"Un minuto, que estoy haciendo cuentas”, me dice el Papas. Sus gafas quedan suspendidas en la punta de su nariz y su lapicero se frena en su libreta de cuentas; “vaya mirando”, me dice y hace un movimiento con la cabeza que abarca todo el depósito. En su tienda solo hay papas criollas, sabaneras, pastusas, papas R12, básculas, papas con tierra y otras con la cáscara impecable. Hay un tablero con los precios de cada una: 100.000 pesos, papa, y ocho millones, el bulto. Tiene una papa en el escritorio y me la tira para que la agarre en el aire: “Estas son de la última cosecha”. No la puedo atrapar y la papa rebota como un cojín o una pelotita de trapo.
Ernesto Restrepo Morillo, el Papas, es una leyenda viva del arte contemporáneo colombiano. Es un mito urbano. Sus papas están en las cocinas y en las salas de los coleccionistas más prestigiosos de Colombia y en las de sus vecinos. El Papas no discrimina. Ha vendido sus cosechas en silencio y sin aspavientos desde hace casi 30 años. Y cada cosecha es un acontecimiento. Porque sus papas son lo más cercano a un milagro: son perfectas.
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Tener una papa del Papas en la mano es un reto; es hiperrealismo en estado puro. Es la escultura ideal. Es una papa lista para pelar y cortar. El Papas reproduce cada imperfección y cada porosidad de las papas que compra en el mercado. Las convierte en esculturas de cerámica o bronce, y solo por eso –por su inalterable condición mineral– no pueden continuar su vida en una olla con agua hirviendo o al lado de una hamburguesa.
El Papas se convirtió en artista y en papero luego de pasar por la Facultad de Arquitectura de la Universidad Bolivariana de Medellín y de convertirse en parte de su primera generación de diseñadores industriales. Sus profesores eran artistas de primer orden, como Hugo Zapata, Adolfo Bernal y Ronny Vayda, y un crítico y galerista excepcional: Alberto Sierra, que le abrió las puertas de La Oficina, uno de los espacios de arte más importantes del país en ese momento.

Varios coleccionistas compran sus papas con una báscula.
Diego Caucayo / EL TIEMPO
En esa época, Restrepo todavía no era el Papas, y en uno de sus primeros ejercicios artísticos decidió reproducir los mangos y las mandarinas que veía tirados en la calle. “Medellín estaba llena de árboles frutales. Hice mis frutas urbanas de cerámica y las dejé en el piso al lado de las que se caían de los árboles. Eran bodegones contemporáneos”. Y llegó 1992. Y, por una serie de eventos afortunados, lo invitaron a participar con una obra de arte en la celebración de los 500 años del descubrimiento. Y su cabeza le dijo que tenía que ver la conquista de otro modo.
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“Las papas”, dice el Papas, “revolucionaron la gastronomía mundial; los europeos sufrieron al comienzo porque no sabían cocinarlas y morían de daño de estómago; los irlandeses sufrieron una de sus peores hambrunas por el monocultivo de papa; los rusos llegaron al vodka por la papa; Luis XVI, en plena Revolución francesa, no le hizo caso a su principal científico, Antoine Batiste Parmentier, y no frenó el hambre con las papas. Y terminó sin cabeza. En Alemania hubo un rey Papa, Federico II, que incentivó el cultivo de la papa hace 300 años”.
El Papas queda sin aliento después de su lección de historia; hablamos de los belgas y las papas a la francesa, de la importancia de las papas en la producción de alcohol y de las papas como base de la Revolución Industrial en el siglo XIX. Y luego volvemos a sus papas.

Papas está sentado en los bultos de su última cosecha artística.
Diego Caucayo / EL TIEMPO
Las papas del Papas tienen la perfección del arte moderno. El Papas ha logrado que su obra tenga la elocuencia y el sello de los grandes maestros. Sus papas son tan reconocibles como las obras abstractas de Ómar Rayo y de Édgar Negret, los gordos y las gordas de Fernando Botero, o los paisajes abstractos de Carlos Rojas; pero su esencia es rabiosamente contemporánea. En algún momento dejó sus otros proyectos solo para hacer papas, porque podía concentrar en ellas todas sus obsesiones sobre el territorio, la globalización y el comercio. Cada año lanza una nueva cosecha y su depósito es parte de la obra. Este año vendió su producción en Espacio El Dorado (cra. 4A n.º 26C-37), donde montó su tienda. “Y saqué estas nuevas papas”, dice. Y me lanza de nuevo una papita de trapo que esta vez puedo atrapar en el aire.
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El Papas ha trabajado sus papas en diferentes materiales. Sus papas de los 500 años del descubrimiento eran de bronce, porque consideró que debían estar hechas del mismo material que las estatuas de los fundadores de las ciudades; más tarde las hizo en yeso y logró una maestría total en la cerámica, donde sus mezclas hacen que parezcan recién sacadas de la tierra por las manos de un campesino boyacense. Un par de años atrás hizo una papa criolla de oro que compró un coleccionista ruso por 130 millones de pesos. “Hace poco quería darle un regalo a la hija de un amigo, Paulo Licuona, y le hice una ‘papa cojín’; estuvo en mi casa y hablamos tanto que se fue sin el regalo. Vi el cojín otra vez y pensé en una idea que me venía rondando hacía rato: que somos una sociedad inmadura. Y una sociedad inmadura necesita juguetes”. Y así nacieron los bultos de papas; son costales llenos de papas de tela que sirven como almohada y como terapia: son papas que se pueden abrazar.
FERNANDO GÓMEZ ECHEVERRI
EDITOR DE CULTURA
@LaFeriaDelArte