Cuando Federico Luppi aparecía en escena o abarcaba el cuadro frente a la cámara de cine, era imposible no percibir un halo de respeto, admiración y hasta cierto temor, dado que, sin esforzarse tanto o exagerar un gesto, conseguía el tono preciso para cada una de sus interpretaciones.
Su mirada profunda se robaba la atención de los espectadores y fue uno de los elementos de la seriedad con la que encaró esa tarea de meterse en la piel de otros.
Así lo deben recordar hoy los cientos de cinéfilos y artistas que participan en la 62.ª edición de la Semana Internacional de Cine de Valladollid (España), que se inaugura con un sentimiento de luto, pero a la vez de reconocimiento para este argentino al que los españoles acogieron cuando los problemas de la economía de su tierra natal lo llevaron a hacer maletas y establecerse en Madrid.
Muchos recordarán su paso por el cine, reflejado en 70 películas en las que probó todos los géneros y en algunas reflexionó de manera profunda acerca de la vida o la muerte; casi de manera insólita, su adiós fue a consecuencia de un hecho desgarradoramente cotidiano: un golpe en una mesa de su casa el pasado 4 de abril fue el causante de un coágulo, la hospitalización y un trabajo de recuperación que no pudo conjurar, hasta que falleció (a los 81 años) en el Hospital Universitario Fundación Falavoro de Buenos Aires (Argentina), a un poco más de dos horas de la provincia de Ramallo, donde nació el 23 de febrero de 1936, y de la que se había ido buscando un futuro en la escultura, pero terminó seducido por las artes escénicas.
Es cierto que en los últimos años se notaba que estaba cansado, pero nunca dejó de sacar tiempo para el teatro y los filmes. Recientemente confesó que algunas de sus más recientes apariciones cinematográficas respondían a la necesidad de pagar sus cuentas.
No obstante la fama y el respeto, no era un hombre millonario. Es más, se podría decir que el circuito de fanáticos (fuera de Argentina y España, claro) palpitaba en los cineclubes o en pequeños grupos de amantes de la cinematografía iberoamericana.
Luppi ostenta un legado sólido que se forjó en un principio con trabajos en el cine como El romance de Aniceto y la Francisca (1967), bajo la dirección de Leonardo Favio, con la que llamó la atención de la crítica argentina al protagonizar un triángulo amoroso junto a las actrices Elsa Daniel y María Vaner, quienes representaban la pureza y la fuerza sexual, en una narración en la que quedaba claro que Aniceto no podía quedarse ‘con el pan y con el queso’ y que ese paso emocional tiene sus consecuencias.
Desde ese momento se agarró a ese universo del cine, aunque nunca dejó de ser ese ser humano complejo fuera de las cámaras que explotaba ante la azarosa banalidad de su nuevo espacio de trabajo y que nunca se guardó críticas y hasta insultos a esos medios que explotaban el chisme.
Tampoco tuvo miedo de desmitificar a ‘símbolos sagrados’ del cine de su país; como en el 2013, cuando tachó de “pelotudo” a su colega Ricardo Darín, uno de los actores argentinos más famosos y queridos en todo el mundo. No fue una pelea de egos, ni celos profesionales, sino un asunto relacionado con la política.
Nuestro (Lawrence) Olivier, nuestro Daniel Day Lewis, nuestro genio, mi amigo querido. Hombre bueno y leal. Adiós Federico
Sin embargo, y a pesar de una polémica vida privada en la que tampoco faltaron acusaciones de violencia intrafamiliar y divorcios, era imposible dejar de quitarse el sombrero ante su trabajo en el cine. Es posible que fuera un hombre de pocos amigos, pero los que tuvo fueron esenciales en su reconocimiento internacional como intérprete.
Precisamente, uno de ellos fue el realizador Adolfo Aristarain, con quien trabajó en películas como Tiempo de revancha (1981), Un lugar en el mundo (1992), Lugares comunes (2002) y Martín (Hache) (1997); esta última, una de las películas más recordadas de esa dupla.
“Una película tensa, intensa y espectacularmente lúcida. Federico Luppi ejerce de nuevo aquí todo su magisterio interpretativo”, escribió en su momento Oti Rodríguez Marchante, en el diario ABC de España.
Esa producción, señala la crítica, fue una de las más importantes de su carrera en los terrenos del drama familiar.
“Federico Luppi se ha ido. Nuestro (Lawrence) Olivier, nuestro Daniel Day Lewis, nuestro genio, mi amigo querido. Hombre bueno y leal. Adiós Federico”, escribió el realizador mexicano Guillermo del Toro en su cuenta de Twitter, al conocer la noticia de su deceso.
Y es que entre los seguidores del cine fantástico y de terror, Luppi también dejó una huella profunda, precisamente de la mano de Del Toro, con el que trabajó en los filmes Cronos, El espinazo del diablo y El laberinto del fauno: producciones en las que vampiros, monstruos y fantasmas midieron poderes con la cuota de humanidad que aportó el argentino en su momento.
Es posible que Luppi encaje perfectamente en ese extraño grupo de actores que al decir su nombre no generan una reacción inmediata, pero que cuando aparecen en escena en una foto en la pantalla de cine, un suspiro de alivio sea la respuesta más obvia al reconocer ese rostro arrugado y serio que, sin mucho aspaviento, se ganó su título de ícono del cine iberoamericano y figura “imprescindible del cine argentino”, como lo llamó Javier Ángulo, el director de la Semana Internacional de Cine de Valladollid, quien tuvo que mover a última hora parte de su agenda de este sábado para un reconocimiento póstumo.
ANDRÉS HOYOS VARGAS
Cultura y Entretenimiento
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