La intersubjetividad es cosa seria. Dos personas que viven una misma experiencia suelen tener dos visiones distintas de ella, y esas perspectivas disímiles pueden dar lugar a toda clase de problemas. Por eso es tan delicada la decisión de elegir un solo punto de vista para contar una historia: si bien es un recurso narrativo conveniente, conlleva el riesgo de sobresimplificar el pedazo de vida que se quiere abordar.
No son muchas las películas que aceptan el reto de mostrar dos visiones de un mismo hecho (o cuatro, como la legendaria Rashomon, de Akira Kurosawa).
'Las estrellas de cine nunca mueren' se le mide a ese desafío, y al hacerlo eleva la estatura de una historia que de otra manera habría sido bastante corriente.
Annette Bening representa a una veterana estrella de Hollywood que conoció mejores tiempos. Durante una estadía en Inglaterra conoce a un joven actor, con quien tiene un romance tan apasionado como agridulce, a tal punto que el espectador no puede dejar de preguntarse: ¿esta mujer es un encanto o una arpía? Cuando uno está a punto de tomar partido por la segunda opción, la historia se desdobla y nos abre la puerta a un conflicto conmovedor.
Esto no pasaría de ser un simple truco narrativo, de no ser por la inmensa dosis de humanidad que transmiten los protagonistas.
Annette Bening está magnífica en su rol de estrella en decadencia, y hasta sus excesos cobran sentido cuando el enigma se devela. Pero los aplausos se los lleva Jamie Bell, el entrañable Billy Elliot de antaño, quien debería aparecer con más frecuencia en nuestras pantallas con su gran talento.
MAURICIO REINA Crítico de cine En Twitter: @ReinaMauricio