Una de las grandes sorpresas de esta temporada previa a los Óscar ha sido El vicepresidente.
Dirigida por Adam McKay, quien se hizo popular por comedias desopilantes como The anchorman, la cinta era considerada hasta hace poco una simple parodia política menor, cuyo atractivo solo residía en la sorprendente transformación física de Christian Bale en el papel protagónico.
Pero ahora que ha recibido ocho nominaciones a los premios de la Academia, entre ellos los de mejor película, director y actor principal, la gente ha empezado a tomársela en serio.
Ahora bien: no es evidente que lo mejor que uno pueda hacer con El vicepresidente sea tomársela en serio. La película ofrece una versión bastante libre y cáustica de la vida del político republicano Dick Cheney, desde que era un estudiante mediocre y borracho hasta que llegó a convertirse en el vicepresidente más poderoso que ha tenido Estados Unidos.
Para ascender en esa meteórica carrera, el personaje hace alarde de mentiras y falsedades tan grandes como la hipótesis de las armas de destrucción masiva de Sadam Hussein que justificó la invasión a Irak.
Hay dos maneras de ver El vicepresidente. Quien quiera verla como una lección de historia, encontrará decenas de exageraciones e imprecisiones, empezando por aquella de atribuir tamaños episodios políticos a los zarpazos de una personalidad ambiciosa.
Entre tanto, quien quiera dejarles el rigor histórico a los libros y opte por entregarse a gozar disfrutará de una fantástica sátira política que se sobrepone a sus propia falta de sutileza, y entretiene a mares con momentos memorables como la representación que hace Sam Rockwell de George W. Bush: sencillamente sublime.