En medio del glamour de restaurantes de talla internacional, cafés gourmets y hoteles de lujo en la conocida zona G de Bogotá, una vieja casa de tres pisos, ventanas blancas y ladrillos rojos se convirtió en la opción de vida para 57 niños con enfermedades terminales, crónicas o catastróficas.
Solo un pequeño letrero de fondo azul y letras blancas da cuenta de que en aquella casa no hay restaurante alguno. ‘Fundación Proyecto Unión’, dice el cartel que no alcanza a dimensionar lo que detrás de sus puertas metálicas hay.
Tras la entrada, un corredor angosto atiborrado de fotos con niños sonrientes es el preámbulo a una escalera angosta que lleva al segundo piso. Y es allí, en esa segunda planta, donde el espacio se abre inmenso a un patio muy grande rodeado de los cuartos en donde se atienden, 24 horas al día, 7 días a la semana, 365 días al año, a los 57 niños con trastornos neurológicos graves, síndromes genéticos complejos o enfermedades cardiopulmonares, que reciben la atención que requieren para lograr una vida, o una muerte, digna y con amor.
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Entre coches, caminadores, sillas de ruedas y camas hospitalarias, un grupo de 200 personas entre enfermeras, auxiliares, el área administrativa y terapeutas trabajan por turnos para brindar los cuidados y tratamientos que los niños necesitan.
Otros muchos son los voluntarios que llegaron algún día a ese hogar, y que se quedaron para aportar tiempo y trabajo desinteresado en tareas tan simples como doblar medias o tan sencillas como acompañar a los pequeños, cambiarlos, leerles, amarlos.
La vida allí cobra otro sentido. Se trata de sobrevivir a distintas y difíciles patologías, muchas de ellas irreversibles.
Por una casualidad“La historia de este hogar comenzó con un niño, hace 14 años, que requería que le cerraran una gastrostomía, y quien necesitó un año de trámites para el procedimiento, una intervención que teniendo tiempo, esfuerzo, compromiso y voluntad se podría hacer en 48 horas”.
Así lo cuenta él médico Fernando Quintero, el director del hogar, esa casa ubicada en la zona G de Bogotá.
Fernando llegó a esa obra porque ya venía trabajando en otro hogar, en Sibaté, en donde atendía con el padre Rey a 35 niños entregados por el ICBF a su cuidado, pues habían sido dejados abandonados en distintos hospitales del país, a razón de sus enfermedades incurables.
Juntos, Rey y Fernando, decidieron buscar otro sitio y otras formas de brindar una atención oportuna a sus pacientes. Por cosas del destino terminaron en la casa de Chapinero, en donde funcionaba la fundación Santa Rita de Casia, y que durante muchos años fue un colegio.
La fundación les cedió el lugar bajo la figura de comodato por 100 años, para que estos niños tuvieran más oportunidades de atención. Así, con el aporte del ICBF, cientos de campañas, donaciones y adeptos ha funcionado este hogar durante los 14 años.
Pero hace tres años el sueño tomó otro rumbo. Lo que quieren Fernando y todo su equipo, que ya se ha dado a conocer por sus campañas en empresas y otros tantos escenarios, es lograr lo que él un día se planteó: construir un centro de vida, a las afueras de Bogotá, para que ningún niño deje de ser atendido. Se imaginó ese centro hospitalario, le pidió a unos arquitectos el diseño y mandó a hacer un render que hoy cuelga en los pasillos estrechos de la entrada al hogar.
“Lo que comenzó con quijotada, hace tres años, fue la férrea decisión de construir un espacio más amplio, más completo y avanzado para que en vez de llevarlos a los hospitales donde les niegan todo, tener un lugar donde nosotros lo pudiéramos atender todo. Nos pusimos en marcha y empecé a decirle a todo el mundo que ese centro iba a ser fuera de Bogotá”. Para algunos era una total utopía.
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Pero para que el sueño tomara forma, hace un año y medio consiguió la asesoría de una organización que a punta de donaciones le hizo campaña a Clinton y a Obama. Contrató a Jaime Cataño, quien fue director del área jurídica de la Javeriana durante 20 años, como gerente de este proyecto, y hace tres meses se conformó el equipo científico con nueve pediatras y el apoyo de la Sociedad Colombiana de Pediatría.
“Estamos reestructurando la fundación que tenemos actualmente para buscar un mayor apoyo empresarial, porque más que donaciones en pañales o leche, necesitamos el aporte de dinero en mayor cuantía”, cuenta Fernando.
El lotePor otra de esas casualidades que rondan a Fernando, un día conoció a Jaime Duque y su familia, el capitán que montó hace años un parque en la Sabana de Bogotá, quien vio su obra y su sueño. Los herederos del capitán Duque (tras su muerte) decidieron donar parte de las 100 hectáreas que el parque dedica a la conservación de la vida silvestre de la región. Hace poco menos de un año se puso la primera piedra y es allí donde se construirá aquella utopía, por etapas.
Inicialmente se adecuará un centro de atención para niños que vienen de otras zonas del país a los tratamientos de cáncer. “Ese es el primer plan para colonizar el terreno”, dice el médico.
Pero el proyecto es más amplio y ambicioso. Se trata de un centro hospitalario para atender a niños prematuros, con compromisos neurológicos que requieran una incubadora o una unidad de cuidado intensivo neonatal y atención de especialistas, para que lo lleven a lo que él llama “un lugar seguro”: es decir, que tengan la oportunidad de toda la atención para salvarlo y sacarlo adelante, pues, como muchas veces ha pensado y vivido Fernando, él cree que muchos de los 57 niños que hoy atiende con patologías graves e irreversibles, si hubieran sido atendidos a tiempo, su historia hubiera sido otra.
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Se trata de un centro de vida (no le gusta el término hospital), con 55 camas y consulta externa que atiende los pacientes de la región.
Sin embargo, el proyecto necesita una suma extraordinaria: 33 millones de dólares. Ya los estudios financieros lo han demostrado.
“No es la plata la que mueve al mundo, es la voluntad humana, de la mano de Dios”. Ante eso Fernando prodiga una idea que ha sido su eslogan: la gerencia está allá arriba, de esa mano ha llegado todo, el lote, la casa, los niños, la plata, pero esa gerencia no funciona sola, somos el instrumento para realizarlo”.
Para pasar del nivel de atención que tienen en ese momento y llegar a la instancia de ese centro, las 55 camas y la unidad especializada, la fundación se metió hace tres años en un proceso de reingeniería, recibe asesoría de empresas como McKinsey & Company, una consultora que asesora grandes organizaciones del mundo para mejorar su desempeño; el apoyo de pediatras especializados, la dirección científica de una nefróloga pediatra y de especialistas de la Universidad de la Sabana, entre otras.
“Se han ido sumando fuerzas, ideas y materiales que me quitan el miedo de la construcción del edificio como tal; lo que se necesitan son las nuevas alianzas para dotar ese centro hospitalario y el financiamiento para los 3 o 4 primeros años del centro mientras agarra vida”. Su equipo de siempre, el batallón de enfermeras, voluntarios, aseadoras, personal administrativo, sus amigos y la familia, lo secundan.
Recibió ya la visita de la agencia de Cooperación de Presidencia, y así, paso a paso, dice Fernando, “sienten la necesidad que yo siento, se comprometen con esta causa y aportan desde cada área”.
Le dicen que su proyecto demorará muchos años, a él no le importa, porque cree, firmemente, que si no lo empieza ya, jamás se terminará.
CLAUDIA CERÓN CORAL
Editora Huella Social