No les ha importado a muchos de ellos, incluso, barrer, trapear y sacudir las bibliotecas que tienen a cargo. Lo hacen con mucho gusto y orgullo, porque su muy ‘distinguida clientela’ (niños, jóvenes, adultos, adultos mayores, campesinos, indígenas, en fin, lo que llamamos comunidad), lo merece.
Por eso y sin que suene a frase de cajón, todos los que se inscribieron al premio Daniel Samper Ortega, que entrega un galardón a la mejor biblioteca del país y tres reconocimientos especiales, todos con incentivos económicos y pasantías en España, se merecían ganar.
La Casa del Pueblo, de Guanacas, una vereda de Inzá (Cauca), fue la ganadora. Luis Enrique Fajardo, un indígena Nasa, es su director y fue nombrado por la comunidad.
Las tres finalistas fueron las Municipal del Deporte y la Recreación, de Cali, que queda en una de las tribunas del estadio Pascual Guerrero y donde se trabaja en unir a las barras bravas del Cali y del América. Está a cargo de Nathalia Cárdenas.
En Tibú (Norte de Santander) está la Biblioteca Pública Municipal Monseñor Juan José Díaz Plata, otra de las finalistas, que le ha apostado a la paz a través de la poesía, y en Chinchiná (Caldas) está la biblioteca de la verdad El Naranjal, con Jorge Valencia a la cabeza, que también llegó a la final.
Les contamos sus historias desde el corazón de estos bibliotecarios que todos los días ponen el alma en los libros y en los proyectos con los que generan comunidad y, especialmente, paz.
Voz pausada, voz indígena, tiene Luis Enrique Fajardo. Está en Guanacas, una vereda de Inzá (Cauca), donde queda La Casa del Pueblo, la biblioteca pública ganadora del concurso anual del Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional de Colombia.
Fue construida en guadua por el arquitecno Simón Hosie, hace más de una década.
Hosie, cuenta Fajardo, fue a recorrer toda la comunidad indígena y campesina de esta zona del país para acercarse a sus pobladores y sus casas, y reflejar eso en la construcción.
“Cada espacio tiene un significado. Por ejemplo, que sea ovalada es un homenaje a los bohíos, malokas y kioskos indígenas. Las puertas y las ventanas son pequeñas, como en nuestras construcciones”, dice Fajardo, director de esta biblioteca por decisión de la comunidad. Y para no olvidar a los ancestros, hay otro espacio dedicado a líderes de la región.
“Tiene pinturas de nueve indígenas y campesinos locales y ahí la gente puede ir a leer o a escribir, y recibir la sabiduría que le llega de estos grandes”, comenta Fajardo.
Está, por ejemplo, la pintura de Dora Guachetá, una de las lideresas de la zona, “espontánea, comprometida con la comunidad, poeta... Nos deleitaba con sus poemas, y otro gran líder, que aún vive y tiene 93 años, don Víctor Mulcue, indígena”.
Este proyecto, agrega, ha sido autogestionado y cuántas veces ha tenido que viajar Fajardo a Bogotá para recibir las ayudas y mostrar la documentación que deja constancia de que él y su gente han utilizado bien los recursos, lo ha hecho, como ha ocurrido con la Embajada de Japón, que los ha ayudado.
“La Casa del Pueblo es de todos”, sigue contando el bibliotecario, que abre todos los días a las 8 a. m. Empezó en el 2004 y después de 13 años, puede contar que muy pocas veces está detrás del escritorio, porque allí se hacen dinámicas, se atiende a los usuarios, los niños van por la tarde cuando salen del colegio, y no solo leen, se forman en danzas, música, deportes y pintura...
Y ahora, con el país en otra tónica y la región con menos grupos criminales, Fajardo es también guía turístico, pues los turistas que van a la zona arqueológica de Tierradentro paran para visitar la hermosa bibilioteca de la vereda Guanacas, donde conviven indígenas y campesinos, y donde después del último hecho violento del 2011 “ahora las cosas son bien distintas. Nuestros niños, que no se fueron con los grupos armados, han crecido y de los que han llegado, varios han descubierto su talento musical con su voz y con la bandola, el tiple y la guitarra, y otros ya han ido a Popayán a competencias deportivas”.
Con voz pausada, Fajardo cuenta la historia, la bella historia de La Casa del Pueblo, la de todos.
Paisa total, de las cosas que hay que hacer en la vida para quienes sigan estos proyectos, es conocer a Jorge Valencia Ayala, bibliotecario de la Biblioteca Pública Rural de la Vereda Naranjal, en Chinchiná (Caldas), más conocida como la Casita Naranja.
En esta zona, es como un ídolo, no solo él y su biblioteca, sino todos los proyectos que ha llevado a cabo con su gente y que lograron que fuera finalista. Ahí hay proyectos maravillosos como Mi vereda: de lo local a lo global, Canitas digitales y Encartados en la Red, cartas a un amigo.
Este último es uno de los más bonitos, pues Valencia logró que sus niños usuarios se empezaran a escribir con los niños que visitan otras bibliotecas del país, “pero cartas en papel”, como cuenta, y hoy hay una gran red de amigos que, por supuesto, ya se comunican por las redes sociales.
Allí, los usuarios aprenden, se capacitan y se divierten. “La Casita Naranja nace hace seis años y nueve meses, exactamente el 11 de enero del 2011, pero fue creada por el Ministerio de Cultura en el 2009”, cuenta.
“Escogió la vereda El Naranjal porque había un tema educativo interesante, con la Fundación Manuel Mejía, los experimentos de cultivo del café y el colegio Naranjal, de los más desarrrollados en la educación agropecuaria y agroindustrial”.
Y aunque Mincultura amenazó con llevarse el capital semilla porque nada que arrancaba, en el 2011 abrió sus puertas.
“La alcaldesa de ese momento, Magdalena Willis, me llamó para el puesto y yo aprendí en mi casa a no decirle no a nada, así no sepa, porque se le cierran a uno las puertas, y arranqué”.
Empezó barriendo, trapeando, sacudiendo, y en sus pocos ratos libres, visitó todas las fincas para contarles que había una biblioteca para todos los que tuvieran de 0 a 150 años. Formó el grupo de amigos de la biblioteca (con ocho personas) y la red de amigos, con 42 instituciones.
“Y pedí: escritorio, sillas, mesas de madera, tablero acrílico... Hice convenios con el Sena para dictar cursos, salió una microempresa de mermeladas y postres...”
No para. Qué hombre para contar historias y reconciliar con la vida.
Durante mucho tiempo los libros estuvieron en cajas y él tenía un registro. Así que cuando alguien pedía un libro prestado, lo sacaba de la caja, lo entregaba y lo devolvía al mismo lugar.
Y cuando le llegaron 15 computadores portátiles, se le ocurrió hacer un cursos de sistemas, “al que se inscribieron 110 personas y tuve que llamar al Espíritu Santo para que me ayudara a decidir. Entonces, puse a un lado los que no sabían nada de sistemas y al otro los que más o menos sabían... Y hasta tuve una alumna de 77 años”, cuenta.
El espacio se acaba, por eso, hay que ir a la Casita Naranja. Jorge Valencia Ayala está allá, y tiene muchas más historias. Todas maravillosas.

Biblioteca Pública Rural de la Vereda Naranjal Chinchiná, Caldas. Una de las finalistas del galardón Daniel Samper Ortega.
Cortesía Ministerio de Cultura
Desde 1994 funciona la Biblioteca Pública Municipal Monseñor Juan José Díaz Plata en Tibú (Norte de Santander).
Su bibliotecario es Mauricio Alexánder Padilla Gómez, un joven de 28 años serio pero afectuoso. Allí, se creó un club de lectura para jóvenes que los llevó a la poesía, a escribirla y a declamarla, y se hacen recitales cada mes, así como exposiciones.
“Al principio, los muchachos decían que no servían para escribir poemas, pero salieron muy buenos”, cuenta Padilla.
Esta finalista del concurso ha funcionado en varios locales pero ahora está en un espacio donado por la Embajada del Japón. Y no hay que olvidar que Tibú ha sido una zona muy golpeada por el conflicto armado.
“En el paro del 93 este sector estuvo en una situación muy difícil durante 53 días y nostros seguimos atendiendo y nuestros procesos sirvieron para que la comunidad sintiera seguridad y tranquilidad. Nosotros estamos lejos de la zona del conflicto en ese momento y la gente no dejó de venir”, cuenta Padilla.
Ahora, con más paz, Padilla dice que es más fácil salir a las zonas rurales y a las veredas de Tibú, que son más de 100. Y van a los resguardos, incluso, y con su compañero de trabajo Julián se idean proyectos y organizan brigadas.
Trabajan con los adultos mayores lectura en voz alta “y hacemos compartir de refrigerio, cursos de manualidades, vemos películas, hay juegos tradicionales”.
Además, y para ahuyentar el pasado de guerra y destrucción, trabajan con los niños la resolución de conflictos a través de la lectura y de los ejemplos.

La Biblioteca Pública Municipal del Deporte y la Recreación, ubicada debajo de las gradas del estadio Pascual Guerrero, busca mejorar las relaciones entre las barras bravas de Cali.
Cortesía Biblioteca Nacional
Parte de la entrada de la Biblioteca Pública Municipal del Deporte y la Recreación de Cali es la pista atlética del estadio Pascual Guerrero.
Tras la remodelación del estadio sanfernandino, en el 2011, se creo este espacio, que no tiene divisiones. Y allí, Nathalia Cárdenas Flórez, profesional en recreación y magister en sociología, de la Universidad del Valle, trabaja en varios e importantes proyectos.
Uno de ellos ayudar a que las barras bravas del Cali y el América, equipos de la capital del Valle, mejoren su relación y este fue uno de los hechos por los que llegó a la final del premio del Miniterio de Cultura y la Biblioteca Nacional.
“Desde el 2013 venimos trabajando con las barras Barón Rojo Sur y Frente Radical Verdiblanco, especialmente con sus líderes y con algunos de sus integrantes. Hemos trabajado en un proceso de formación en derechos humanos, convivencia y un club de lecturas. También, de la importancia del buen barrismo social, para minimizar los riesgos”, dice Cárdenas.
Igualmente, hay programas de apoyo a microempresas y microempresarios,
punto vía digital, consultas y auditorio auxiliar. Además, su colección enfocada en deporte y recreación, tiene buena ‘clientela’: los niños y jóvenes que son deportistas en las ligas y de las escuelas de salsa cercanas, pues el estadio queda en la zona de los principales escenarios deportivos de la ciudad.
Sus visitantes también provienen de la vecina Siloé y hay muchos adultos mayores que viven en los barrios aledaños al estadio, entre ellos San Fernando. Y otra de sus particularidades son las consolas con videojuegos deportivos, que ayudan mucho a los deportitas.
La tribuna oriental del Pascual tiene su biblioteca, que el día de partidos y clásicos abre hasta el mediodía. De resto, de la mañana al final de la tarde.
OLGA LUCÍA MARTÍNEZ ANTE
EL TIEMPO
Comentar