El ruido de los obreros que reparan la fachada de la estación de Policía de Mitú para el próximo fin de semana hace que todos adentro deban hablar más fuerte. La conmemoración de los 25 años de la toma más cruenta llevada a cabo por las Farc se realizará en el parque principal, a dos cuadras del lugar donde se centró el ataque; sin embargo, la estación quiere estar en perfectas condiciones para la ocasión.
Una palmera de alrededor de 7 metros de altura se posa imponente en frente del comando. En la parte alta de su tronco se ven los orificios producidos por el impacto de los proyectiles en aquel entonces cuando no alcanzaba un metro.
Desde aquel ataque, Mitú ha crecido en población, en comercio y en turismo. Las marcas aún se pueden palpar en algunas estructuras. De lo que antes fue una vivienda, diagonal a la estación, hoy solo queda el frente de la casa. Adentro, cubierta por la maleza, aún reposa una pequeña caja fuerte que voló desde la sede del Banco Agrario producto de las explosiones de los cilindros.
Algunos postes de energía de los cinco kilómetros cuadrados del área urbana de Mitú también tienen secuelas de los disparos. Pero las marcas no son solo físicas, pues aquel domingo 1 de noviembre de 1998 quedará para siempre en el recuerdo de los mituenses.
En el parque hay una placa conmemorativa con los nombres de los 16 policías que murieron ese día. Jorge Andrés Salamanca Espitia la mira y señala que la placa no fue instalada hace mucho, “tal vez en alguno de los eventos conmemorativos se instaló, no recuerdo cuál”.

El parque principal de la ciudad tiene una pequeña placa en la que están los nombres de las víctimas del ataque.
Juan Diego Buitrago Cano / EL TIEMPO
Jorge Andrés evoca aquella madrugada de domingo. Caminaba hacia la estación de Policía para dar comienzo a sus labores como auxiliar. Tenía 18 años y un mes antes había sido seleccionado para cumplir con su servicio militar en el comando.
“Había mucha neblina –recuerda Jorge Andrés–; casi no se veía nada y yo iba tranquilo porque iba con buen tiempo, de repente escuché que alguien gritó: ‘ahí va uno, ahí va uno’ y mi reacción fue tirarme al suelo. Ahí empezaron a disparar”.
En medio de los disparos, Jorge tuvo tiempo de refugiarse en la casa de un conocido. Allí permaneció unas cuatro horas escuchando las explosiones y los disparos debajo de una cama.
Sus amigos lo ayudaron a cambiarse el uniforme. Una pantaloneta roja, una camiseta blanca y una gorra roja lo iban a ayudar a pasar desapercibido, pues por las calles de Mitú los guerrilleros, lista en mano, iban casa por casa preguntando por los policías.
Una de las casas a las que llegaron primero fue a la de César Augusto Díaz Braga, otro de los auxiliares de Policía que estaba escondido en su habitación.
De repente escuché que alguien gritó: ‘ahí va uno, ahí va uno’ y mi reacción fue tirarme al suelo. Ahí empezaron a disparar
“A mi casa llegaron a las 8 de la mañana –recuerda Díaz–. Cuando preguntaron por mí yo preferí salir porque me daba miedo que les hicieran algo a mis papás. Una guerrillera me puso un arma en la cabeza y me hizo arrodillar, yo pensé que me iban a matar ahí delante de ellos, pero lo que hicieron fue amarrarme y sacarme de la casa”.
En frente de la iglesia, en el parque principal, Jorge Andrés explica cómo fueron puestos de rodillas diferentes ciudadanos, entre ellos los jóvenes auxiliares.
Con lista y fotografías en mano, alias Romaña le preguntaba a cada uno si era Policía, mientras tanto, los guerrilleros le decían a los padres de los jóvenes que les llevaran el uniforme y la dotación que les habían entregado al ser recibidos como auxiliares.
“Yo pensé que no me iban a reconocer –cuenta Jorge Andrés–; pero alguien se acercó a ‘Romaña’ y le dijo que yo era policía. Eso me impresionó mucho, ver a tantos habitantes del pueblo, vecinos de uno, vestidos de guerrillero. El comandante me dijo que no me hiciera matar, por lo que me tocó decir que sí, que estaba prestando el servicio en la Policía”.
En total, unos 20 jóvenes prestaban servicio en esa época. La guerrilla finalmente se llevó a 16 de ellos, ya que el resto logró esconderse entre los humedales que rodean el municipio.
Al caer el día, a César Díaz no se le iba el horrible presentimiento que le decía que lo iban a matar. Hasta que escuchó por un radio que alguien gritaba: “entre más policías vivos, mejor”. Luego vendría el secuestro, el cual estos jóvenes auxiliares tuvieron que resistir por tres años, hasta el 2001, cuando a través de un Intercambio Humanitario lograron su libertad.
El inicio de la toma guerrillera se registró sobre las 4:45 de la madrugada. Los habitantes del municipio señalan que el día anterior se había realizado la celebración del Día de los Niños y solo hasta mucho después se supo que desde esa noche los guerrilleros habían empezado a tomar sus posiciones aprovechando los diferentes eventos que ese día se realizaban.
Nadie los vio, nadie supo que esa noche del 31 de octubre poco a poco los cerca de 2.000 hombres del Bloque Oriental de las Farc se empezaron a camuflar en la oscuridad de Mitú.
Cuando todos regresaban a sus casas, Gentil Novoa, docente del municipio, recuerda que un vecino se le acercó y le preguntó si ya había comprado comida, pues la toma sería esa misma noche.

Víctor Gómez, miembro de la Mesa Municipal de Víctimas, señala que varios guerrilleros de las Farc se ubicaron en el patio de su casa.
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“Todo el mundo sabía que eso pasaría –dice Gentil Novoa–; meses antes de que ocurriera era lo único de lo que se hablaba en el pueblo, pero nadie le prestó atención, ni el mismo Estado”.
Esa misma noche, Víctor Gómez, hoy miembro de la Mesa Municipal de Víctimas, se encontraba exhausto y feliz, pues su hijo, Isaac Gómez, acababa de nacer. Se fue para su casa a cuidar de su hija mayor junto a su mamá y sus hermanos, mientras al lado, en el hospital, su esposa pasaría la noche con su hijo.
“Sí habíamos escuchado las advertencias –recuerda Víctor, que en aquel entonces era diputado–; pero nadie le había prestado atención a eso. Lo que no me termina de asombrar, aún 20 años después, es que gran cantidad de guerrilleros pasaron la noche ahí, en el patio de mi casa”.
Víctor recuerda que sobre las 4:30 de la madrugada su hija le pidió agua. Se levantó, fue a la cocina y regresó a su cama. Trataba de conciliar nuevamente el sueño cuando una ráfaga de disparos sonó en el patio de su casa. La toma había comenzado.
“Cuando empezaron las explosiones –recuerda Víctor– sentimos cómo se estremeció toda la casa. Del susto salté de la cama con mi hija y salimos de la pieza. Ahí vimos que la guerrilla estaba en el patio, entonces volvió a sonar una explosión tan fuerte que las ventanas y las puertas se abrieron. Yo solo pensaba en mi esposa y en mi hijo que estaban ahí al lado, en el hospital. Varias veces me tuvieron que frenar en la casa porque quería ir al patio, saltar el muro y ver cómo se encontraban ellos”.
Pero Víctor no se podía mover. Refugiado en su habitación junto a su mamá, su hija mayor, dos sobrinos y sus dos hermanos solo podían esperar que la vivienda no fuera a colapsar, pues los cilindros que se lanzaban desde su casa y las granadas con las que les respondían desde el comando de la Policía hacían que los niños se levantaran del suelo producto de la onda explosiva.

Según la Cruz Roja, ese día fueron utilizados 200 cilindros contra la estación de Policía.
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Al otro lado, su esposa tenía en brazos a su recién nacido mientras una enfermera y la familiar de uno de los pacientes intentaban protegerla con un colchón.
La situación para esta familia se mantuvo así hasta las 2 de la tarde, cuando, ayudados por miembros de la guerrilla, se pudieron encontrar todos sanos y salvos para refugiarse juntos en la casa de un amigo.
Uno de los momentos más fuertes que recuerda Víctor Gómez es la imagen de los policías, entre los que iban el sargento César Augusto Lasso y el general Luis Erlindo Mendieta, quienes más tiempo estuvieron retenidos por las Farc, caminando en fila amarrados de manos y cuello cuando la guerrilla los había doblegado.“Lasso y Mendieta levantaron la mano como pudieron en señal de saludo –explica el exdiputado –; la soga no los dejaba moverse bien. Me marcó mucho porque yo jugaba basquetball con ellos casi todos los días y verlos así me dolió”.
A 5 kilómetros del casco urbano, Ayryn Willel Williams Gracia pasa los días cuidando a sus nietos. Llegó a Mitú a finales de los años 80 con la idea de cumplir su labor como enfermera ayudando a las comunidades indígenas de la zona.
Esta robusta morena de 66 años atendió a más de 170 hombres del Ejército que llegaban hasta su finca durante los enfrentamientos para recuperar el pueblo. Heridos, mutilados y hasta sin signos vitales desfilaron por los pasillos de su vivienda.
“Hay cosas de las que no hablo porque son muy dolorosas –cuenta Ayryn mientras enciende un cigarrillo–; son cosas que dañaron mucho mi mente. Muy graves”.
En un pequeño salón donde hoy tiene máquinas para trabajar el campo, Willians Gracia levanta sus manos para ilustrar que todos los soldados que aterrizaban en la zona para ir a combatir a la guerrilla terminaron acostados ahí, donde ella y su esposo improvisaron bolsas de suero que se sostenían sobre puntillas. “Me gritaban que no los dejara morir, ¿pero qué podía hacer yo?”.

Ángel Hernández sostiene un casquillo de fusil, de los que aún se encuentran en los alrededores de su finca. Hace 20 años en ese lugar se enfrentaron Ejército y guerrilla por la recuperación de Mitú.
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Cerca de la vivienda de Ayryn también se encuentra Ángel María Hernández, un policía retirado en 1988 que dedica sus días a sostener su finca El Paraíso y a escribir en las hojas de un cuaderno las memorias de sus días como miembro de la Fuerza Pública.
El día de la toma, este expolicía se dirigía a la cafetería que había instalado a 50 metros del comando cargando 20 termos de café cuando empezaron los disparos. Su negocio quedó completamente destruido, al igual que el de unos 120 comerciantes más de la zona.
Con lágrimas en sus ojos, este llanero de 67 años recuerda a los policías que murieron durante el enfrentamiento con las Farc, en especial a su gran amigo: el sargento Pedro Julio Espinosa Baquero.
De ese sargento, se sabe, según quienes estuvieron ese día, que al momento de haberse iniciado el ataque subió a una garita con una ametralladora y pudo matar a unos 400 hombres de la guerrilla hasta que, sobre las 10 de la mañana, un francotirador le disparó.
“Él siempre llegaba a mi cafetería por un tinto –recuerda, entre lágrimas, Ángel–; me decía ‘Cuchito’. Era un hombre muy valiente. Yo recuerdo que días antes del ataque le pregunté si no iba a pedir traslado, porque muchos lo habían hecho ante los rumores del ataque, pero él decía que no, que si lo iban a matar él se iba a llevar a muchos antes. La muerte del sargento la lloro aún”.
Finalmente, la toma guerrillera sobre Mitú dejó un saldo de 16 policías, 24 militares y 11 civiles muertos, 38 uniformados heridos y 61 más secuestrados.
Doris Urrea Pachón, que en aquel entonces vivía a cuatro casas del comando, tiene fresco en su memoria el momento en el que, sobre el final del día, vio a un policía que corrió a abrazar a una señora para evitar que lo mataran, pero los disparos lo alcanzaron y ya herido cayó en los brazos de la anciana que no pudo hacer nada más que verlo morir.
Al final del día, lo poco que quedaba de Mitú fue rescatado por el Ejército. La comunidad celebró la entrada de la Fuerza Pública y se buscó la forma de volver a reconstruir un pueblo que a partir de ese día no volvería a ser el mismo.
Según un reporte de la Cruz Roja en aquel entonces, ese domingo cerca de 200 cilindros cayeron sobre la estación de Policía de Mitú.
Los habitantes de la capital del Vaupés que en aquel entonces sufrieron en carne propia los hechos aseguran que el municipio fue uno antes de la toma y otro después.
De los 7.000 habitantes que en ese entonces se encontraban en el municipio, la cifra creció hasta llegar a unos 15.000. Cerca del 80 % de sus calles hoy están pavimentadas y 25 comunidades indígenas de la zona son atendidas con educación y salud.
Información del comando de la Policía da cuenta que Mitú es un municipio tranquilo. Si algo se pierde es encontrado un par de día después, no se sabe de riñas o atracos y el comercio ha crecido notoriamente, además del turismo que se realiza con regularidad en esta apartada zona del suroriente colombiano.

Mitú es un pueblo tranquilo según información de las autoridades. No se registran hurtos ni riñas.
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Las noches son muy tranquilas. Casi no hay bullicio y se podría decir que casi a las 10 de la noche pocos locales se encuentran abiertos.
Sin embargo, son muchas las marcas que aún están en la memoria colectiva de sus habitantes. Esa procesión aún va por dentro.
El 3 de noviembre del 2018, la Policía inaugurará un monumento, un oficial sin rostro que sostiene al país en su corazón. La escultura estará en el parque principal de la ciudad, donde se espera hacer un ejercicio de memoria para que este tipo de hechos no se repitan.
25 años después, Mitú se ha convertido en un lugar pacífico. Hay denuncias de bandas criminales y la presencia del frente primero que se declaró en disidencia. Sin embargo, no existe una denuncia formal de su presencia en la zona.
Aquellos auxiliares secuestrados por la guerrilla hoy esperan que el Estado les responda por la indemnización que solicitaron y aún no les reconocen. Según Jorge Andrés Salamanca, hace poco a varios compañeros los llamaron para empezar dicha reparación.
“Creemos que es necesario –asegura Jorge–; esperamos que nos reconozcan el hecho de haber sido secuestrados y reparar el daño hecho a nuestras familias”.
En la actualidad, Jorge vive en Mitú. Regresó después del secuestro y trató de continuar con su vida. Tiene una familia y trabaja, por lo general, transportando a funcionarios, aunque si se presentan otras opciones laborales, también lo hace.
César Díaz no quiso regresar a la ciudad. Se quedó en Villavicencio y hoy también vive de diferentes labores, pues su intento de realizar una carrera en derecho no pudo materializarse por la falta de dinero.
Así también se encuentran los 120 comerciantes que esperaban una reparación por parte del Estado frente a los daños recibidos en sus locales. Voceros señalan que el expresidente Andrés Pastrana les prometió resarcir dichos daños, pero jamás se volvió a hablar del tema.
Como consecuencia de la traumática experiencia que sufrió Ayryn WIllel estuvo durante 8 años en un hospital siquiátrico.
“Lo peor para mí son las noches –explica Ayryn–; yo por las noches me paseo por la casa buscando un lugar seguro para dormir porque siempre siento que estos muchachos, porque eran muchachos, llegan a la casa. Es que de verdad, los soldados aparecían por todas partes, a mí no se me olvida uno al que le tenía que quitar la bota y el pie se le desprendió”.

Ayryn Willel Williams Gracia, de 66 años, señala que lo ocurrido durante la toma y los días posteriores le causó afectaciones.
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Las secuelas de ese traumático momento de su vida terminaron guardadas en una pequeña caja azul donde guarda sus medicinas: 100 miligramos de clozapina, 200 de sertralina y otros 100 de clonazepam la ayudan a sobrellevar el dolor. Aún derrama lágrimas cuando cuenta su historia y ruega porque un acontecimiento así no se repita.
Rodeada de caballos y gallinas, Ayryn asegura no regresar al pueblo porque le trae malos recuerdos, sin embargo, varios policías señalan que cuando se pasea por las calles de Mitú suele abrazar a los uniformados, pues, como ella misma lo dice, al verlos recuerda a los jóvenes que hace 20 años le pedían ayuda.
Mientras tanto, Ángel Hernández siembra aguacates y cría gallinas mientras camina por El Paraíso. A lo ancho del territorio que comprende su finca aún se pueden encontrar casquillos de fusil que dejaron los enfrentamientos del Ejército y la guerrilla cuando se trataba de recuperar el pueblo.
“Los primeros miembros del Ejército y la Policía que llegaron –recuerda Ángel señalando una cruz que levantó hace algunos años– fueron dejados cerca de aquí. La guerrilla los acribilló de inmediato. Creo que eran unos 46 hombres”.
Las cicatrices son imborrables. Cada persona en el pueblo rememora aquellos días con dolor en sus ojos. No solo el día de la toma, sino los días posteriores cuando el Ejército logró asentarse en el pueblo y la guerrilla desde el otro lado del río Vaupés continuaba los hostigamientos.
Hoy Isaac Gómez cumple 25 años. Su cumpleaños quedó marcado con la noche anterior a la toma y cada vez que celebra un año más de vida, también vuelve a escuchar alguna anécdota de algún familiar sobre lo acontecido aquel 1 de noviembre.

Isaac Gómez, quien nació el 31 de octubre de 1998, una noche antes de la cruenta toma.
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“Cuando digo mi fecha de nacimiento la gente me habla de la toma –relata Isaac–. Mi experiencia se basa solo en los relatos de mi familia, es un tema que cada año siempre se toca porque siempre se relaciona con mi cumpleaños”.
Este joven aprovecha cada tiempo libre para visitar su ciudad, estar con sus amigos y acompañar a su familia, ya que en su hogar muchos consideran un milagro el haber sobrevivido a la toma.
“El ataque hizo que el pueblo se retrasara mucho en su crecimiento –dice el joven estudiante–; pero hemos logrado salir de esto poco a poco. Ellos (las Farc) le hicieron mucho daño al pueblo, pero yo creo que siempre hay que aprender a perdonar esos hechos y seguir. No hay rencor”.
El comando se levantó en el mismo lugar en el que un día solo quedaron cenizas.
Veinticinco años después, la capital de Vaupés busca ser un lugar próspero, crecer sin olvidar que aún falta una reparación a quienes vivieron estos lamentables hechos y esperar que una tragedia como la vivida aquel 1 de noviembre de 1998 nunca más toque a la puerta de esta cálida y tranquila ciudad.
Esta historia fue publicada originalmente el 1 de noviembre de 2018.
MIGUEL ÁNGEL ESPINOSA BORRERO
Enviado especial de EL TIEMPO
MITÚ (VAUPÉS)
En Twitter: @Leugim40
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