Simbolizó desde la manera más respetuosa para honrar a los dioses en estas tierras hasta el aprovechamiento para engañar incautos en vísperas de elecciones.
Ahora, el tejo vuelve a estar en primera plana. En las últimas horas, el Congreso aprobó un proyecto de ley que lo declara patrimonio cultural e inmaterial del país.
Con la sanción presidencial, el jefe de Estado, Iván Duque, tiene la posibilidad de reivindicar su práctica, iniciada varios siglos atrás en la apacible población de Turmequé, Boyacá, y que hasta hace pocas décadas se realizaba en lugares marginales a los que llegaban los políticos y, como una puesta en escena, mostraban que eran capaces de remangarse y untarse de pueblo.
Sus orígenes, sin embargo, vienen de una de las experiencias terrenales más poéticas. Lo practicaban los muiscas cuando sentían que habían cometido una falta que tendría un atenuante con una ofrenda especial. Los nativos, entonces, simulaban ser los sacerdotes y se reunían en una cancha que representaba su bohío. Desde allí arrojaban hasta la otra, que personificaba el dios, esmeraldas, oro y deliciosas viandas.
Si la teatralización era de noche, la ofrenda era para el dios Chía, que en la mitología precolombina era la Luna. Y si era de día, era para Zué, sinónimo del Sol. En la cosmovisión de esta tribu, el universo era circular, de ahí que en su lenguaje el tejo, llamado por ellos zepcuagoscua, tuviera esa forma. Algunos eran de oro puro.
Se efectuaba en prados despejados, a orillas de aguas cristalinas. Esa sublime actividad en los vastos dominios de los zipas y los zaques fue rota por los conquistadores españoles a punta de espada y cruz y condenada al ostracismo.
Una condición de marginalidad que se mantuvo durante años. Su esencia, empero, fue conservada por su rica tradición oral. Ese fue el germen para después empezar a construir canchas en los solares de las casas alejadas.
En Turmequé, distante una hora de Tunja, la alfarería se convirtió en una tradición en la que participaban buena parte de las familias. Unidas, empezaron a hacer canchas con la greda que sobraba de su trabajo y, en lugar de discos de oro, empezaron a usar primero piedras y luego, elementos fundidos de hierro.
“Lo bello de este juego es que participa toda la familia”, dice el historiador Nelson Guerra Chavarro. “Son escasos los deportes en los que pueden participar los padres, niños, primos, hermanos, todos”, explica.
Así, hasta evolucionar en un juego que se realiza en canchas de hasta 22 metros de largo, con tejos que en algunos casos pesan 4,5 libras, y en el que dan tres puntos por explotar una mecha, seis por embocinarlo (meterlo en el círculo de hierro) y nueve por la moñona, que son estos dos últimos logros.
Son escasos los deportes en los que pueden participar los padres, niños, primos, hermanos, todos
Sin embargo, no obstante su avance en las normas, durante años no era bien visto, en especial por las élites, que optaron por asociarlo a espacios donde pululaba el crimen, la gresca. Todo debido, en parte, a las consecuencias de la chicha, bebida que forma parte también de la tradición de los muiscas.
En los años veinte y treinta, el historiador Gabriel Abello Rodríguez, en su obra El juego de tejo: ¿un símbolo nacional o un proyecto inconcluso?, relata que “un pequeño sector de la élite, con rasgos nacionalistas e higienistas”, pretendieron “utilizar este juego popular como un instrumento civilizatorio de los sectores populares”.
El autor sostiene que el propósito era “romper con esa mirada desdeñada” que se tenía, en general, de ser “bárbaro” y “salvaje”. Así, asegura, se presentó una “nueva” imagen, para elevarlo a la categoría de deporte con un despliegue por los medios de comunicación.
“Puede usted preguntar a los principales médicos de Bogotá cuál es el deporte que ellos emplean en sus paseos y fiestas campestres. Todos le dirán que este juego criollo es el más higiénico y sano”, informaba el director municipal de Higiene de la capital en la revista Mundo al Día en el bucólico agosto del año 1930.
‘El tejo, deporte oficial’, tituló a lo ancho de su página EL TIEMPO, también en ese año. La empresa Bavaria se ofreció entonces a vender cerveza, como hasta ahora lo hace, para reemplazar la chicha. Sin embargo, Abello Rodríguez dice que no toda la clase dirigente aceptó de buena manera esta iniciativa y optó por el menosprecio.
Hasta que llegó el Jefe, el Negro, el líder más carismático en la historia del país, Jorge Eliécer Gaitán, cuya presencia en las canchas causaba el delirio de las multitudes. Hace cinco años, EL TIEMPO fue testigo de la exhibición del que posiblemente sea el tejo más valioso. A Guillermo Villamil, hijo de Francisco de Paula Villamil y Paulina Riaño de Villamil –fundadores, en 1922, del famoso campo de tejo Villamil, un espacioso local en la calle 67 con carrera 22 que fue epicentro de jornadas inolvidables–, se le iluminó la memoria de sus 85 años bien vividos y les dijo a los reporteros de este diario:
“Les voy a mostrar un tesoro que tengo. Está debajo de esos libros”. De una bolsa plástica sacó un tejo y sentenció conmovido: “Este era el que usaba Gaitán”.
En 1992, luego de 70 años de tradición, el campo Villamil cerró sus puertas para siempre. “Lo mató la llegada de moteles y casas de lenocinio al sector del 7 de Agosto”, sentenció Villamil. Se marchitó así para siempre un lugar que vivió una época de esplendor envidiada por los más encopetados clubes. “El campo Villamil se paralizaba. Se nos llenaba de gente que venía de todos los barrios con la única intención de ver al doctor Gaitán probando puntería”, agregó su propietario.
Pero no solo era el tejo, sino que, como buena cancha de tejo que se respete, siempre había un espacio para la gastronomía popular, que se disfrutaba maridada con cervezas. “Las agrias”, dirían los jugadores.
Los políticos venimos a buscar los votos para la presidencia en el campo Villamil, pero celebramos la victoria en los clubes
Este imán para atraer las masas hizo reverdecer el tejo. Pero era una relación ficticia. El ilustre y culto Alfonso López Michelsen solía decir, con sus maneras de lord inglés:
“Los políticos venimos a buscar los votos para la presidencia en el campo Villamil, pero celebramos la victoria en los clubes”.
Como Gaitán, el caudillo liberal Luis Carlos Galán, a finales de los 90, fue también a una cancha de tejo a lanzar su candidatura presidencial. Luego sería asesinado. No obstante este roce social, el tejo ha sido tema distante para los creadores de arte colombianos. Son escasísimas sus referencias en la literatura. “Un pasatiempo ancestral / que los muiscas inventaron, / desde tiempo inmemorial / en familia lo jugaron / y de herencia nos dejaron / el Deporte Nacional”, escribió el poeta tunjano Rafael Humberto Lizarazo.
“El arte contemporáneo en Colombia se ha interesado en explorar otras temáticas consideradas de mayor importancia, como por ejemplo la violencia”, dice el artista plástico Julián David Saganome López, quien hace poco expuso su obra Moñona en referencia a este deporte. Poco y nada más.
“Es llamativo que el arte le haya prestado tan poca atención al tejo cuando, en su momento, sus patios fueron lugares de sociabilidad barrial de singular importancia, lugares de encuentro de la palabra y de consolidar amistades y enemistades”, analiza el historiador Fabio Zambrano, de la Universidad Nacional. “En este país hay clasismo hasta en el arte”, explica.
“Lo importante, dice Miguel Ángel Gómez, abogado también de esta universidad y uno de los artífices de lograr la ley para convertirlo en patrimonio cultural, es la demostración de poder rescatar lo nuestro, lo autóctono y ancestral”.
Pero hay más. La gloria mediática del tejo ahora también está en el ciberespacio porque la celebridad mexicana Alan Estrada, en su blog alan×elmundo, lo llevó a YouTube, donde muestra las diversiones más encantadoras de los colombianos.
ARMANDO NEIRA
EDITOR CULTURA EL TIEMPO@CulturaET
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