Estaba a punto de cumplir 18 años. No quedaban más de cuatro semanas para ese anhelado día en el que por fin tendría cédula. Pero no solo para entrar a los bares y discotecas de la ciudad. Necesitaba ese documento plástico para poder estar con el que, en ese momento, parecía el amor de mi vida.
Uno de esos días, mientras esperaba mi cumpleaños, un amigo del colegio me escribió por Facebook. Era una noche típica para un joven como yo: gastaba mi tiempo revisando la vida de las demás personas en redes sociales.
Mi amigo me escribió porque, según él, “Juan” (por privacidad y respeto así llamaré a mi exnovio en este escrito) quería conocerme. Durante toda mi adolescencia tuve la fantasía de un amor gay. Siempre había soñado con tener a mi lado a un hombre seguro y dispuesto a tener una relación conmigo, a quien admirar y tomar de la mano sin miedo. Y, aunque en ese momento no lo sabía, Juan encarnaría al hombre que cumpliría todas esas expectativas.
Esa misma noche le respondí a mi amigo del colegio que estaba dispuesto e interesado en conocer a “Juan”. De inmediato, recibí un mensaje que decía: “Hola, baby”.
Esa noche hicimos videollamada y estuvimos conversando hasta la madrugada. El hombre me fascinó. Físicamente no era un modelo, pero tenía dos cosas que siempre he amado en las personas: seguridad y capacidad para hacer reír.
Poco a poco nos fuimos involucrando en un juego de mensajes, llamadas y conversaciones llenas de picante, pero Juan no quería tener nada conmigo hasta que yo tuviera 18 años. Así que el día en que salí de la Registraduría Nacional para recibir mi cédula, fui corriendo a buscar un teléfono. Lo llamé y le conté que, oficialmente, ya era un adulto.
A las pocas semanas de ser mayor de edad, lo invité a mi casa y nos besamos demasiado. Nos tocamos, pero no tuvimos sexo. Me sorprendió que no pasara. Pero pensé Juan me respetaba y quería tener algo serio conmigo.
Pero no era eso. Juan tenía VIH. Me lo confesó un día en el que le reproché que se rehusara a tener sexo conmigo.
Automáticamente me puse a llorar. Lo abracé, le dije que lo apoyaría cada día de mi vida y que nos informaríamos todo lo necesario para tener una relación responsable y sana. Aunque muchos hubieran huido, la noticia de Juan no se había convertido en un impedimento para que yo quisiera seguir a su lado.
Manejar el VIH de tu pareja es un difícil camino de altibajos. Al principio estás lleno de mucho optimismo, pero hay momentos llenos de preocupaciones y discusiones. Por ejemplo, no sabía cómo quitarme el miedo a la enfermedad mientras hacíamos el amor.
A veces quería experimentar cosas con él, cosas que parejas que no conviven con esta enfermedad suelen hacer, pero la sombra del VIH estaba ahí para alimentar el miedo. Cada día de la relación le insistí a Juan para que iniciara un tratamiento médico, pero él no quería hacerlo por temor a qué su familia descubriera que tenía VIH.
Para nosotros era incomodo ir por la calle, estar en un centro comercial o un cine y ver publicidad relacionada con el VIH/SIDA. Era como si nuestra felicidad se viera empañada por esa presencia constante.
Con el tiempo sentí que estaba tirando a la basura todo lo que mis padres habían hecho por mí.
Poco a poco nos fuimos involucrando en un juego de mensajes, llamadas y conversaciones llenas de picante, pero Juan no quería tener nada conmigo hasta que yo tuviera 18 años
Las cosas se pusieron peor. Al principio de nuestra relación había descubierto que Juan tenía pareja. En su momento se lo reproché, pero él me convenció de que pasaba por un mal momento con su novio y yo accedí a seguir viéndome con él. Con el tiempo, él se alejó de esa persona y el fantasma de esa mentira pasó a la historia.
Pero Juan seguía engañándome. No con esa pareja, sino con muchos hombres a los que ponía en riesgo porque tenía relaciones con ellos sin hablarles de su enfermedad. Me sentí herido y lastimado. Llegué a pensar que no había valido la pena apoyarlo. Había arriesgado mi vida y mi futuro por un hombre mentiroso.
Hablé con él, le conté que sabía sus mentiras y le dije que si no iniciaba su tratamiento me iría definitivamente de su lado. Juan aceptó.
Era septiembre y el proceso médico fue muy fuerte. Es una enfermedad compleja que implica controles médicos, visitas al hospital y medidas para mantener estable la carga viral. El desgaste físico y mental es muy alto.
Inicialmente le recetaron un medicamento que debía tomar dos veces al día en horas exactas. Tan solo eso ya implicó problemas en la relación, porque Juan no era disciplinado con el proceso.
Como yo sí estaba pendiente, me decía que me estaba convirtiendo una figura de control en la relación. A Juan le fastidiaba que yo no le permitirá hacer cosas que no debía hacer, como consumir alcohol o que le recordara tomarse los medicamentos, comer saludable y hacer actividad física.
Al final, parecía que mis cuidados tenían recompensa porque cada vez que revisaban su carga viral, siempre resultaba en una etapa indetectable. Eso nos hacía felices y nos alejaba por breves momentos del miedo a la muerte, del sufrimiento y de nuestras peleas.
Pero por más increíble que parezca, el VIH no representaba mi mayor temor en la relación, era el engaño. Y justamente fueron sus mentiras y sus relaciones con otras personas las que terminaron dañando todo.
En total, nuestra relación duró un año y 6 meses. Podría parecer que fue poco, pero todo fue intenso. Una montaña rusa entre el amor, las mentiras, la esperanza y, de nuevo, el engaño.
Y justamente fueron sus mentiras y sus relaciones con otras personas las que terminaron dañando todo
Para la época de diciembre yo trabajaba en un centro comercial vendiendo ropa. Quería sorprender a Juan con un regalo de Navidad. Había sido un año duro para ambos, así que nos lo merecíamos. Esa temporada es de mucho trabajo y por eso estaba muchas horas en la tienda. Cuatro días antes de Navidad descubrí que Juan me estaba engañando con un compañero de su trabajo. Yo ya no estaba en sus planes de futuro. Su relación con ese chico parecía bastante seria.
Fue bastante doloroso, pero a la vez sentí alivio. De alguna forma, que Juan quisiera iniciar una nueva historia con otro hombre me liberaba. No quiero que esto suene mal, pero me quitaba un peso de encima. No por la enfermedad, sino porque ya no estaba pensando en que me era infiel o en sentirme miserable por ser engañado.
Lo que sí me quedó fue un miedo latente de haber sido contagiado de VIH. Cada noche durante los siguientes seis meses soñaba que estaba enfermo, muriendo o en una clínica.
Pasó todo ese tiempo porque es lo que se aconseja para que el examen sea confiable. Entonces fui a un laboratorio y me hice una prueba de sida. Ahora tengo tranquilidad y he recuperado las noches de sueño.
Pensar en el futuro dejó de ser mi prioridad. Vivo el presente porque eso es lo que tiene sentido. A veces veo a Juan en la calle con su actual pareja, que es el hombre por quien me dejó. Me preguntó si sabe esta historia o la condición de Juan, pero ya no me importa.
Cuando Juan se fue de mi vida, también se fueron mis miedos y mis inseguridades, y se fue mi idea de que el amor también puede estar enfermo.
Anónimo
*Los nombres en esta historia han sido cambiados por petición expresa de su autor.¿Tiene una historia de amor curiosa o poco común? Nos interesa conocerla y publicarla en #MensajeDirecto. Escríbala y envíela a los correos cinmor@eltiempo.com y rafqui@eltiempo.com y lo contactaremos. Debe tener un mínimo de extensión de dos hojas y un máximo de cuatro hojas.
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