Mi sargento Pedro Espinosa Baquero presintió la muerte un día antes de que la guerrilla nos despertara a tiros.
Nos atacaron a las 4:40 a. m. “¡Se metieron, se metieron!”, gritó alguien. Salté de la cama, me puse el uniforme y agarré el fusil. En el cuarto de al lado estaban los compañeros Jhon Frank Pinchao y Luis Hernando Peña Bonilla. Cada uno tenía una zona de defensa asignada. Crucé la calle a la sede de la Caja Agraria, y Espinosa subió a la torre de la estación de policía. Así recuerdo el inicio de la toma, esa madrugada del primero de noviembre de 1998.
(Esta historia se publicó originalmente en noviembre del 2018)
Muchos sentíamos que algo iba a pasar en Mitú, pero nadie imaginó el tamaño del combate ni la cantidad de gente que se nos venía encima. Eran 1.200 guerrilleros del bloque Oriental de las Farc los que cercaban el pueblo.
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Ese día se cumplían dos años y nueve meses desde que llegué a la estación de policía. Me presenté el 2 de febrero de 1996. El comandante de esa época me trajo el fusil y me dijo que estuviera pendiente porque por ahí cerca estaba la guerrilla. En ese tiempo eran un número limitado de subversivos, diría que entre 30 y 50, los mismos hombres que teníamos en la estación.
Se mantenían en la zona rural, alrededor del pueblo. No llegaban hasta el centro; o si lo hacían, no iban camuflados y se confundían con la comunidad. Tampoco se arriesgaba uno a ir hasta donde estaban ellos porque no había apoyos.
En esa época uno sentía que el mal estaba lejos. A mí me correspondían los patrullajes por el municipio, y hacía actividades con la comunidad. Los domingos organizaba una ciclovía. La estación tenía una buena dotación, un equipo de sonido grande y un personal bueno de auxiliares que nos ayudaba con los niños. En comparación con los lugares donde había estado de servicio, hasta antes de mi llegada a Mitú, el municipio era un lugar tranquilo.
¿Qué tenía Mitú?, me preguntaba. ¿Algo importante para la guerrilla? Tal vez el impacto de tomarse una capital departamental, pero eso lo vine a pensar después de la toma
A mí me rechazaron dos veces en la Policía antes de ser elegido, en el año 87. En ese año estaban en el país las Farc, el Eln, el M-19 y empezaba la guerra entre los carteles del narcotráfico.
¿Que si creía que me podía pasar algo malo si iba a la institución? Yo, cuando estudiaba, veía una patrulla y pensaba que no quería llegar a los 50 o 60 años con la frustración de pensar qué hubiera sido de mi vida siendo policía. Mi papá lo fue, y yo hice parte de la Cruz Roja. Quería servir. Me dije: ‘Lo que me pase no importa, yo quiero vestir el uniforme’. Por eso, lo intenté tres veces, hasta que me eligieron y me enviaron al Cesar.
Allá estuve del 88 al 91. Por los lados de la Sierra Nevada estaban las Farc y en la serranía del Perijá, el Eln. Me salvé de varios atentados y me tocó ver morir a varios uniformados que hacían parte de la contraguerrilla.
Del Cesar me trasladaron a Medellín en la época en que Pablo Escobar pagaba un millón o dos millones o más por policía muerto, y también me tocó en esos años ver a las familias que iban a llorar a sus hijos policías que caían por las balas de asesinos del narcotráfico.
Ya en el 96 me enviaron a Vaupés, y yo no veía la situación tan crítica. Era un lugar muy lejano, y pensaba que por ser tan lejano no podía haber incursiones. ¿Qué tenía Mitú?, me preguntaba. ¿Algo importante para la guerrilla? Tal vez el impacto de tomarse una capital departamental, pero eso lo vine a pensar después de la toma.
A mí siempre me ha gustado escuchar noticias. Nací en Manizales y mi familia también vivió en Santa Rosa de Cabal, en Risaralda. Cuando era un pelado mi mamá preguntaba para qué las escuchaba si “se preocupa, se estresa y no resuelve nada y las cosas no cambian. Entonces para qué”. Y yo le respondía: para estar enterado, mamá.
En Mitú veía los noticieros y cuando podía escuchar noticias por un radiecito, pues también lo hacía. Así supe del inicio de las incursiones guerrilleras en Las Delicias, en el 96, la de Patascoy, en el 97, y de un montón de ataques más. Uno sentía el mal lejos, hasta que en agosto del 98, unos 1.500 guerrilleros se metieron a Miraflores. Secuestraron a 71 miembros del Ejército y a 56 policías.

Atrás, la estación de Policía. En la imagen, un fragmento del video del ataque.
Juan Diego Buitrago Cano / EL TIEMPO
Uno o dos meses antes de la toma de Mitú, yo estaba en la estación con mi capitán Julián Ernesto Guevara, cuando llegó la información de un señor que dijo que en el sector de Bocas del Yi había hombres acumulando mucha comida. Ese era un punto rural en la ribera del Vaupés, cerca de Mitú. Nosotros enviamos la información a Bogotá, a Villavicencio, a la Séptima Brigada, a todo lo que tuviera jurisdicción policial y militar sobre esa zona, y nos dijeron que habían mandado un avión, pero que no habían visto nada.
También teníamos información de que mucha gente rara estaba rodeando el pueblo, llegaba de varias fuentes humanas.
Ahí yo ya sabía que iba a pasar algo malo. No percibía la intensidad ni el tamaño de lo que iba a ocurrir. Pensaba en un hostigamiento, en algo pasajero. A veces me sentía como elevado, como que estaba ahí pero no estaba ahí; trataba de no tener demasiada conciencia, de pronto como medida de protección para no entrar en caos, en un terror que no me permitiera controlarme.
No quería transmitirles ese miedo, esa inseguridad, a mis compañeros.
Por la información que había se reforzaron los puestos de seguridad que estaban alrededor del comando. No hubo algo más externo, como hacia afuera, pero eso también es de las cosas que uno piensa ahora.
El 31 de octubre, mi compañero Espinosa, sargento también, me decía que sentía algo que le subía y le bajaba en el estómago. Era algo raro, maluco. Él sentía angustia.
Ese día, mi coronel Luis Mendieta, que había llegado unos meses antes a tomar el comando, mandó a reunir a los oficiales, les comentó la situación, formó a todo el personal y hubo una instrucción de defensa.
A veces me sentía como elevado, como que estaba ahí pero no estaba ahí; trataba de no tener demasiada conciencia, de pronto como medida de protección para no entrar en caos
A las 3 p. m. fui a la casa de mi señora, Ninfa Hernández, a quien conocí en Mitú, y estuve un rato con mi hijo Daniel, que era un bebé. Luego volví a la estación. Como era día de las brujitas, también hicimos la bulla y la propaganda de una actividad con los niños. Se les dieron helados, galletas y dulces. Terminó como a las 7 p. m.
Recuerdo que en el pueblo esa noche era como muy silenciosa, como que había algo de intranquilidad en el ambiente. También que llegó un avión civil, de carga, y mucha gente corrió a la pista para coger el vuelo. Incluso ahí se fueron unos compañeros Policías que entraban a vacaciones. Por fortuna lograron salir y salvarse de la toma.
En medio del tiroteo llegué a la sede de la Caja Agraria, al lado de la estación. Me alcanzó el compañero Luis Hernando Peña, que era el almacenista de armamento. De la Caja Agraria debía pasar a unas trincheras que llamábamos Bromo II, pero no alcancé porque el fuego cruzado en la calle se tornó muy intenso. Adentro trataba de escuchar quién estaba afuera, y cuando escuchaba ruidos, cuando pasaba la guerrilla, les echaba granadas de mano desde una ventana. También me subí a una parte alta del edificio para dispararles. Recuerdo que me cubría y miraba un espejo que estaba a la entrada para visualizar por dónde venían, cómo avanzaban, cuántos eran.
Me movía y disparaba y me cubría de nuevo. ¿A qué olía? Yo sentía el olor de la pólvora y me gustaba. Me gustaba ir a disparar. Sentía ese ¡bang, bang, bang! Y eso me hacía entrar en calor.
Mientras yo estaba ahí con Peña, mi sargento Espinosa, desde su puesto de reacción, que fue la torre del comando, iba dando de baja a muchos guerrilleros que no dejó acercar a la estación; un berraco. Él tenía una metralleta M60.
Me preguntaba qué pasaba, si estaba soñando, si esto era real o no era real. Y oraba, eso era lo que acostumbraba en esos momentos, casi toda mi vida ha sido así. Yo soy católico no muy practicante, pero oraba, decía el padre nuestro y a Dios que “pongo a tu disposición todo lo que pase y todo lo que sucede”.
En esa situación, uno no siente el paso del tiempo. No le puedo decir que esto pasó a una hora y esto a esta otra. Yo escuchaba unas cosas que pasaban por encima de mi cabeza y hacían como zum, zum, zum. No lo entendía, pero eran los cilindros cargados de explosivos que nos mandaban.
Hubo un momento en que me refugié en el baño, tomé agua y sentí unos disparos que reventaban el techo de zinc: ¡bang, bang, bang! Y me preguntaba cómo me podían disparar así, cómo se me montaron al techo. Después fue que entendí que no eran ellos, sino el avión fantasma.

César Lasso estuvo en poder de las Farc 13 años.
Julián Espinosa / EL TIEMPO
Me llegaban muchos recuerdos de mi vida en los momentos en que descansaba. Digamos que me aquietaba en un lugar hasta que volvía a otro punto a disparar, y así pasaron no sé cuántas horas. Pensaba en mi infancia en Manizales; en mis papás, Daniel y Fabiola, y en mis siete hermanos menores. En mi esposa, que estaba en el pueblo con el niño que tuvimos y su hija, Jenny, y en mi hija mayor, Lisseth, que vivía en Valledupar.
No pensaba que iba a morir, ni cuántos eran ellos. Dejaba que fluyeran las cosas. Por donde tenía que ir iba y lo que tenía que hacer lo hacía. Me movía y disparaba y me cubría de nuevo. ¿A qué olía? Yo sentía el olor de la pólvora y me gustaba. Me gustaba ir a disparar. Sentía ese ¡bang, bang, bang! Y eso me hacía entrar en calor.
Me sorprendía por momentos que veía una edificación por una ventana, y al ratico cuando volvía ya no estaba, veía una pared en la que me cubría, y al ratico ya no estaba esa pared.
Cuando me asomaba a mirar a Bromo II, ellos decían que había demasiada gente, mucha gente, y que los guerrilleros venían por todos los lados. Yo algo les gritaba, pero no creo que me escucharan, hasta que cayó un cilindro, y todos los muchachos que estaban allá murieron.
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En la toma de Mitú murieron 16 policías, 24 militares y 11 civiles.
Archivo EL TIEMPO
Espinosa también murió en la torre. No sé si fue por un cilindro o por los disparos de un francotirador. Peña siempre se quedó conmigo, hasta que sentimos que ya todo se había acabado. Lo sentí cuando vi gente enfrente y por detrás de nosotros. Escuché un grito: “¡Entréguese!”. Tiré el fusil, y vinieron y me amarraron.
Salí de ese lugar, y había unas guerrilleras con cámaras. Lo pensé, no lo dije: ‘Estas hijueputas, que tanta confianza se tienen de lo que iban a lograr que vienen filmando’. Sentí rabia, impotencia de estar dominado, pero no podía hacer nada.
No vi a nadie de los que murieron. Solo a un compañero de apellido Morales, que estaba arrodillado. Él no más me miraba, ya estaba en sus últimos momentos. No lo vi sangrando, fue como el estruendo de una bomba que lo dejó aturdido. Él también murió. Yo les pedí a los guerrilleros que me dejaran ir a ayudarlo, pero dijeron que ellos se encargaban.
(En otras historias: ‘Hay que recordar la historia para que Colombia crezca diferente’).
Vi muchos menores, muchos pelados transportando los cilindros, las pipetas de gas. Ahí dije: hijuepucha, eso era lo que nos estaban tirando, ¿pero cómo harán para tirarlas?
Cuando ya salimos, nos llevaron hacia una especie de puesto de mando. Veo a alias Romaña, a quien había visto en televisión. Nos dijo: “¿Ya les dieron tinto? ¿Ya tomaron gaseosa? Berracos ustedes, nos estaban dando duro”. Luego nos llevaron a una escuela primaria y, como a las 8 o 9 de la noche, nos subieron a unas lanchas en el río Vaupés.
Primero sentí la angustia de pensar quiénes estaban y quiénes no, qué les había pasado a los compañeros. Luego sentía que estaba ahí, pero al mismo tiempo no, que podía ver por encima todo lo que estaba pasando, y me veía ahí, en la lancha, cuando nos llevaron río arriba, rumbo a la selva, a un secuestro que para mí duraría 13 años, cinco meses y un día.

En la toma de Mitú murieron 16 policías, 24 militares y 11 civiles.
Archivo EL TIEMPO
César Lasso, uno de los 61 policías secuestrados en la toma de Mitú, fue liberado por las Farc junto a otros cuatro militares y cinco policías el lunes 2 de abril del 2012 en una zona rural entre los departamentos de Meta y Guaviare.
Fueron los últimos militares y Policías que ese grupo guerrillero tuvo en su poder.
En su momento, un reportaje de EL TIEMPO indicó que con esta entrega se cerró “uno de los capítulos más violentos y dolorosos para la historia del país: el secuestro masivo de policías y militares tras violentas tomas a bases oficiales, con la pretensión de un canje de guerrilleros presos por secuestrados”.

César Lasso fue liberado por las Farc, junto a otros cuatro militares y cinco policías, el lunes 2 de abril del 2012 en una zona rural entre los departamentos de Meta y Guaviare.
Archivo EL TIEMPO
Lasso regresó a la libertad, dice, con una hija más que su compañera sentimental esperaba, sin saberlo, cuando ocurrió la toma de Mitú. También, con el dolor de no poder abrazar de nuevo a su papá, quien falleció mientras él permanecía secuestrado.
Una vez en libertad se vinculó a la unidad de atención a víctimas de secuestro, en el Gaula. Y tras su retiro de la Policía, se convirtió en el Presidente de una fundación llamada Ágape, con sede en Villavicencio, que trabaja en procesos de reconciliación entre víctimas y victimarios.
ALBERTO MARIO SUÁREZ D.
Editor digital ELTIEMPO.COM
albsua@eltiempo.com
En Twitter: @albertomario57
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