En el 2012, cuando ya sumaba 92 años a sus espaldas, el fotógrafo cartagenero Nereo López recibió a EL TIEMPO en su apartamento de la avenida Jiménez, en el centro de Bogotá, a propósito de su libro conmemorativo Un contador de historias, de La Silueta Ediciones.
Se acababa de bajar de un vuelo de cinco horas, desde Nueva York (EE. UU.), donde residía, para asistir a la presentación del libro, que incluía una exposición itinerante por todo el país de su legado fotográfico. La nada despreciable cifra de 125.000 negativos, que conforman el Fondo Nereo de la Biblioteca Nacional de Colombia.
Con sus gigantes ojos de azul profundo y haciendo gala de una memoria prodigiosa, López contó cómo transcurrían sus días en la Gran Manzana. De manera sorprendente, para su edad, las horas parecían quedarse cortas para todo lo que su creativa cabeza inventaba.
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Sus pasatiempos preferidos eran congelar con su lente los personajes y lugares más extraños de esa ciudad, asistir al ballet y el béisbol.
Como si fuera un joven curioso que apenas se aventuraba a descubrir el mundo, López contó que en una de las habitaciones de su pequeño apartamento neoyorquino tenía montada una compleja estructura de computadores, con impresora y escáner, para experimentar una nueva idea que el bautizó como “transfografía”.
“Me cuesta trabajo, pero es un desafío conmigo mismo. Me da la madrugada experimentando, y hace poco los médicos me prohibieron que me siguiera desvelando hasta tan tarde”, le contó entonces a EL TIEMPO, al mostrar el ímpetu que ponía en esta nueva etapa, al igual que lo hizo con la fotografía análoga y con todos los proyectos de su vida.
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López fue poseedor de una fuerza vital que lo acompañó desde aquel primero de septiembre de 1920, cuando llegó a este mundo, en la Heroica, hasta el 25 de agosto de 2015, cuando cerró esos mágicos ojos azules en la ‘capital del mundo’.
“Soy dueño, desde los 11 años, de mi destino”, dijo en referencia a cuando quedó huérfano y se lanzó a las calles polvorientas de Cartagena, Barranquilla y Barrancabermeja a montar y dirigir salas de cine, antes de caer maravillado por la magia de la fotografía.
Luego vendrían las aventuras con los amigos del Grupo de Barranquilla, sus históricos registros cuando cayó Rojas Pinilla y sus innumerables viajes por el mundo, como cuando cubrió la entrega, en Estocolomo, del Nobel para su amigo Gabo.
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El tiempo le alcanzó hasta para hacer una fugaz aparición en el cine, cuando hizo el papel de gringo en La langosta azul, “que tiene el mérito de ser –decía– la película más famosa del cine colombiano, pero la peor. Y la única con cuatro directores: Álvaro Cepeda, Gabriel García Márquez, Enrique Grau y el catalán Luis Vicens, que fue su verdadero director”.
Su hija Liza López, médica y científica, no quiso que esta fecha memorable pasara inadvertida y desde Malmö (Suecia), donde reside, envió un emotivo escrito que le hizo llegar a este diario.
“Quiero contarles que Nereo vivió 94 años en una búsqueda permanente e incansable de su propio destino, utilizando el oficio de la fotografía y la reportería gráfica, de la que ha sido uno de sus pioneros. Un largo y quebrado recorrido, en el que si bien es cierto, su retina captaba genialmente imágenes, su magia era crear con esas imágenes historias”, anota.
CARLOS RESTREPO
CULTURA Y ENTRETENIMIENTO@Restrebooks