Hace unos días, en una reunión de pauta para una revista en la que trabajo, la editora se quejaba. Los lectores, de acuerdo con una encuesta reciente, estaban muy interesados en leer más sobre la cepa malbec, nuevos enfoques sobre esa variedad. El problema, se preguntaba ella, es qué nuevos enfoques son posibles. “Si ya lo hemos escrito todo”.
La solución, propuso sonriendo, es que el péndulo se devuelva y que nuevamente se pongan de moda esos tintos (malbec en este caso) pesados, supermaduros y pasados de madera. De esta forma, la pauta editorial se encontraría nuevamente ante un lienzo en blanco. Y los temas volverían a ser miles.
La pregunta, entonces, es si eso es posible, si es que en el mundo del vino pasa lo mismo que en el mundo de la moda: las tendencias son cíclicas, de tanto en tanto usamos el mismo estilo de pantalones que usaron nuestros abuelos.
En principio, a mí me gustaría pensar que no, que el periodo más bien oscuro por el que pasó el vino mundial ya se ha acabado. Se han acabado los vinos que hablaban más del ego de su autor que del lugar en donde crecieron las uvas. Quién hacia el tinto más grande, más corpulento, más maduro. Esos tiempos no debieran volver.
Pero claro, esos no son más que deseos. Objetivamente, no hay nadie que me diga que esta generación a la que todos quieren entender y agradar, los millennials (escucho una vez más esa palabrita y me pego un tiro) no se aburrirán de los vinos ligeros y frescor y de un día para otro comenzarán a buscar lo que sus abuelos bebían. Y listo, ahí mismo nos fuimos por la borda. Porque sus abuelos lo que bebían eran esos vinos que estuvieron de moda durante por casi tres décadas, desde fines de los años 80 hasta bien entrada la primera década del nuevo milenio. Tintos que parecían mermelada.
Uno de los aspectos más sólidos que tiene esta nueva forma de mirar el vino se relaciona con su origen. Más que búsqueda de frescor, de menos madera o de cuerpos más ligeros que vayan mejor con la comida (y que no sean una comida en sí mismos) lo que se pretende en los mejores ejemplos es buscar un sentido de lugar, que los vinos que se producen tengan que ver con el lugar de donde vienen. Y eso es potente, especialmente en regiones como las del Nuevo Mundo, en donde esa identidad no está clara y la búsqueda continua.
Creo que por ahí va el camino. Enseñarles a las nuevas generaciones la conexión que el vino tiene con su origen y que es lo que lo diferencia de la Coca Cola. A ver si los millennials quitan por un segundo los ojos de su smartphones, y escuchan.
PATRICIO TAPIA
Especial para EL TIEMPO
Comentar