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Arte y Teatro

‘No me llena la vida estereotipada del bailarín’: Ludmila Pagliero

La argentina Ludmila Pagliero empezó a bailar danza clásica a los ocho años en una institución en Buenos Aires.

La argentina Ludmila Pagliero empezó a bailar danza clásica a los ocho años en una institución en Buenos Aires.

Foto:Cortesía La Nación (Argentina) - GDA

Esta argentina fue premiada en el 2017 con un Benois de la Danse, el 'premio Óscar' de la danza.

¿Qué es un buen bailarín? y ¿cuál es el mejor bailarín? Ludmila Pagliero (Buenos Aires, 1983) se toma unos segundos para pensarlo, no porque dude de la respuesta, sino porque tiene esa calma tan poco argentina en el hablar. Como si se tratara del espejito de Blancanieves, a mediados de 2017, un jurado reunido en el Bolshói de Moscú (Rusia) la avaló como la mejor del reino: le otorgaron el Benois de la Danse, premio que en el arte de la danza clásica es el equivalente a un Óscar.
Asegura que disfruta del reencuentro con su país, el que dejó en el fervor quinceañero para lanzarse a una carrera que la llevó hasta una cumbre verdaderamente insospechada. Porque hay que recordar que, más allá del talento de siempre, su caso es único en los tres siglos de historia del tradicional Ballet de la Ópera de París: nunca antes una latinoamericana había sido ungida ‘étoile’ (primera bailarina) de esa prestigiosa compañía, un logro que consiguió en marzo de 2012.
Del fondo de la taza de café, Pagliero saca entonces su definición: “Un buen bailarín es uno con mucha pasión; una pasión que lo lleva a entregarse en la búsqueda de mejorar y descubrir cosas nuevas siempre, incluso en obras que ya bailó cincuenta veces y que sigue haciéndolas con la energía y las ganas de la primera vez. Se necesita pasión como en la vida. Eso me gusta ver de un buen artista, no una estética ni una técnica”.
Para hablar de los mejores, toma el caso de la ucraniana Ulyana Lopatkina (del Mariinsky, de San Petersburgo). “Entra al escenario y, con su forma de moverse te lleva a un mundo desconocido, al suyo. Tiene mística. Es impresionante. Lo que más recuerdo en ‘El lago de los cisnes’ es su mirada, más que sus brazos y sus piernas. La transformación del blanco al negro. El mejor bailarín es ese que no sabes de dónde salió, o si es un extraterrestre, porque no puede ser que viva aquí”.
‘Other Dances’, la obra de Jerome Robbins que le valió el famoso premio, le dio a Pagliero esa libertad de ser uno mismo sin artificios. “No tengo miedo de dejar fluir esa locura, la inventiva y la emoción. Si en el momento de adrenalina, de salir al escenario, me encuadro en lo que hay que hacer, me limito. Entonces: pase lo que pase, hasta si me caigo, voy a dejar que fluya esa locura que me nutre de emociones. No sé si yo formo parte del grupo de ‘los extraterrestres’, pero me insto a seguir ese camino de libertad, de hacer cosas que no había previsto”.

Disfruta del reencuentro con su país, el que dejó en el fervor quinceañero para lanzarse a una carrera que la llevó hasta una cumbre verdaderamente insospechada

Solamente en un nivel tan alto de perfección técnica es como un bailarín se puede despreocupar de ella.
Por supuesto, lleva mucho trabajo. Ahora puedo hacerlo. A los 20 años no pensaba así, no era mi prioridad ni mi posibilidad. Pero en la medida en que uno va madurando entiende que lo que te sostiene en una obra de más de dos horas, con el cansancio físico y todo lo que conlleva, no es levantar la pierna diez centímetros más o hacer una pirueta más. Claro, si viene la pirueta, uno la hará contento, pero no es la finalidad del espectáculo.
Está en la cima de la danza, pero todavía le falta casi una década para el retiro. ¿Qué ve en el horizonte para seguir creciendo?
De a poco voy pidiendo o conversando con la dirección de la Ópera de París sobre la gente con la que me gustaría trabajar y las obras que quisiera bailar. Obviamente, están los grandes ‘ballets’, pero siento ganas de experimentar, de ser parte de creaciones nuevas y de descubrir coreógrafos actuales. Desde que me nombraron ‘étoile’, en 2012, y por los dos primeros años, fueron todas novedades; ahora ya puedo empezar a proponer más qué hacer. Sé hacia dónde voy en una década: paso mucho tiempo preguntando e investigando sobre cuánto se necesita para montar un ‘Lago’, por dónde se empieza, cuántas chicas se necesitan.
¿Ya se ve dirigiendo una compañía?
Me encanta entender. Aprender la receta de la torta: hay una lista de ingredientes y un tiempo de cocción. Todo eso me interesa. Tener 40 personas adelante; eso no se inventa, no se puede improvisar. Darle a un grupo una homogeneidad y un alma no es fácil. Hay que saber comunicarse, no es solamente lindas líneas, lindos pies, y todos iguales. Ese es uno de los trabajos más interesantes y difíciles que veo. Entonces pregunto, me paso horas. Ya le dije a mi maestra que quiero fotocopias de todas esas carpetas en las que guardan las anotaciones de los repositores que vinieron por años a enseñar las obras en la Ópera de París. Son cuadernos que valen oro.
Viendo su carrera completa, al principio era mucho más intuición que reflexión; ¿con la madurez la cuota se dio vuelta?
Sí, puede ser. Pero soy Libra: una balanza que va tomando pesos, y entre esos dos puntos muy importantes que siempre estuvieron en mi vida, a veces se va mucho para un lado y hay que volver a equilibrarla. Con la madurez la intuición pierde peso, es verdad. Por cómo sucedieron las cosas, llegué a un lugar donde tuve que aprender a adaptarme con arrojo y mucho ojo, porque uno no entra en un mundo desconocido como si no lo fuera; con mucho respeto, tuve que observar a la gente de frente para encontrar mi lugar. Pero muchas veces es el corazón el que manda y no la reflexión. Eso lo aprendí con la madurez.
¿Cómo ve la vida más allá de su pie? ¿Qué cosas le importan?
Cuando era más joven tenía menos conciencia del cuidado de mí misma y del exterior: más lejos de mi pie. Con el tiempo llegué a tener conciencia. Fumé más de 15 años y recién dejé de un día para el otro porque me di cuenta del daño que me estaba haciendo y que estaba haciendo afuera. Las colillas de cigarrillo son el tercer elemento más contaminante para el planeta. Tuve que llegar a los 33 años para darme cuenta. Ahora mi droga, mi obsesión, es cambiar. Empecé con un proyecto de no utilizar plásticos, no compro botellas; estoy haciendo pequeñas cosas, reciclaje; tratando de limpiarme, acomodarme y reorganizarme, de no comer carne, de hacer todo lo que pueda ser bueno y sano para mí y para el mundo.
Más allá de la carrera del bailarín que tiene implícita un grado de soledad, la mayoría de las cosas que le interesan fuera de la danza, como la montaña y el paisajismo, también son solitarias.
Sí, viajo sola, por ejemplo, y me gusta exponerme al mundo desconocido y ver qué es lo que encuentro en el camino. La gente. Quizá me molestaba hace un tiempo la soledad que se desprende del desarraigo, que me costó manejar, y hoy, ya sin esa angustia, la disfruto de otra manera. Antes era una soledad impuesta, ahora es electiva.

Una vez más vuelvo a la locura: a mí me gusta la gente que toma riesgos, que disfruta de la vida tanto como de la danza

¿Qué la estimula y qué le da miedo?
Me estimula la aventura y me da muchísimo miedo la rutina.
Suena un poco paradójico: para un bailarín la rutina pareciera ser una parte importante.
Sí, pero nunca es lo mismo, porque todos los días los pasos no salen igual ni el cuerpo te duele de la misma forma. Me refiero al miedo a que la rutina te haga perder la pasión por las cosas. A mí me gustan mucho las plantas, y para cuidarlas tengo que tener una rutina: trabajar la tierra, darles agua, pero está ese momento en que se abre y sale la flor. Está la rutina y está la magia.
¿Qué hecho marcó su vida?
El día de la nominación a ‘étoile’ en la Ópera me marcó. La verdad es que si no me hubiesen propuesto un contrato en Chile cuando tenía 16 años –en el Ballet del Municipal de Santiago, que dirigía Ricardo Bustamante–, habría dejado la danza y no habría hecho todo lo que he hecho hasta ahora. Hubiera tenido una vida completamente diferente porque estaba a punto de dejar todo; no veía posibilidades ni camino, veía una pared.
De hecho, el año pasado volvió a Chile a bailar.
Es la rueda que gira; no había vuelto a Chile a bailar desde que era joven. Me generó una emoción especial esta gira, que pasaba por las mismas rutas que tomé hace muchos años y conozco muy bien, y me reencuentra con lugares y amigos. Fue la posibilidad de cerrar el círculo y también de sanar situaciones, porque me fui muy rápido, casi sin tiempo de despedirme. Volví a recorrer el camino de otra forma.
En los últimos años ha vuelto a Argentina, su país natal, varias veces. ¿Está reconstruyendo el vínculo con su país?
Sí, va arrancando algo. La ansiedad se va calmando, tomo el tiempo de encontrarme con la gente, crear nuevos lazos, reconectarme con mi argentinidad en expresiones, aunque mi acento sea un poco raro. Creo vínculos que no pude crear cuando era niña; mis lazos eran las compañeritas de la escuela. En este momento mi vida es muy linda.
Su forma de mostrarse no está muy relacionada con el estereotipo del bailarín que no levanta la mirada de su zapatilla, de la exigencia física, el sacrificio, la competencia. ¿Avala o refuta ese cliché?
No lo elijo para mi vida y no soy la excepción. Una vez más vuelvo a la locura: a mí me gusta la gente que toma riesgos, que disfruta de la vida tanto como de la danza. Que puede hacer los tres actos de ‘La bella durmiente’ y a la noche está saltando en la discoteca, pero que a la mañana siguiente está en la clase igual. Me gusta vivir de forma intensa. No me llena humanamente la vida estereotipada del bailarín; más bien me hace sentir vacía, condicionada a una sola cosa, con un nivel intelectual bajo. Yo estoy pensando en el ‘ballet’ y trabajando mucho, pero si no tengo tiempo de estar yendo a lugares, salgo mucho a través de la lectura, me instruyo. Leer me saca de ese mundo y me nutre por dentro.
CONSTANZA BERTOLINI
LA NACIÓN (Argentina) - GDA
En Twitter: @LANACION
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