Tal vez era 2008 o 2009 cuando lo “conocí”. Lo entrecomillo porque nos cruzamos en un chat de esos en los que uno busca de todo menos algo serio. Era como el Tinder o el Grindr de la época.
En aquel entonces no existía Whatsapp y hasta ahora surgía el Blackberry. Nuestras charlas dependían de entrar a Messenger o en su defecto, a la llamada telefónica. Tiempos de antes.
La posibilidad de vernos era escasa porque yo vivía en Bogotá y él estaba en otra ciudad del país. Así, con la tecnología en nuestra contra y sin ninguna pretensión, inició una “conversación” que ya lleva una década.
Los primeros meses nuestro plan fue ese: un diálogo digital o una llamada esporádica. Durante ese tiempo no tuvimos contacto físico, aunque ambos nos imaginábamos muchas cosas para el momento en que la vida nos cruzara en la vida real.
Para 2011 o 2012 él llegó a vivir a Bogotá. Lo supe hasta después de un tiempo. Con entusiasmo, me contó que se había venido a la capital. Mi respuesta aún retumba en mi cabeza: ¡Qué bacano, me alegro!
Nunca pensé en decirle quiero verte o algo similar. Ni preguntarle qué venía a hacer, dónde estaba viviendo, si necesita algo. Nada. No le dije nada. Soy experto en ‘matar el romance’.
No me culpen. En esa época yo estaba enamorado de otro hombre, solo tenía ojos para él y, aunque la gente cree que los gay no somos fieles, en momento no se me ocurría estar con alguien más. Así que sí, le ‘hice la manito arriba’ y no le dije nada más.
Fue solo hasta 2015, cuando ya había terminado mi relación ‘estable’, que volví a tener contacto con ‘mi muchacho digital’. Nuestro chat me hizo despertar muchas cosas. No era amor, pero sentía que algo vibraba en mi corazón solo con ver su nombre en mi celular cuando me llamaba.
Nos escribíamos casi a diario y por fin me atreví a decirle que nos viéramos. Quería conocerlo. Cuadramos la cita y nos fuimos a cine. No sé si les ha pasado, pero casi siempre antes de llegar al encuentro con ese alguien que solo se ha visto en fotos o en videochat, uno empieza a preguntarse cosas como: ¿será que sigue igual? ¿Y si me desencanto? ¿Qué tal que no me atraiga?
Llegué al punto acordado, pero no veía a nadie. Bueno, por lo menos no veía a alguien a quien pudiera identificar como él. Le marqué a su teléfono y me dijo que ya estaba ahí. Yo seguía sin verlo, entonces le di las indicaciones para llegar a mi carro.
Así, con la tecnología en nuestra contra y sin ninguna pretensión, inició una “conversación” que ya lleva una década
De repente alguien empieza a acercarse, no veo bien de lejos, pero entre más se acerca, más empiezo a creer que es él. Lo único que pensé fue: ¡Dios, qué viejo y feo se ve! Por fortuna no era él.
Creo que me reí mucho por dentro y me castigué por fijarme solo en la apariencia. Ese muchacho, "mi muchacho digital", era tal como lo recordaba y no estaba ni viejo ni feo.
Entró al carro y mi primer recuerdo de ese encuentro es que olía delicioso. Fue un momento de leve tensión para ambos y creo que por eso nos saludamos sin saber si darnos la mano, un beso, o un abrazo. Era extraño, optamos por un apretón de manos y empezamos a darle rienda suelta a lo que mejor sabíamos hacer… Charlar.
Hay un momento justo entre la desnudez, el primer roce de las manos, o cuando por fin se está abrazado en la cama, cuando uno se da cuenta si es solo sexo o hay algo más
Tuvimos nuestra cita, tomamos algo, fuimos a ver una película y a mitad de camino de regreso a su casa nos besamos, no una, sino varias veces. Sí, había pasión en esos besos. Eran tal como esos que en 2008 imaginamos y que nos habíamos prometido darnos. Lo deje en la puerta de su casa, no sin antes robarle unos más.
Y ahora, deje ese encanto de lado porque esto no es una historia de amor convencional, ni la de una tusa normal. Es sobre un amor correspondido que no pudo llegar a ser. Han pasado tres años desde esa primera vez que lo vi. Nuestras citas han sido esporádicas, pero intensas. Como si estuviéramos destinados a estar juntos.
Solo hay un problema: él ya comparte su vida con alguien, tiene cosas planificadas, sueños comunes, metas. Y una cobardía obvia y entendible de dejar lo seguro por un romance que es igual de etéreo que nuestros mensajes digitales.
En esta última semana nos hemos vimos dos veces. La primera vez solo fuimos a tomar algo. Claramente nos besamos, incluso creo que con más pasión que en nuestros encuentros de antes, pero esta vez fue diferente. Éramos ojos que se reconocían, palabras que se entendían, amor bonito.
En el segundo encuentro repetimos el rito de la bebida, muchos besos, más extensos, más pasionales y más sentidos.
Hay un momento justo entre la desnudez, el primer roce de las manos, o cuando por fin se está abrazado en la cama, cuando uno se da cuenta si es solo sexo o hay algo más. Lo nuestro no fue hacer el amor, no voy a mentir, pero si un raro entramado de complicidades.
Reconozco que tengo tusa. Porque siento cosas por él, porque me da rabia pensar que no puede ser, porque en las noches quiero recuperar nuestro complot íntimo, esa bomba de sensaciones que tengo con él, aunque solo estemos acostados hablando.
No quiero dañar a nadie. Y sé que muchos dirán que entonces no debí ni besarlo, ni acostarme con él, pero siento que debía pasar.
Qué ambos nos lo debíamos, qué era más fuerte que nosotros, aunque ahora esto me cueste desasosiego y un vacío en el pecho. Aunque no encuentre la respuesta a esa pregunta angustiante que flota una y otra vez en mi cabeza: ¿y si él no estuviera con alguien qué pasaría?
Alguien que sabe esta historia me preguntó que si realmente no había posibilidad de nada. Mi respuesta es un no categórico. Quiero, necesito más que besos para conocerlo. No quiero ser egoísta y destruir una relación para empezar otra. Y entonces debo ser el asesino de mi entusiasmo.
Hola, muchacho digital, aquí está mi lado racional… No nos volveremos a ver.
Eduardo Cortés
¿Tiene una historia de amor curiosa o poco común? Nos interesa conocerla y publicarla en #MensajeDirecto. Escríbala y envíela a los correos cinmor@eltiempo.com y rafqui@eltiempo.com y lo contactaremos. Debe tener un mínimo de extensión de dos hojas y un máximo de cuatro hojas.