Hasta el devastador terremoto de agosto –que viene a sumarse a una serie de catástrofes sísmicas que se remontan por lo menos hasta 1639–, si a alguien por fuera de Italia le sonaba el nombre de Amatrice era por su plato más emblemático: los ‘spaghetti all’amatriciana’.
Amatrice había ingresado el año pasado en el selecto club de ‘I borghi piu belli d’Italia’ (los pueblos más bonitos de Italia). Incluso su nombre es bonito: Amatrice, femenino de ‘amatore’, palabra que podemos usar en el sentido de ‘amateur’ (del deporte, el arte...), de aficionado entendido, coleccionista y, claro, en el de amante.
Bien, hablemos de la salsa que los hizo famosos, lo que los italianos llaman ‘sugo all’amatriciana’ (salsa amatriciana). Los historiadores apuestan por un origen pastoril: un plato hecho con cosas que los pastores podían tener fácilmente a mano: tocino, grasa, pasta seca...
Hay que matizar que no se trataría de panceta ni de bacon; el tocino requerido por esta receta es el llamado guanciale (de guancia, mejilla), que viene siendo nuestro tocino de papada, toda una suculencia.
Receta sencilla: se salteaba el guanciale, troceado, en la grasa, que era, lógicamente, sebo; se cocía la pasta, se unía todo, se condimentaba con pimienta negra, y adelante. Esto sería lo que llaman ‘spaghetti alla gricia’, del pueblo vecino llamado Grisciano.
Básicamente, la salsa amatriciana es una gricia a la que se ha añadido tomate, de modo que la receta de la amatriciana no puede datar de antes del siglo XVIII, que es cuando el tomate se hizo salsa y se encontró con la pasta.
Además de la incorporación del tomate, que vino del sur (de Nápoles a Roma, y de aquí a Amatrice), el plato se suavizó con la sustitución del sebo de oveja por el aceite de oliva. Todo ello desembocó en el plato que hoy conocemos.
La versión sencillaHe de decir que la primera vez que lo escuché mencionar fue hace casi 40 años, en una película italiana dividida en varios episodios, y lo citaba, en el suyo, el mismísimo Vittorio Gassman.
Veamos la versión rápida y sencilla de la receta. Doren en la sartén, con un poquito de aceite, la papada, cortada en daditos. Añadan media cebolla picada y háganla tomar un poco de color. Incorporen tomates, pelados, desprovistos de pepitas y troceados, y salen con prudencia. Es el momento de incorporar uno o varios ajís; si temen que piquen mucho, eliminen sus semillas. Si no son amantes de los ajís, dénle algo de alegría al plato espolvoreándolo, antes de añadir el queso, con pimienta negra recién molida.
La pasta se cuece, se escurre y, cuando está, se vuelca sobre la salsa (no al revés), se mezcla rápidamente (no conviene que se siga cociendo con el calor del sugo), se espolvorea generosamente con queso pecorino romano (no parmesano, de vaca, sino pecorino, de pecora, oveja) y se sirve de inmediato.
Un plato, ya decimos, sencillo, con historia y muy agradable; no sería extraño que, después de probarlo, se volviesen ustedes verdaderos ‘amatori y amatrice’ de este plato que, como tantos otros, saltó del chozo de pastor al mundo entero.
El auténtico templo de esta receta, símbolo de la ciudad, que era el histórico Hotel Roma, ha sido completamente destruido por el terremoto. Seamos, de todos modos, optimistas: un pueblo que ha creado un plato como este es inmortal; así que Amatrice, con la ayuda de todos, renacerá de sus cenizas.
CAIUS APICIUS
Periodista gastronómico
Madrid (EFE)
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