‘Veep’ es una analogía de la realidad, aunque sus creadores hayan cortado todo nexo formal con ella. En la serie, la desesperada, cruel y muy tonta –y por eso mismo, chistosa– lucha por el poder de la escaladora política Selina Meyer (Julia Louis-Dreyfus, en su mejor expresión de comediante de puro talento) ocurre de espaldas a la realidad: ningún político que existe en nuestro mundo es mencionado en esta creación del ‘showrunner’ Armando Iannucci: ni Clinton, ni Sanders ni Trump son parte del brillante coctel de sátira política que ya lleva seis temporadas por HBO.
‘Veep’ ocurre en una realidad paralela, en una Washington D. C. televisiva, sí, pero que se siente y palpa verosímil. Tanto, que es imposible no atarla a lo que pasa en redes sociales, noticieros y la “real realidad”. ‘Veep’ es el ‘House of Cards’ del personaje de Selina Meyer, que primero fue una congresista; luego, vicepresidenta, y hasta la quinta temporada, la primera presidenta de Estados Unidos.
Selina, una personificación humorística de la neurosis misma, de la palabrota fácil, del lenguaje corporal tipo ‘slaptick’ (ojos saltones, gran apertura de boca, levantamiento de hombros constante), salta con los brazos abiertos a las fauces del poder. Y si Kevin Spacey en ‘House of Cards’ es un oscuro discípulo de Maquiavelo para asirse a la primera magistratura, el personaje de Julia Louis-Dreyfus –por el que ha ganado durante cinco años consecutivos el Emmy a la mejor actriz principal en una serie de comedia– es un desparpajo de fallo constante: un chistoso error humano cuyo mayor acierto es mostrar todo el tiempo, mediante el halo de una arriesgada broma, lo peor de ella y sus asesores. Porque lo mejor de ‘Veep’ es lo peor de sus personajes: sus debilidades morales, sus faltas de creencia en lo sagrado y un cinismo convertido en concreta realidad gracias a los cimientos creados por el guionista, director y productor inglés Armando Iannucci en el nacimiento de la serie, en el 2012. Este experto en sátira política (está detrás de la serie ‘The Thick of It’) supo sembrar, hasta la cuarta temporada de ‘Veep’ (cuando la dejó), lo necesario para que creciera única en su especie.
La posta como ‘showrunner’ la siguió David Mandel, director de ‘Curb Your Enthusiasm’ y, entre otros cosas, guionista de ‘Seinfeld’, el hogar seminal de Julia Louis-Dreyfus cuando era la despreciable Elaine Benes: una neoyorquina sin poder. No como en ‘Veep’, donde está en la misma zona de “personaje-persona” que ha cultivado en su carrera de comediante: una mujer desagradable y egoísta, pero con todo el poder para ejercer su estúpida –y graciosa– esencia.
‘Veep’ no es real y cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. Sin embargo, es mejor que la realidad: es una broma perfecta porque, como espejo –gringo o de cualquier parte–, refleja los juegos del poder jugados sin gracia, fineza ni elegancia: solo el desparpajo de la malhablada y burra actitud de los alfiles, torres y caballos en un tablero de ajedrez donde la reina, la carismática Selina, cayó abruptamente en la temporada pasada en un cierre espectacular, una maravilla de fin de temporada porque supo llevar al límite creativo las fortalezas narrativas de ‘Veep’.
Filmada como si fuera una especie de documental falso, como un ‘cinéma vérité’, la verosimilitud de las tomas –siempre con cámara al hombro para ayudar a acentuar algún chiste de este gabinete que cimentó el fracaso de la buena para nada de Selina Meyer– fluye orgánicamente entre las caras de espanto constante e improperios de, por ejemplo, Amy Brookheimer (Anna Chlumsky, ‘Mi primer beso’), la furibunda jefa de gabinete de la presidenta Meyer y quien siempre va al choque, frontal y deslenguadamente, y es capaz de inmolarse y quedar como la villana con tal de proteger el poco prestigio de su vapuleada jefa.
El comediante Timothy Simons, por su parte, se ha robado muchos momentos de lo último de ‘Veep’ como el atolondrado congresista Jonah Ryan, al servicio de Selina, pero quien es capaz de llegar tarde a una votación crucial para reelegir a su jefa por andar en malos pasos.
‘Veep’ es un prodigio de cómo contar una historia porque nunca pierde de vista que esto es comedia y sus personajes, tan bien ensamblados y hechos como si estuvieran listos para ir a la guerra de la mejor tragedia, funcionan en la humanidad del yerro perfectamente. Así es, por ejemplo, con el encargado de prensa, Mike McLintock (Matt Walsh), paranoico porque sabe que lo quieren despedir mientras se obsesiona con adoptar a un infante de China; y así pasa también con el entrañable Gary Walsh (Tony Hale), el leal ayudante personal de la presidenta Meyer: sombra permanente de la primera dama, quien le dice al oído qué decir y qué no constantemente en apariciones públicas mientras trata de encontrar la esquiva aprobación de sus pares.
‘Veep’ también es un prodigio porque derrocha ideas y comentarios sociales. No es real, pero, al final, es superreal y, entre broma y broma, la verdad se asoma: con sorna, inteligencia y buen gusto, pese al pésimo gusto de sus protagonistas, empezando por una primera mandataria cegada por el poder.
‘Veep’ es una serie notable porque no quiere ser real, ni dejar mensaje, ni pontificar. Es una obra maestra de la sátira política porque, pese a todo lo malo de sus personajes y entorno, resultan seres entrañables dentro de sus neurosis constantes y balbuceos egomaníacos. La mejor muestra de todo aquello fue el penúltimo capítulo de la quinta temporada, difícil de superar: ‘Kissing your sister’, un documental dentro de esto que ya parece un documental, hecho por la hija de la presidenta Meyer, la ingenua Catherine; una visión notable, desde dentro, al corazón del humor y sus múltiples respuestas frente a lo inexplicable de la vida. Si en esta sexta temporada hay un capítulo la mitad de bueno, mi fe en la política interior de ‘Veep’ estará completamente renovada y tendrá mi voto seguro.
ERNESTO GARRATT VIÑES
El Mercurio (Chile) - GDA