltas para llegar a casa (2020), su autobiografía, publicada por Editorial Planeta, vinieron a acompañar El efecto mariposa. Ensayos sobre arte en Colombia 1985-2000, que salió en el amanecer del siglo XXI y fue su primer texto.
Con voz siempre firme, su reflexión sobre su vida privada y sobre el escenario del arte local y global no es dubitativa ni espera complicidades. Ya ha hecho concesiones y ahora, a los 65 años, no busca aprobaciones.

El arte ha sido una parte importante de su vida. Uno de los recuerdos de su infancia está ligado a sus visitas al MoMA de Nueva York y a esa etapa en la que, de la mano de su madre, la diplomática y periodista Clarita Nieto, se volvió asidua de los museos. ¿Cómo explica que una niña de seis, siete años, se sintiera atraída por pinturas que parecieran no ser objeto del deseo infantil?

Mi madre ha sido amante de la pintura, la literatura, el teatro y el jazz. Dibujaba muy bien e incluso en una época, en sus ratos libres, pintó unos cuadros muy potentes, inspirados en el expresionismo abstracto de moda en los años 60. Entonces, el entorno familiar me acercó al arte y lo reveló como una posibilidad de vida. Las visitas al MoMA con mi madre abrían otra dimensión porque la puesta en escena de las obras de los grandes pintores modernos –Picasso, Matisse, Pollock, Klee–, en salones silenciosos, iluminados de manera tenue, infundía tanto respeto como cuando uno entra a una capilla. Esos espacios me parecían extraordinarios, me mostraban que el arte era importante, casi sagrado.

Desde muy pequeña fue rebelde. ¿Ser la menor entre cuatro hermanos o la más consentida o vivir en ciudades extrañas la hizo así?

Mi rebeldía fue inspirada por el espíritu de los tiempos. Los movimientos contraculturales de los años 60, la liberación femenina, el jipismo, el amor libre, la psicodelia, el rock eran el telón de fondo de mi infancia. Expresiones de esa ola libertaria se infiltraban en nuestra casa gracias a mi madre, que era amiga de artistas, escritores, editores y periodistas que estaban a la vanguardia de las ideas del momento, a mis hermanos mayores que traían la música nueva, por ejemplo, The Velvet Underground, que fue mi equivalente a los Canticuentos, y también a la revista Life, que tenía reportajes fotográficos maravillosos que ilustraban el momento cultural que estábamos viviendo. Fui una niña esponja que quiso absorber ese espíritu transformador.
Leonardo Villar es la portada de la Revista BOCAS, que circula en febrero de 2021.

Leonardo Villar es la portada de la Revista BOCAS, que circula en febrero de 2021.

Foto:Revista BOCAS

Llegó por primera vez a Bogotá siendo una adolescente. ¿Cómo fue conocer a su familia materna y adaptarse a su nueva ciudad?

Antes de aterrizar en Bogotá, había vivido en Nueva York, París y Belgrado, Yugoslavia, por los cargos diplomáticos de mi mamá. Estaba acostumbrada a los cambios abruptos y a adaptarme rápidamente a las nuevas ciudades. Bogotá fue más difícil porque llegué sin mi mamá y sin mis hermanos, a un país y a una familia que desconocía por completo. Descubrí la aristocracia bogotana, y que mis apellidos delataban que era hija de ella. A los 15 años era una adolescente huraña que se identificaba con la estética jipi: estudiaba filosofías orientales, leía a Carlos Castañeda, llevaba el pelo largo y crespo, bluyines bota campana con chumbes, túnicas bordadas y tenía una guitarra con la que componía canciones existencialistas. Mi rebeldía poco se ajustaba al molde familiar que encontré y viceversa. Por eso, cuando cumplí los 19, opté por independizarme y me fui a vivir al centro de la ciudad, al caos urbano, para emprender la vida con los ideales de una joven en busca de libertad.

Su trayectoria profesional en el arte comenzó en 1984, cuando la nombraron jefa de la Sección de Artes Plásticas del Banco de la República. Uno de sus primeros proyectos fue el programa que denominó Nuevos Nombres, para que jóvenes pudieran mostrar su trabajo. Ahí destacó a muchos artistas como María Fernanda Cardoso, Nadín Ospina, Luis Luna, Delcy Morelos, Johanna Calle, Alberto Baraya y Doris Salcedo, entre otros. ¿Qué sabor de boca le dejó esta iniciativa?

Desarrollé Nuevos Nombres a lo largo de la década en que estuve en el Banco. Fue una época muy vital en el arte nacional porque la escena artística se estaba volviendo cada vez más amplia y diversa y los artistas estaban experimentando y expandiendo los géneros tradicionales de la pintura y la escultura con medios como el performance, la fotografía, el video y la instalación. Nuevos Nombres no solo permitió que los artistas jóvenes realizaran sus primeras exposiciones individuales, sino que también creó un contexto para visibilizar y consolidar la transformación de los lenguajes artísticos.

¿Cuál de las trayectorias de esos artistas le ha parecido la más original y rompedora en el escenario artístico nacional e internacional?

Muchos artistas que participaron en el programa se distinguen hoy en día por la singularidad de sus obras, pero destacaría como “original y rompedora” la obra de María Fernanda Cardoso, a quien le hice su primera exposición en 1986, cuando tenía apenas 23 años. Su trabajo nunca ha dejado de sorprenderme. Todo en él es fascinante: los temas que investiga, la naturaleza inusual de sus materiales –alas de mariposa, conchas, panela, insectos, medias de nailon, tierras– y la manera como transforma esos materiales: constelaciones de estrellas marinas, muros enormes “sembrados” con flores de plástico, un circo de pulgas, un museo temporal dedicado a su exploración científica y formal de los órganos sexuales de los insectos.

De gestora y curadora pasó a escribir crítica de arte en las páginas de EL TIEMPO, causando el enojo de, por ejemplo, la galerista Aseneth Velásquez (q. e. p. d.), que consideró que una joven como usted no tenía suficientes quilates para ejercer esa función. ¿Cuál es su balance después de escribir más de dos centenares de columnas?

Cuando comencé a publicar a finales de los años 80, la crítica tenía pésima fama. Decían que los críticos eran parásitos que viven del trabajo de los demás, que eran artistas frustrados, que hablaban desde la herida. O declaraban que la crítica no existía porque Marta Traba, la celebrity critic por excelencia, era irremplazable. A pesar de esos prejuicios, escribí. Mis columnas representaban el relevo generacional que se estaba gestando y por eso incomodaban a las figuras que tenían una ventaja sobre mí de diez años o más, ejerciendo en el campo artístico. Pero tenía una misión: mi tarea era insistir en que el arte trascendiera los límites del mundo del arte y en promoverlo como un bien, como una forma de pensamiento que nos convoca a todos, nos concierne, nos revela quiénes somos como sociedad, nos inscribe en nuestra contemporaneidad. Nunca fue fácil. Hoy en día, esas notas reflejan los retos discursivos de una era. Son testimonios. Entonces, pese a todas las harteras, valió la pena porque esas notas son un buen insumo para investigar la historia del arte.

El gremio artístico, por ejemplo, está plagado de casos de violencia, acoso sexual e inequidad de género

La muestra ‘Ante América’, también en el Banco de la República, fue considerada como una de las exposiciones más innovadoras y rompedoras en los años noventa, tanto así que, al cumplirse un cuarto de siglo de la muestra, varias revistas especializadas celebraron su importancia. ¿Cuáles considera que fueron los aportes, las novedades de ese montaje?

‘Ante América’ fue una exposición ambiciosa que curé junto con los curadores Gerardo Mosquera y Rachel Weiss. Presentó las nuevas tendencias en el arte de América Latina con artistas sobresalientes que provenían de todo el continente sur y de su diáspora en el norte (Luis Camnitzer, Alfredo Jaar, Ana Mendieta, Doris Salcedo). La amplia gama de lenguajes y de prácticas experimentales problematizaba los estereotipos exóticos que solían atribuirse al arte latinoamericano, tales como el realismo mágico, las explosiones de color, la exuberancia. La curaduría era una apuesta de reivindicación cultural que buscaba retar las categorías con las que Estados Unidos y Europa subordinaban el arte creado más allá de sus fronteras. Eran otros tiempos. ‘Ante América’ circuló por museos en Costa Rica, Venezuela y Estados Unidos como el Queens Museum de Nueva York y el Yerba Buena Center for the Arts en San Francisco. Gracias a ello, se extendió el impacto de la muestra en la difusión y debate sobre el nuevo arte latinoamericano.

De sus trabajos en Colombia y en Estados Unidos, ¿cuál otro sobresale?

Diría que la exposición retrospectiva de Beatriz González en el Museo del Barrio de Nueva York en 1998. Era la primera vez que ella exponía en la capital de los circuitos internacionales del arte. Dar a conocer su trabajo en ese contexto fue un gran logro. El New York Times le dedicó una reseña elogiosa de media página, lo que atrajo mucho público. Sin embargo, fue un reconocimiento temporal, pues es solo ahora, 20 años después, que su obra está recibiendo la atención merecida de museos y colecciones en Europa y Estados Unidos. Quería que la muestra fuera un tributo a la excelencia artística de Beatriz, pero, al mismo tiempo, que sacudiera tanto al coleccionismo colombiano (que seguía enfatuado con los grandes maestros modernistas como Fernando Botero y Alejandro Obregón) como al medio artístico por su descaro de siempre privilegiar a los artistas hombres en todas sus instancias: las colecciones públicas, las galerías y el mercado. Lo más emocionante era ver el conjunto de las obras, tan selecto y bellamente instalado en las salas del Museo. El público en Bogotá pudo apreciar el espectáculo del extraordinario legado de Beatriz en la reciente retrospectiva –mucho más amplia que la de NY– que se presentó en el Museo de Arte Miguel Urrutia.

Recién publicó un libro autobiográfico, Tantas vueltas para llegar a casa, en el no deja aspectos privados ni públicos sin relatar. ¿Por qué decidió que había llegado el momento de escribir su autobiografía?

Al comienzo, solo quería contar mi experiencia de 18 años en los Estados Unidos como curadora del Museo del Barrio de Nueva York y de la Galería de la Raza en San Francisco. Esa etapa era desconocida en Colombia. Pero era difícil describir esos años sin el contexto personal en el que desarrollé mis proyectos, particularmente, el punto de inflexión que significó mi unión con el artista mexicano Guillermo Gómez-Peña, con quien estuve casada durante 15 años. Cuando cumplí 60 y pico de años, entré en un modo introspectivo y comencé a revisar mis trayectos personales y profesionales. Me puse a reflexionar sobre esta vida que se construyó sobre secretos que ocupaban lugares dolorosos de mi memoria y de mi cuerpo. Descubrí que había una interconexión inseparable entre mi vida personal y mi vida profesional y que influyó en mis intereses en el arte, en mi sensibilidad política y en mi definición como mujer. Por ello decidí tejer los dos relatos y escribir una memoria autobiográfica.
Carolina Ponce de León, curadora colombiana.

Carolina Ponce de León, curadora colombiana.

Foto:Natalia Hoyos

Hay situaciones de su vida familiar y personal que relata con sentido del humor a pesar de la acritud de muchas. ¿Le pesa la decisión de hacerlas públicas?

Mi intención era relatar la vida de esta mujer que soy para hablar de una época específica en la historia del arte nacional, pero no desde un enfoque académico, sino todo lo contrario: con una subjetividad desbordada por los dilemas emocionales, afectivos, sociales y culturales que se me atravesaron. Al hacer pública mi historia, he tenido que enfrentar las consecuencias que tiene despertar reacciones complejas en quienes son o han sido parte de mi vida. También he tenido que aceptar las críticas a los privilegios que tuve por mi origen de clase en un país de desigualdades e injusticias, donde no se respetan ni los derechos básicos, donde la violencia política y la de género cobran implacablemente, cada día, más víctimas y donde el medio artístico es limitado en las oportunidades que ofrece y a quienes se las ofrece. Sin embargo, no me pesa la decisión: ejercí mi derecho a la verdad, es mi historia escrita con el corazón en la mano y con el convencimiento de que la verdad solo puede ser esclarecedora y justa.

¿Cuál situación le costó mayor trabajo poner en letra de molde?

Fue difícil contar mi experiencia con la violencia de género, pues implicó romper un silencio impenetrable que guardé durante toda mi vida adulta como un secreto lleno de tristeza, negación y vergüenza. Volverla un texto fue como hacer un exorcismo o un acto psicomágico y liberador: crear un objeto –el libro– para que existiera fuera de mí.

La violencia intrafamiliar se ventila ahora, por fin, después de años de quedarse entre los cuatro muros de las casas. ¿Esa licencia le ha permitido relatar su experiencia personal?

Sí, indudablemente. El activismo feminista en Colombia ha abierto espacios en diversos frentes –periodísticos, legales, políticos, artísticos– para visibilizar y confrontar el dominio patriarcal y defender derechos que en mi juventud ni siquiera eran parte de los cuestionamientos públicos. Veo en las artistas y en mis colegas más jóvenes, una inteligencia mayor para navegar sus vidas profesionales y defender su voz e independencia. Sin embargo, adquirir en pleno esta agencia política aún significa nadar a contracorriente. El proceso es largo y arduo. El gremio artístico, por ejemplo, está plagado de casos de violencia, acoso sexual e inequidad de género.

La lectura y la música han sido sus pasiones. ¿Algunos nombres de libros que le han abierto horizontes?

Señalaría tres libros que fueron influyentes en la decisión de escribir mi libro: Just Kids, de Patti Smith, A Chronology of Water, de Lidia Yuknavitch, y El año del pensamiento mágico, de Joan Didion. Son memorias escritas con una belleza cruda. También me influyó una novela de Siri Hustvedt, El mundo deslumbrante, por la narración polifónica con la que construye el relato de una artista frustrada en Nueva York que asume tres identidades masculinas diferentes –tres artistas hombres, cada uno con su propio estilo– para comprobar tanto la extensión de su talento artístico como la teoría de que ella ha sido ignorada por el mundo del arte por el solo hecho de ser mujer. La escritura sencilla pero atrevida y estremecedora de estos libros inspiró la narración emotiva que intenté lograr en mi biografía.

¿Y piezas musicales que sigan su trabajo y que la han acompañado en el amor y en el desamor?

Mi gusto musical es ecléctico: el rock de Etiopía, la música tradicional de Mali, los clásicos de la Fania, el blues, John Lurie, el Stabat Mater de Pergolesi, las arias de Schubert, Mahler, la música experimental de mi hijo Sebastián, pero sobre todo el rock… Cuando no estoy escribiendo, escucho principalmente a Led Zeppelin, los Rolling Stones, Santana, Jimi Hendrix, Velvet Underground, los Doors o el folk rock de cantautores como Bob Dylan y Neil Young. El rock me ha acompañado desde mi infancia y me reconforta cuando lo escucho. Pero si debo nombrar solo unas canciones, escogería: After the Goldrush de Neil Young, Europa de Santana, Mr. Tambourine Man de Bob Dylan y Long Train Running de los Doobie Brothers, que canta: “Sin amor, ¿dónde estarías ahora?”. Esas me las pueden poner en mi funeral.
Apertura de la entrevista de Carolina Ponce de León en la edición impresa de Revista BOCAS, febrero de 2021.

Apertura de la entrevista de Carolina Ponce de León en la edición impresa de Revista BOCAS, febrero de 2021.

Foto:Revista BOCAS

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Gracias por leernos.
Nos gustaría recomendarle otra entrevista BOCAS: Nubia y sus hijos, la familia campesina youtuber.
POR: MYRIAM BAUTISTA
FOTOS: NATALIA HOYOS
REVISTA BOCAS
EDICIÓN 103. ENERO - FEBRERO 2021
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