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Arte y Teatro

Entrevista con Doris Salcedo: Réquiem por las vidas perdidas

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Salcedo y María Belén Sáez de Ibarra presentan una acción plástica por las víctimas de las marchas.

En 1985, tras regresar al país después de hacer una especialización en escultura en NY University, Doris Salcedo trabajaba en el Departamento de Educación de la Biblioteca Luis Ángel Arango. El 5 de noviembre de ese año terrible oyó disparos y ráfagas de fusil. Salió de su oficina. Caminó tan rápido como pudo las pocas cuadras que separan la biblioteca de la plaza de Bolívar y se encontró con el horror del Palacio de Justicia.
“Nací en 1958 y vi violencia toda mi vida”, dice. El conjunto de su obra es un poderoso exorcismo contra esa violencia, desde sus Atrabiliarios, una obra de los años noventa en la que incrustaba en la pared los zapatos de los desaparecidos y los encerraba con una membrana de vejiga de vaca que cosía con hilo quirúrgico, hasta el espacio Fragmentos, el epílogo poético y artístico del proceso de paz.
Fragmentos  fue el resultado de la fundición de 37 toneladas de armas de las Farc que se convirtieron en el piso del espacio. Las personas que martillaron cada baldosa fueron veinte mujeres víctimas de la violencia sexual de la guerrilla. Salcedo siempre habla de obras colectivas. Sus piezas y sus acciones nacen de un trabajo en conjunto.
En 2019 presentó en la plaza de Bolívar la obra Quebrantos: 165 nombres de líderes sociales asesinados escritos con vidrios rotos. En el Palacio de Cristal, en Madrid, presentó Palimpsesto, un piso misterioso en el que aparecían escritos con letras de agua los nombres de los inmigrantes muertos en las pateras del Mediterráneo.
En esa misma línea, Fragmentos presenta ahora una acción que nos conecta con el momento. “Cuando Doris me llamó, supe que era para algo que había que hacerse de inmediato”, dice la curadora María Belén Sáez de Ibarra.
Vidas robadas es un golpe en el estómago. Salcedo y Sáez de Ibarra empezaron un nuevo trabajo colectivo; se unieron con el medio independiente Cuestión Pública, estudiaron los testimonios de las familias de las víctimas que han muerto en las protestas civiles en los últimos tres años; hablaron con la Defensoría del Pueblo, la ONG Temblores y Human Rights Watch, entre otras fuentes de información.
Salcedo, en compañía de María Belén Sáez de Ibarra. Trabajaron en equipo en la presentación de 'Vidas robadas'.

Salcedo, en compañía de María Belén Sáez de Ibarra. Trabajaron en equipo en la presentación de 'Vidas robadas'.

Foto:Andrea Moreno. EL TIEMPO

En el espacio están las caras de 74 víctimas fatales. La mayoría con cara de niños. Tienen en su mirada el fuego de la juventud y la felicidad de estar vivos. Y hay policías y una mujer de 73 años, Jovita Osorio, que murió de un paro cardiorrespiratorio en Cali por los gases del Esmad que inundaron su casa. Son 74 historias escritas debajo de cada rostro. “El nombre hace referencia a una vida plena, completa, que debería ser vivida”, dice Salcedo. “En el momento en que esa vida se destruye violentamente, terminamos un mundo. Es el fin de ese mundo que hacía de ese ser algo especial, único e irrepetible”.
Daniel Alejandro Zapata
20 años.
Fallecido el 10 de mayo de 2021, Bogotá.
Resultó herido en las manifestaciones del 1.º de mayo en Banderas, Bogotá. Presuntamente murió por un artefacto lanzado por el Esmad. Estuvo cinco días en UCI en Eusalud Clínica Mandalay en un coma inducido. De acuerdo con la alcaldesa, Claudia López, Daniel no había sido reportado como víctima en el marco de las protestas hasta su fallecimiento.
Salcedo y Sáez de Ibarra buscaron las fotos en que las víctimas estaban sonriendo para mostrarlos en la plenitud de su vida.

Salcedo y Sáez de Ibarra buscaron las fotos en que las víctimas estaban sonriendo para mostrarlos en la plenitud de su vida.

Foto:Andrea Moreno. EL TIEMPO

“No están todos”, dice Salcedo y señala un espacio en blanco en el que no hay fotos porque solo están reportados como desaparecidos.
“Tampoco están los que han perdido los ojos o las víctimas de la violencia sexual. Esperamos que la gente pueda recordar cada rostro, cada nombre; ojalá que el público que venga encuentre en su alma la empatía necesaria para que le duelan estas muertes. En ese momento podríamos pensar en parar la violencia. Antes no. Es imposible. Ellos no son una cifra. Y hay que honrar esas vidas”.
La exposición está acompañada de un poema del polaco Ósip Mandelshtam y el próximo martes se interpretará el Réquiem IV Lacrimosa, de György Ligeti, por 35 músicos de la Orquesta de Cámara de la Universidad Nacional y las voces de la mezzosoprano Valeria Bibliowicz y la soprano María Paula Gómez.
¿Su obra tuvo siempre esta visión social y política?
El artista no tiene tanta libertad creativa. Está condicionado por su entorno. Nací en el 58 y vi violencia toda mi vida, violencia política. Me forjé en esa violencia. Tenía la influencia de Joseph Beuys y las obras que había visto en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Siempre tuve una mirada política del arte.
¿Qué la marcó?
Yo trabajaba en el Banco de la República y fui testigo de los hechos del Palacio de Justicia. Escuché los balazos, los disparos. Y cuando hice lo que me toma ir de la Bibilioteca Luis Angel Arango al Palacio de Justicia ya estaban ahí los tanques de guerra. En la medida de lo posible presencié esa guerra brutal durante el tiempo que se me permitió estar cerca. 
Desde sus primeras obras, como los Atrabiliarios, se empieza a marcar una relación directa con las víctimas…
Todas mis obras tienen un inicio. En la base de cada una hay un testimonio. En ese momento, en los años 90, el abogado Eduardo Umaña tuvo la generosidad de llevarme paso a paso por lo que era la desaparición forzada; cómo era ese crimen terrible y cómo tenía connotaciones aun peores en las mujeres víctimas.
Él me explicó el crimen de Nydia Érika Bautista, una guerrillera del M-19 que había venido a Bogotá a la primera comunión de su hijo y fue desaparecida después de la fiesta. Él hizo el seguimiento completo hasta que un sepulturero confesó dónde estaba. En ese momento no había exámenes de ADN y las personas eran reconocidas por sus zapatos. Nydia fue reconocida por la ropa que usaba.
Ese fue el punto de partida, pero la obra es colectiva. No decidí tomar un tema y hacerlo. No. Está la experiencia de Nydia, la de la familia buscándola, y está la de ese valiente abogado que pagó con su vida este tipo de investigaciones. Fue asesinado. Es lo mismo que hacemos hoy en Fragmentos: un esfuerzo colectivo. Es la investigación de Cuestión Pública, el esfuerzo de María Belén, el trabajo del equipo de Fragmentos, de las familias, han entregado fotos de sus seres queridos. Siempre hay un ejercicio participativo en todas las obras.
Pero en ese proceso creativo, ¿cuándo se convierten esos zapatos en una obra?
Es una pregunta difícil. No es un proceso del todo racional. Se hace una investigación. Me interesa mucho la memoria de la víctima, pero también el pensamiento del perpetrador. Cómo piensa el asesino. Por poner un ejemplo, la masacre de El Aro fue pensada por alguien, fue patrocinada por alguien. Alguien pagó para transportar los paramilitares a ese sitio. Alguien planeó la compra de las armas.
Las masacres o los asesinatos, ya sea del mismo Eduardo Umaña o de Jesús María Valle, cualquiera de esos asesinatos, han sido planeados. Yo tengo que hacer una investigación para tratar de comprender el pensamiento del perpetrador. Si no lo hacemos, estos actos quedan como si fueran impensables, como si fuera una violencia irracional. Y no. La violencia tiene un propósito, tiene una finalidad, es planeada y por lo tanto es racional. En ese proceso aparecen los materiales, como los zapatos en este caso, que hacen referencia al ser que los utilizó, a la vida perdida. Es un rito funerario. La obra busca estructurar una poética del duelo.
En otra de sus obras, La casa viuda, toma los restos de hogares abandonados y los transforma, ¿cómo fue el proceso en ese caso?
Viajé por toda Colombia. Y de nuevo no lo hice sola. Fue una obra participativa. Monseñor Duarte Cancino, también asesinado, me llevó a visitar estos pueblos fantasmas en el Urabá antioqueño a comienzos de los noventa. Tengo un recuerdo clarísimo de cada obra, de cada víctima, de cada espacio y de cada testimonio, porque cada uno de estos hechos marca mi vida.
Es el mismo itinerario que ha vivido la sociedad colombiana. Cuando abres el periódico y encuentras la masacre en la finca bananera Honduras, la de La Negra, la de Segovia, tantas masacres, es el mismo periplo que ha hecho una persona de mi generación. Tal vez físicamente yo voy a los lugares, pero todos hemos pasado por ahí. Todos hemos leído esas noticias, como leemos la noticia de los asesinatos hoy.
Otra de sus obras más impresionantes es Unland: mesas unidas por cabello humano…
En esa época yo entrevistaba niños que habían sido testigos de los asesinatos de sus padres, también en el Urabá, y lo que se veía era el desperdicio de vidas, igual que lo que estamos viviendo hoy: un desperdicio de vidas innecesario. Yo pensaba: ¿qué acción hacer? Coser una mesa con pelo podía ser tan absurdo, tan difícil, un desperdicio de energía tan absurdo como la muerte. Estas personas eran tan pobres que no tenían nada más: de pronto una mesa y su propio cuerpo, la vulnerabilidad de su propio cuerpo. Y empecé a tejer esas piezas, coser en madera. Un gesto absurdo, pero absurdo es matar seres humanos. Absurdo es tener que presenciar el asesinato de sus padres.
¿En qué momento pasa de esas piezas íntimas a la monumentalidad de Shibboleth en la Tate?
Hay dos momentos. Uno es cuando asesinan a Jaime Garzón, en el que sentí la necesidad de hacer un homenaje público, porque lo mataron en la calle y nos estaba doliendo a todos. Era un duelo colectivo y me llevó a hacer una primera intervención en espacio público.
Pero la intervención más grande es producto de la censura. Tengo que estar muy agradecida al censor por haberme censurado. Yo quería hacer una obra sobre el Palacio de Justicia y la obra fue censurada en 1995. De manera muy agresiva y violenta se me prohibió hacerla.
En 2002 la hice sobre la fachada del Palacio de Justicia. Fuera de un museo porque no me lo habían permitido. Tuve que hacerla con objetos comprados porque los que quedaron del Palacio me prohibieron usarlos. Me lanzaron a la calle. La institución me obligó y estoy agradecidísima porque me enseñó a usar el espacio público. Me permitió reinventarme como artista, y es tal vez el momento más importante de mi carrera.

Y empecé a tejer esas piezas, coser en madera. Un gesto absurdo, pero absurdo es matar seres humanos. Absurdo es tener que presenciar el asesinato de sus padres.

El presidente Duque hizo una reunión con líderes políticos y religiosos en Fragmentos y tapó las obras de Francis Alyïs con cortinas. Usted reaccionó inmediatamente...
En este momento hay una toma completa del poder por parte del Gobierno. Este es un espacio que ellos ven como que les pertenece. Y así lo han dicho: es un bien público y le dimos uso a un bien público. Pero la propiedad intelectual no es de ellos. Esta es una obra de arte. No es un bien público cualquiera. Ninguna obra de arte puede ser invadida. En los momentos de la historia en que los gobiernos se toman las obras –como los nazis, que se tomaron las exposiciones del ‘arte degenerado’– y la democracia está completamente derrotada, vienen tiempos muy aciagos.
¿La afecta emocionalmente su obra?
Claro que afecta. El dolor duele. Pensar que el dolor no duele es absurdo. Pero lo que nos falta en Colombia es que nos duela más. No hay terapia. El dolor duele todos los días, en todo momento; hay días en que uno no puede más con su alma. Pero lo que me pasa como individuo es insignificante en comparación con lo que están viviendo las madres de Santiago, de Kevin, de cualquiera de estos muchachos. Tenemos que darles el espacio a ellos, ver lo que están viviendo: el valor de sus vidas.
FERNANDO GÓMEZ ECHEVERRY
EDITOR DE CULTURA
@Laferiadelarte
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