Uno de los aspectos llamativos de la pasada entrega de los premios Óscar fue la ninguneada que le pegaron a Silencio, la más reciente película de Martin Scorsese.
Y es que una sola nominación (a mejor fotografía) parecía muy poca cosa para uno de los proyectos más esperados del gran cineasta estadounidense: una aventura histórica que tardó más de tres décadas en concretar.
La película es una adaptación de la novela homónima sobre las desventuras de dos misioneros portugueses en el Japón feudal del siglo XVII.
Se trata de dos jóvenes jesuitas (Andrew Garfield y Adam Driver) que deciden ir a buscar a un antiguo maestro (Liam Neeson), de quien se dice que abandonó su labor de evangelizar japoneses y optó por negar su propia religión. Los dos sacerdotes no solo encuentran en su viaje una cultura hostil, sino que además verifican los vejámenes a los que son sometidos los misioneros católicos.
Silencio tiene todos los elementos para ser una gran cinta: una trama cautivante, una cultura fascinante, escenarios fastuosos y espléndida fotografía. Pero a pesar de tantas virtudes, más de una vez la película coquetea peligrosamente con el ladrillo.
Las claves del tropiezo están en una narración farragosa y un elenco equivocado. La trama se cuenta a través de lo que dicen tres voces en off, lo que le imprime al filme cierto tono de solemnidad y monotonía que acaba por cansar.
Además, la profundidad que debería tener el protagonista, para lidiar con severos rigores físicos y morales, le queda grande a Andrew Garfield, cuyo personaje confirma por qué la cinta no fue nominada en la categoría de mejor maquillaje y peinado.