El corazón de oro de Cruz María Dimaté se merece un gran agradecimiento.
Originario de Pasca, Cundinamarca, “en 1969 estaba en el páramo arriba de esta población, iba a cazar con su hijo y su perro, y en el interior de una cueva encontró un recipiente de cerámica. Adentro estaba la balsa muisca de oro. No siguió cazando. Llevó todo a su casa”, cuenta Eduardo Londoño Laverde, jefe de la sección de Divulgación Cultural del Museo del Oro de Bogotá.
Dimaté le contó sobre los objetos al sacerdote del municipio, Jaime Hincapié, y este, entendiendo que se trataba de piezas especiales y ceremoniales, habló con sus contactos de Bogotá para acercarse al Museo del Oro.
Y allí está, expuesta, la balsa muisca, símbolo del perfecto trabajo de orfebrería de las comunidades indígenas de Colombia, sentido de riqueza espiritual, de alabanza a la naturaleza, muestra de apoyo y reverencia a los caciques que, como los define Londoño, más allá de ser considerados jefes superiores, eran guías, líderes de las comunidades.
“Es la pieza más compleja que se conoce de los muiscas y describe la ceremonia de El Dorado en la voz misma de estos orfebres, la prueba tangible de las historias que leemos en las crónicas de la conquista”, agrega.
Hace parte de los más de 30.000 objetos que hay en este museo, que este año celebra 80 años. Y que además de figuras en oro, tiene momias, cerámicas y tejidos.
El Museo del Oro “nació cuando el 30 de marzo de 1939, a las directivas del Banco de la República les llega una carta del Ministerio de Educación sugiriéndoles la compra de un jarrón de oro que tenía una coleccionista privada, para que no se exportara”, cuenta Londoño.
Dicha pieza no era otra que el poporo quimbaya, otro de los objetos representativos del museo.
“Esa pieza lleva al Banco a tomar la decisión de crear una colección arqueológica, no un museo todavía como tal. Pero lo interesante es que el poporo no fue el primer objeto que llegó. El Banco, dentro de sus funciones, compraba oro de mina para lingotes y en 1936, en su agencia de Honda, tuvo acceso a pequeñas piezas arqueológicas, como una cuenta de collar quimbaya, narigueras y un pectoral tolima, que considerando su valor histórico no se fundieron. El poporo tiene el número 15 de la colección”, sigue.

Poporo quimbaya, uno de los objetos más bellos del museo.
Héctor Fabio Zamora / EL TIEMPO
Y en momentos en los que el tema del patrimonio arqueológico no era tan importante para los gobiernos o la gente, el Banco de la República adquirió varias colecciones para su preservación.
“Se adquirieron las de la librería El Mensajero, de Bogotá, y la de Leocadio María Arango, que tenía un museo en Medellín con una buena cantidad de piezas. El Banco preserva estos objetos para evitar que sean fundidos o sacados del país, pues en el mundo ya eran apreciados por coleccionistas que sabían de su valía. Luego se propone darlos a conocer, y pronto nace el Museo”. La colección del lugar cuenta entonces nuestra historia pasada que, como dice Londoño, va mucho más allá de la riqueza material.
Se trata de hallazgos de valor indescriptible “que nos representan internacionalmente y nos unen, porque se trata de la más grande y reconocida colección de orfebrería prehispánica del mundo”, afirma.
El edificio del museo en el centro de Bogotá es un lugar que va mucho más allá de la férrea seguridad bancaria que debe tener: es un camino que nos lleva al mundo de los ancestros, a su dedicación al trabajo con el oro, a mantener la simbología indígena de que ese metal, símbolo del sol, es un acto de ofrenda y homenaje a la vida.
Con un inventario grande, especialmente de objetos milenarios pequeños y delicados, el Museo del Oro cuenta con registradores, “que son como notarios, las personas encargadas de saber dónde están las piezas en cada momento, así como los encargados de moverlas para que los arqueólogos las estudien. Son dos personas que siempre deben estar ahí y si una se enferma, pues ese día el investigador o el curador no pueden hacer nada, la seguridad va primero”, afirma.
Los fuertes procedimientos son más que necesarios: no solo se trata de su valor sino de su significado para nuestra identidad de colombianos. “Los lunes, cuando hacemos mantenimiento a las vitrinas, este espacio se siente incompleto”, dice Londoño, que lo prefiere poblado de visitantes, quienes con sus múltiples preguntas y sus caras de asombro son los depositarios de esta historia y quienes salen a la calle a contar lo maravilloso que vieron.
La prevención es otro de los temas importantes del museo. “Nuestros objetos vienen de tumbas y estuvieron enterrados entre 1.000 y 2.000 años, de ahí que la labor de las restauradoras y el plan de salvamento de las colecciones sean de vital importancia para su preservación. Los encargados de este tema mantienen la alerta sobre los posibles puntos de riesgo de incendios y, por ejemplo, nos regañan por tener tantos papeles en la oficina. La tarea preventiva es muy importante, pero en caso de algún hecho que no podamos controlar, hay piezas que tienen prioridad y un equipo de voluntarios que saben qué hacer en cada caso, eso sí, sin arriesgar su vida”, sigue.
Son hallazgos de valor indescriptible que nos representan internacionalmente y nos unen, porque se trata de la más grande y reconocida colección de orfebrería prehispánica del mundo
Todo lo que hay en el Museo del Oro es, según la Constitución de 1991, “de todos los colombianos, estén donde estén. El patrimonio arqueológico es de la nación y la nación somos todos, los de ahora, los del pasado y los que están por nacer. Nadie puede comprar ni vender estos objetos, el que lo haga nos está robando a los demás”.
Londoño sabe que ya hoy los colombianos sienten en su identidad este patrimonio, y lo que más le duele fue el saqueo que hubo, en 1992, cerca a Palmira, Valle, de los objetos de la cultura malagana. “Ese hubiera sido otro museo del oro si ese cementerio se hubiera preservado e investigado por arqueólogos. Aquí tenemos obras maestras, como la flor de granadilla, hecha en oro y piedra azul, con sus pistilos y sus estambres, pero perdimos una gran oportunidad de conocer nuestros orígenes”, agrega.
Visitar el museo nos lleva al pasado, a imaginar los rituales de los indígenas con este metal, a esos momentos en los que un cacique entraba al centro de la laguna de Guatavita cubierto de polvo de oro y arrojaba ofrendas a las aguas.
“Los indígenas de hoy entienden que esto era un pagamento, una ofrenda para pedir permiso por usar la naturaleza y sus bienes. Un homenaje a la vida en la laguna, depositaria del oro, que es como el útero, donde esta nace y se preserva”, dice.
OLGA LUCÍA MARTINEZ ANTE
Redacción Cultura
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