El Ángelus, de Millet, uno de los cuadros más famosos del arte universal, tiene como protagonistas a dos campesinos que dejan de lado sus herramientas de trabajo para elevar una oración al cielo en un atardecer infinito. La obra está en el emblemático Museo de Orsay en París y es uno de sus puntos cardinales. Fue una de las obras fetiche de Salvador Dalí que lo pintó una y otra vez y le dedicó un libro genial.
Beatriz González también cayó bajo su influjo y le dio un giro aterrador: lo pintó de nuevo con su verde esmeralda, un negro funerario y un cielo azul. Solo tres colores para reinterpretarlo y volverlo colombiano. Porque el escenario en el que están los protagonistas de su cuadro es una fosa común.
“La palas, las picas y los azadones, ya no se usan para sembrar, sino para enterrar o desenterrar víctimas”, dice la maestra. Los seis cuadros de la primera sala de su exposición en el Espacio Fragmentos (Cra. 7 # 6b-30) exploran esa contradicción y la llevan al límite. La imagen de un hombre con una pica en el aire se oscurece con ese significado y el del horror de los “falsos positivos”; la imagen de cuatro mujeres desnudas en un lugar que podría ser un paraíso del arte clásico se deforma en la bruma del horror. “Este cuadro”, explica, “nació de una noticia que vi en el Diario del Magdalena: tres prostitutas fueron engañadas por unos paramilitares y las masacraron en el río Manzanares.
Los cuadros están llenos de veladuras; las figuras son simples y brumosas, como el nombre de la exposición: Bruma. “Es la memoria de lo traumático”, dice María Belén Saéz de Ibarra, la curadora de la muestra. “Los colores son la paleta del duelo”.
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El Espacio Fragmentos es, en sí mismo, una obra total. Doris Salcedo construyó el contramonumento en el proceso de paz. El piso es una de las piezas escultóricas más impresionantes del arte contemporáneo colombiano de todos los tiempos: está hecho con 37 toneladas de armas de la guerrilla de las Farc. Cada mosaico fue martillado por mujeres víctimas de la violencia sexual. La sala principal, con sus paredes blancas y sus casi seis metros de altura, son imponentes y aterradores: ofrecen el vacío de la guerra.
El espacio se pensó para que se pudieran hacer exposiciones alrededor del conflicto y la memoria. Hay algo fúnebre, triste y doloroso en cada exposición, pero Beatriz González logró algo que parecía imposible. En la pieza principal no solo logró fundir su obra con la de Doris Salcedo, sino que logró un milagro estético; convirtió el dolor y el horror en algo más.
Beatriz González había logrado otro hito del arte colombiano en el Cementerio Central. Sus Auras anónimas no solo impidieron que el alcalde Peñalosa derribara los columbarios y que las tumbas terminaran convertidas en un patinódromo, sino que se convirtieron en un referente de Bogotá. Son más de 9000 lapidas que tienen estampadas una de las imágenes más fuertes del conflicto: los cargadores de muertos. González tomó imágenes de prensa y las convirtió en serigrafías. Las puso en cada tumba y selló un ciclo. En el año 2000 había visto los columbarios abandonados y destrozados una noche de luna llena. Se imaginó que había almas que habían perdido su lugar en el mundo. Y decidió hacer una obra que contara el duelo y el momento del país y, tras ese instante de iluminación, contó con la ayuda de Doris Salcedo que le presentó el proyecto a la alcaldía de Antanas Mockus.
El lugar —luego de más de una década— se ha convertido en un símbolo. Y recorrerlo tiene la carga emocional de la memoria de un país que ha padecido una guerra sin fin.
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En un comienzo, para la exposición de Fragmentos, hubo una propuesta de llevar las lapidas, pero las condiciones técnicas eran imposibles: había que llevar unas 900 y tenían que ser restauradas una a una. Y tampoco —pensó la maestra— valía la pena moverlas de su lugar; sin embargo, no quería dejar de llevarlas de alguna manera y encontró una solución: pintó las lapidas, la escaneó y las llevó al papel de colgadura. Y el resultado es una obra monumental y descomunal: en total, como las contó su nieta, son 1750 lápidas. Pero el golpe al entrar en la sala es totalmente distinto del que producen las Auras anónimas en el Cementerio Central; no hay dolor, sino asombro: el mismo asombro que se siente al entrar en una catedral.
“La belleza otorga dignidad”, dice Doris Salcedo, “hace que la realidad se sublime y un acto abyecto no puede borrar el valor de las vidas de las víctimas. Las víctimas también tuvieron una vida bella, tuvieron sueños y deseos. El arte propone un horizonte más elevado. Y esta obra rescata el valor de esas vidas”.
La exposición logra una comunión instantánea entre ambas obras. El contramonumento de Doris Salcedo y las Auras de Beatriz González ofrecen un espacio inédito: la experiencia estética es tan extrema y tan abrumadora que resulta difícil moverse del centro de la sala. La obra no produce dolor: solo despierta preguntas, reflexiones; el asombro de que vivamos en una realidad tan compleja. Y al acercarse aparece la bruma: cada imagen de los cargadores está cubierto por una veladura. La bruma del mal recuerdo de vivir en Colombia.
FERNANDO GÓMEZ ECHEVERRI
Editor de Cultura
@Laferiadelarte
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