Las cintas amarillas señalan el peligro; no pase, no se acerque, mantenga la distancia. En las calles de Bogotá, las cintas amarillas, por lo general, rodean nuestras emblemáticas ruinas urbanas: huecos infames, alcantarillas sin tapa y edificios abandonados, o la frontera entre nosotros –un público invisible– y la escena de un crimen atroz.
Beatriz González tenía en la cabeza las cintas amarillas que rodeaban su obra Auras anónimas en los columbarios del cementerio Central; durante varios años su obra –con las siluetas de los cargadores de muertos en cada tumba– estuvo penando por una posible demolición o por una desastrosa caída por desidia. En un día cualquiera, mientras revisaba sus archivos, vio algo nuevo en la foto de los cargadores de cadáveres que encontró, justamente, en las páginas de EL TIEMPO: una cinta amarilla en el fondo. Y encontró otro camino para continuar gritando visualmente nuestras desgracias.
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Vio una nueva pieza, un nuevo mensaje. Habló con sus asistentes y tras varios intentos de conseguir la cinta perfecta y resolver los problemas técnicos de impresión logró, por fin, una obra novedosa, sólida y terrible.
La muestra en la Galería Casas Riegner –que lleva justamente ese título: Cinta amarilla– hace que la cinta se estire por todos sus rincones como un recordatorio de un país en zona de peligro; hay varios dibujos y pinturas donde la cinta también es protagonista, pero su momento más tenso es la cinta que impide el paso a una escena impresa en tamaño real de los restos de un bar en la masacre por parte de los paramilitares en Naya, Cauca. Lo más impresionante y sobrecogedor de la escena es que la maestra también incorporó en la sala de exposiciones unos butacos intervenidos por ella –con la imagen de una mujer con las rodillas y los codos en el piso– para hacerlos parte de la obra. Y esos butacos también están en la foto. La muestra se queda adentro. Ver una cinta en la calle será una experiencia diferente todos los días.

La obra de Jaime Tarazona explora el paisaje a través de la abstracción.
cortesía Galería Nueveochenta
La Galería Nueveochenta, por su lado, presenta una poderosa exposición de Jaime Tarazona en la que el artista reflexiona sobre el paisaje y la belleza.
Tarazona había realizado una serie de fotos sobre aves que –tiempo después– lo habían llevado a otro tipo de visiones; cada vez que atrapaba a un pájaro con su cámara, el paisaje que lo enmarcaba quedaba condenado a la abstracción. En una imagen de unos patos alzando vuelo, el agua y la orilla se convertían en líneas de color.
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Esas líneas lo llevaron a la mesa de dibujo, “por lo general”, dice Tarazona, “empiezo a trabajar mis proyectos en el computador, pero esta vez lo dejé a un lado”. No solo empezó a dibujar y a revisar sus fotografías, sino que empezó una juiciosa investigación sobre los artistas que, antes que él, habían trabajado la abstracción y la horizontalidad del paisaje.
Compró varios libros de Richter, Carlos Rojas, Kenneth Noland, Sean Scully y Rothko. Y siguió dibujando.
Los dibujos les dieron paso a los lienzos y a los acrílicos y todo ese conjunto –luego de varios meses de trabajo– se encadena de manera maravillosa en la exposición. La primera imagen, una vez se entra en el espacio de la galería, es totalmente reveladora. Es un cuadro que guarda varias líneas de verdes que vibran de forma natural por la luz de la ventana que tiene al lado.El cuadro ofrece un paisaje colombiano perfecto. La obra reúne todos los verdes con los que crecimos y vivimos nuestro día a día. Es ver un jardín por una ventana, los cerros bogotanos, los verdes de una calle llena de árboles, un paisaje desde una montaña, desde un avión.
El primer piso combina los verdes con los azules del mar y los atardeceres naranjas. En una pared hay un delicioso tríptico de mar. En la segunda parte de la muestra hay dos paredes llenas de dibujos en una absoluta simetría. Los lienzos muestran nuevos colores; hay otro verde fantástico, pero hay uno con un rojo dominante que, sin duda, es otra de las piezas que merecen estar en un museo.
En el texto de presentación de la muestra se habla constantemente de la belleza. Y es real: es imposible no tener una sonrisa en la cara después de ver sus cuadros.
FERNANDO GÓMEZ ECHEVERRI
EDITOR DE CULTURA DE EL TIEMPO
@LaFeriaDelArte