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Gente

El futuro que nos espera cuando pase el coronavirus

El retorno de delfines, garzas y alcatraces es elocuente sobre la posibilidad de un mundo que cuide la naturaleza después de la pandemia.

El retorno de delfines, garzas y alcatraces es elocuente sobre la posibilidad de un mundo que cuide la naturaleza después de la pandemia.

Foto:RICARDO MALDONADO ROZO. EFE

Nunca antes, a lo largo de nuestra historia, los colombianos habíamos estado tan unidos como ahora.

Juan Gossain
En medio de la cuarentena estoy acostado, bocarriba, tratando de resolver un crucigrama.
De repente timbra el celular de mi mujer. Ella lo enciende y lo pone en parlante para escuchar mejor. Se oye la voz de nuestra amiga Ximena Rojas, que vive entre las murallas coloniales de Cartagena.
“Si vieras lo que estoy viendo” –exclama Ximena, con un acento tan emocionado que parece una canción–. En mi terraza hay una tortolita empollando dos huevos. Por aquí nunca se había visto eso. Ya te mando una foto”.
En ese preciso instante miro por la ventana del dormitorio y veo tres delfines que retozan como niños en el agua azul de la bahía. Azul está ahora, porque hasta hace un mes era del mismo color que tiene el chocolate espeso.
La tortolita, los delfines, el agua cristalina: es la naturaleza, que está resucitando, limpia y risueña, ante la ausencia de seres humanos que la destruyen. ¿Seremos capaces de mantenerla así cuando se haya ido el virus?
Además, el encierro obligatorio, ordenado por el Gobierno, ha demostrado que a la gente hay que protegerle la salud aunque sea contra su propia voluntad.
Confieso, con algo de vergüenza, que nunca antes había tenido tanto tiempo para conversar con mis hijos y nietos, con mis hermanos, con mis amigos más entrañables. Ni para reflexionar serenamente sobre las cosas que en realidad valen la pena en esta vida.

Hagamos que esa hermandad derrote a la tolerancia cómplice que hasta ahora hemos mantenido ante la corrupción y que el espíritu triunfe sobre la maldad. Pidamos justicia, pero pidámosla unidos

Del corazón a la conciencia

Mientras veo que los alcatraces han vuelto a volar en el cielo del Caribe, aprovecho la visita privada que me hacen mi corazón y mi conciencia para conversar con ellos tomándonos un café. Mentira, no es un café: es un vinito tinto que está delicioso.
Hablando a solas, los tres hemos pensado, por ejemplo, que todos los colombianos deberíamos entrelazarnos para aprovechar las profundas lecciones que nos deja la tragedia de estos tiempos y crear un ser humano nuevo y diferente. Unidos, fraternales, solidarios.
Hagamos que esa hermandad derrote a la tolerancia cómplice que hasta ahora hemos mantenido ante la corrupción y que el espíritu triunfe sobre la maldad. Pidamos justicia, pero pidámosla unidos. Como si fuéramos hermanos siameses, pegados a través del corazón.

El hambre y medio pan

Si solo tienes para comprar un pan, cómpralo, pero cómete medio y regálale el resto al que no tiene ni para comprarse medio pan.
Que se recuerde, nunca antes, a lo largo de nuestra historia, los colombianos habíamos estado tan unidos como en estos días. Lo maravilloso de lo que está pasando es esta hermosa paradoja: estamos en un abrazo estrecho, aunque no podamos vernos y aunque no podamos tocarnos unos a otros, porque así lo ordenan las cautelas sanitarias. Mejor dicho: es un abrazo de almas, no de cuerpos.
En pueblos humildes y en las grandes ciudades se repiten las historias de amor en estos días. Gente modesta que regala la mitad de su mercado, el chofer de la ambulancia que arriesga contagiarse por llevar cargado a un enfermo, los sacerdotes que van pidiendo de puerta en puerta, la tarea amorosa de los que trabajan en el sistema de salud, desde el médico más eminente hasta el más anónimo ponedor de inyecciones.
No olvidemos lo que dijo la madre Teresa de Calcuta el día en que le entregaron el premio Nobel de la paz: “No hay pobreza mayor que la falta de solidaridad”.

Estamos en un abrazo estrecho, aunque no podamos vernos y aunque no podamos tocarnos unos a otros

El nuevo camino

¿Cómo haremos para que ese mismo espíritu fraternal se mantenga y crezca cada día más? Yo sé que esa es una ilusión muy lejana. Pero también sé que los mejores sueños son los más difíciles de conseguir. Lao-Tse, el gran filósofo chino, solía repetir que un viaje de mil millas comienza con el primer paso.
Entonces, es hora de que empecemos. No hay sino una manera de lograrlo, una sola: permaneciendo unidos. Que el coronavirus sirva para que Colombia rectifique el camino torcido que hemos venido recorriendo hasta ahora, el camino de la polarización y la pelotera, de la agresión, de los gritos, de la intolerancia, el camino de la injusticia y de la maldad.
Y de la indiferencia ante las necesidades ajenas. Yo he visto edificios hermosos en los que sus habitantes arrojan medicamentos con fechas vencidas en las canecas de basura del parqueadero o de la calle. Con indolencia, han dejado que caduquen mientras la gente se muere porque no puede pagar una pastilla.
Y, entre tanto, los que se roban el dinero del sistema de salud y la plata de la comida de los escolares más pobres solo reciben como castigo, si acaso, la casa por cárcel. ¿Castigo?

Y los pesimistas

Eso no puede seguir así. La justicia verdadera también debería formar parte de la hermandad entre colombianos.
Yo recuerdo que, cuando estábamos a mitad del bachillerato, el profesor Guerrero nos hizo leer unos pensamientos del gran Homero, escritos hace más de tres mil años. Uno de ellos dice así: “Llevadera es la labor cuando entre todos compartimos la fatiga”.
Bueno. Antes de seguir adelante, y como periodista que soy, tengo la obligación de escuchar también, y de publicar, los argumentos de aquellos que tienen una opinión diferente a la mía. Consulto a quienes no creen que haya razones para ser tan optimistas como yo sobre el futuro que nos espera a los colombianos. En eso consiste el equilibrio periodístico.
–¿Por qué es usted tan pesimista? –le pregunto a Diego León García, un eminente médico que reside en Montería.
–No es pesimismo –empieza por aclarar–. Es realismo. Consiste en que yo creo que la solidaridad que demostramos ahora no nace de la compasión por el otro, que sería lo deseable, sino del miedo colectivo que estamos padeciendo. No es amor; es pavor.

¿Optimismo u oportunismo?

El doctor Diego García agrega que en el futuro inmediato, una vez se diluya el virus, “volveremos a lo mismo de antes. No es necesario ser muy cínicos para saber que la historia nos dará la razón. Me cuesta mucho trabajo creer que la bonhomía de banqueros y similares perdurará en el tiempo una vez termine esto”.
Aunque nunca se han visto, ni el uno sabe del otro, encuentro que el médico de Cereté coincide plenamente con los escritos que ha puesto a circular por internet el novelista colombiano Felipe Priast, residente en Estados Unidos.
Sostiene Priast que, entre optimistas y pesimistas, el coronavirus ha originado una tercera franja de opinión. “Son los que podríamos llamar realistas. Ellos creen que los hombres no se han vuelto buenos de repente, sino por su propio interés. Los seres humanos pueden ser muy malos, pero no son tontos cuando está de por medio su propia supervivencia, como es el caso de esta pandemia”.
Uno puede compartir o no lo que sostienen personas como el médico y el escritor, pero no se puede negar que sus argumentos son bien originales. Podríamos llamarlo ‘optimismo interesado’ o ‘el optimismo oportunista’.

Encerrados en Venezuela

Mientras avanzo en esta crónica, me llega un mensaje urgente por el correo electrónico. Viene de la provincia de Aragua, en Venezuela, y lo firma Katherin Cogollo Mancilla, una doctora colombiana que trabaja como médica general en Medellín.
Resulta que, a mediados de marzo, pocos días antes de que empezara la cuarentena en Colombia, ella tuvo que viajar a Venezuela para asistir al sepelio de una prima suya.
Allá estaba cuando fue sorprendida por el cierre de la frontera. No ha podido volver, “y cada día el consulado de Colombia nos dice que debemos esperar porque la Cancillería no responde ni resuelve nada desde Bogotá”.
Son dieciocho en total los viajeros colombianos que quedaron atrapados y abandonados, junto con la doctora Cogollo Mancilla, en esa región de Aragua. La carta que ella me envía prosigue con estas dolorosas palabras:
“Nos sentimos como si no tuviéramos patria. Recordamos que hace algunas semanas el Gobierno colombiano envió los aviones que, en buena hora, trajeron repatriados a los compatriotas que estaban en China. En cambio, a nosotros nos dejaron olvidados con el argumento de que no hay relaciones con Venezuela, como si eso fuera más valioso que la vida de tantos seres humanos”.

Los contagios

Cuando termino de escribir estas líneas le pido a un amigo entrañable y de juiciosas opiniones que la lea con cuidado y me diga lo que está pensando. Esta es su respuesta:
“Me alegra ver tu optimismo, que ojalá resulte contagioso (palabra que no es nada propicia en este momento). Yo, en cambio, soy un escéptico total. Mira cómo se están aprovechando de la pandemia para robarse los recursos de la salud y de la comida que se destina a los más necesitados”.
Y luego remata con este vaticinio: “Cuando pase la pandemia, los políticos volverán con sus viejas mañas y los banqueros dirán que es necesario subir sus tasas de interés. Mares y ríos volverán en pocos días a estar contaminados. Volveremos todos a nuestros viejos hábitos. El hombre seguirá siendo un lobo para el hombre. Me da pena que, mientras tú miras juguetear los delfines, yo me atraviese en tus nobles pensamientos”.
Al terminar esta crónica ya no me sentí tan seguro de que los colombianos seamos capaces de actuar unidos y fraternales. Así, con esa triste incertidumbre, alcancé a ponerle punto final y estaba listo para enviársela a EL TIEMPO.

Epílogo

Pero tuve que prender de nuevo mi computador porque en ese preciso momento pusieron sobre mi escritorio un ejemplar del diario cartagenero El Universal.
La primera página, entera, estaba ocupada por una fotografía de dos policías que, con sus guantes y tapabocas, estaban en la plaza de San Pedro Claver, en el centro histórico de Cartagena, dando de comer amorosamente a las palomas que allí viven y que se morían de hambre porque en estos días no hay turistas ni restaurantes que las alimenten.
Viendo a los dos policías rodeados de palomas, he vuelto a sentir una ilusión, una esperanza, un sueño de unión y de hermandad. Algo viene sobre mí y lo reconozco de inmediato: es el viento fresco del optimismo, que regresa a mi alma. Sí, sí podemos.
JUAN GOSSAÍN
Para EL TIEMPO
Juan Gossain
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